Antonio Morales*
Raúl del Pozo ha escrito en
distintas ocasiones que España es una corrupción coronada. Es una calificación
tremendista, pero a tenor de los datos y la percepción ciudadana la valoración
parece adecuada. Hace apenas unos días, la Comisión Europea hizo público un
informe en el que se señala que los europeos tienen la sensación de vivir en un
ambiente de corrupción generalizada, “lo que mina la confianza en las
instituciones democráticas y en el Estado de derecho”.
Según este estudio, el porcentaje
de ciudadanos españoles que creen que la corrupción está extendida por todo el
país se acerca al 95% (frente a una media del 63% en Europa) y el 97% de las
empresas opina que hay prácticas ilícitas en la administración. Igualmente, un
83% de los empresarios percibe la corrupción como muy extendida. Para el último
barómetro del CIS, tras el paro como primera preocupación, el 39’5% de la
ciudadanía española concibe la corrupción como uno de los grandes problemas del
Estado. También en el pasado mes de diciembre Transparencia Internacional
publicaba el Índice sobre Percepciones de la Corrupción y nos mostraba cómo
España se ha convertido en el segundo país donde más aumenta esta apreciación y
que solo Gambia, Guinea, Malí y Libia han empeorado tanto. En apenas un año
España ha caído diez puestos en la clasificación pasando del lugar número 20 al
30.
Como dice Anne Kock, la directora
para Europa y Asia Central de TI, “en España, todos los sectores, incluyendo
los partidos políticos, la Familia Real, las empresas y el sistema financiero,
están implicados en casos de corrupción en un momento en el que el país está
sufriendo”. Efectivamente, la trama Gürtel que supuso un saqueo al Estado desde
los ámbitos de gobierno del PP de Aznar, la financiación ilegal del PP y su
caja b de sobres y sobresueldos en negro, los ERE de Andalucía, las trapisondas
del caso Nóos y la implicación de la Corona, la financiación ilegal de CiU, los
distintos escándalos urbanísticos, la “lista Falciani”, que daba datos de 659
evasores fiscales influyentes y de la que nunca más hemos sabido nada y tantos
otros ocupan cada día numerosas páginas en los medios de comunicación creando
un clima de frustración e indignación inevitables. Y la sensación es de que
todo sucede impunemente. Que los que pueden atajar el problema no lo hacen
porque no les conviene.
Se habla una y otra vez de tomar
medidas, pero eso casi nunca sucede y, cuando sucede, no se hace de la manera
adecuada o se queda en puro y simple papel mojado. Se nos repite machaconamente
(desde dentro y desde organismos internacionales) que hay que transparentar la
financiación de los partidos políticos, que hay que mejorar los procesos de
contratación pública, que hay que potenciar los organismos de control y de
fiscalización, (mientras se cargan a los organismos reguladores independientes
y desoyen al Tribunal de Cuentas que abre diligencias al propio estado pidiendo
más medios), que hay que dotar de medios a la Justicia, que hay que perseguir
la corrupción (mientras sancionan a la inspectora que denunció a Cemex o
controlan a los peritos de la Agencia Tributaria), que los poderes del Estado
deben ser independientes, que es necesario establecer códigos éticos y medidas
de castigo contundentes, que hay que regenerar la política y las instituciones,
que hay que regular el control de los conflictos de intereses… Pero más allá de
palabras grandilocuentes, diseñadas para calmar los ánimos, la realidad coge
otros atajos. Hace unos días, el Grupo de Estados Contra la Corrupción (GRECO)
del Consejo de Europa criticaba a España abiertamente por las “puertas giratorias”
por las que los políticos fichan por grandes empresas y advertía que “la
percepción de la independencia del fiscal general del Estado es preocupante”.
También el Parlamento Europeo acaba de demandar que se excluyan de las listas
de candidatos a cualquier elección a los condenados por corrupción y “que se
retiren de cargos políticos, directivos o administrativos a todas las personas
culpables de dicho delito”.
Desgraciadamente por aquí se mira
para otro lado. Y nunca pasa nada. Frente a un combate decidido contra esta
corrupción que lastra la economía, debilita al Estado y a la democracia y
destruye la cohesión social y los valores éticos, la resolución de los casos se
dilata en el tiempo (Gürtel acaba de cumplir cinco años) y suelen pasar varios
lustros sin que sepamos realmente qué ha sucedido o sin que veamos que los
delincuentes reciban un castigo; las medidas necesarias para atajar la
podredumbre nunca terminan de adoptarse, a pesar de las declaraciones de
intenciones de los dos grandes partidos del arco parlamentario y,
desvergonzadamente, nadie dimite, nadie da explicaciones, nadie asume
responsabilidades políticas ni de ningún tipo. Por el contrario, se emplea toda
la energía en controlar a los medios de comunicación, en edulcorar y
tergiversar la realidad, en propiciar debates estériles, en desviar la atención
hacia otros asuntos. Y en protegerse. En mantener el estatus de una clase
dirigente que se niega a perder su poder. Como hizo Rajoy, el silente, que se
acercó a Antena3 para decirnos que está “convencido de la inocencia de la
Infanta. Le irá bien”, añadió, seguro de que dará resultado el trabajo que
están realizando la fiscalía y los inspectores de Hacienda que se reúnen para
coordinar la estrategia exculpadora.
Esta autoprotección de una casta
y sus instrumentos de poder y de control de la economía, la política y la
sociedad la explican muy bien dos economistas de renombre, Darron Acemoglu y
James Robinson, en su libro “Por qué fracasan los países. Los orígenes del
poder, la prosperidad y la pobreza” (Deusto Ediciones). Para los autores
existen dos tipos de instituciones políticas: las inclusivas y las extractivas.
Son estas últimas las que concentran el poder en manos de una élite reducida
que termina controlando la mayoría de los recursos, y se adueña de la economía
para reafirmar y consolidar su poder político. Las élites extractivas debilitan
las instituciones, marginan y excluyen a sectores sociales mayoritarios (está
sucediendo aquí con las clases medias y los pobres) y concentran el poder político
y económico en su propio beneficio, para perpetuarse y enriquecerse en
detrimento de una inmensa mayoría. No podían describir mejor la situación que
estamos viviendo. Una sociedad inclusiva les obligaría a repartir el poder,
democratizar las instituciones, promover la participación ciudadana y perder
privilegios. Y no están por la labor.
Hace unos años, la magistrada Eva
Joly (hoy es asesora del Gobierno noruego para controlar la corrupción) hizo
temblar los cimientos de Francia. Puso en marcha un proceso encaminado a
denunciar a la todopoderosa petrolera estatal gala Elf y sus prácticas de
corrupción extendidas por todo el planeta con la implicación de jefes de Estado
y poderes económicos encriptados en paraísos fiscales. Planteó a la opinión pública
que no intentaba destruir a los malvados, sino restablecer el equilibrio entre
el débil y el fuerte. Sostenía en aquel entonces que “la corrupción es un
problema universal. Lo que vemos no es un fenómeno único, no es algo curioso,
no son individuos que han perdido el norte. Es un Sistema”. En un manifiesto
elaborado por esas fechas (Declaración de París) firmado por eminentes
juristas, que he citado en alguna ocasión, llamaba a una acción contra la
corrupción y la impunidad de sus beneficiarios. Denunciaba cómo la corrupción
llegaba hasta el corazón del poder para minar la democracia e impedir el
desarrollo y la libertad de los países y que combatir contra ella es un
requisito indispensable para cualquier acción política auténtica.
Esa corrupción se ha enquistado en el
corazón del poder en España. No nos pueden extrañar entonces los datos
reflejados en la última Encuesta Social Europea de mediados de enero pasado
donde se advierte que la confianza en los políticos españoles está en su nivel
más bajo. Un determinante 1,9 sobre 10 refleja el enorme suspenso a los políticos
y también a las instituciones y al sistema judicial. Aunque, paradójicamente,
los sondeos vuelven a decirnos que una parte importante de la población
(incluso esa que percibe la podredumbre en las encuestas) sigue votando a los
mismos partidos políticos, incluso a los inmersos en casos de corrupción.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes. (www.antoniomorales-blog.com)