Antonio Morales*
Podría
enumerar un listado interminable de atentados crueles a la ciudadanía desde
muchas de las instituciones democráticas que deberían ejercer de garantes de
los derechos cívicos. El paro, la pobreza, la desigualdad, la quiebra de la
justicia social y del Estado de bienestar son algunos de los efectos de la cesión
de la soberanía del Estado a los poderes económicos. La ley de seguridad
privada, la reforma de la administración de la Justicia, el ataque a la justicia
universal, la agresión a las mujeres a través de la ley del aborto, la
permisividad de los desahucios o la pobreza energética son el fruto del
control de las élites económicas y conservadoras sobre el Gobierno. El mayor
sentido de la democracia es garantizar la distribución de los recursos y la
riqueza. Para hacer posible la equidad y la igualdad y la mejora de las
condiciones de vida de la población. Para evitar que los poderes públicos o
privados quiebren la legitimidad y el derecho a la justicia. Como plantea Paolo
Flores d’Arcais, en democracia la legalidad puede y debe ser “el poder de los
sin poder”.
Más
allá de los ejemplos que he explicitado en el párrafo anterior, el día a día
nos pone sobre la mesa una retahíla de arbitrariedades que ponen en cuestión la
protección de los más débiles. Los atropellos de las oligarquías civiles o políticas
a hombres y mujeres indefensos quebrantan las garantías que deben ser sagradas
en un sistema democrático y hacen visible en estos momentos, igualmente, la
ineficiencia de muchas instituciones españolas para protegerlos. Se deslegitima
entonces la democracia cuando anula los mecanismos necesarios para el amparo de
los intereses sociales y los derechos. Desgraciadamente, todos los días los
medios de comunicación nos trasladan ejemplos sangrantes de la dejación que
hace el Estado de la obligación de proteger a sus ciudadanos de los ataques
externos y de los de la propia Administración. Pero voy a hacer referencia a sólo
dos casos que tienen que ver con Canarias y que atañen también a esta parte de
la isla desde donde escribo.
Hace
casi seis años un terrible accidente aéreo sacudió a Gran Canaria. El 20 de
agosto de 2008 el vuelo JK5022 de Spanair se accidentaba en el Aeropuerto de
Barajas truncando la vida de 154 pasajeros y dejando malheridos a 18
supervivientes. Durante todo este tiempo los afectados y los familiares de las
víctimas han vivido un auténtico calvario. A lo largo de todo el proceso han
sido dejados de la mano de Dios por el Ministerio de Fomento y por los
organismos encargados de fiscalizar la seguridad aérea. Un proceso judicial,
cuestionado por todas las partes, terminó haciendo recaer las culpas en los
pilotos y permitiendo salir de rositas a Boeing, Aena, Fomento y Aviación
Civil. Seis años después, una parte de los familiares y las víctimas siguen
peleando, esta vez en contra de Mapfre, para reclamar una indemnización de 43
millones de euros frente a los 4,7 que ofrece la compañía aseguradora. La
indefensión a la que los ha sometido el Estado es profundamente injusta y, en
el plano de los derechos civiles, absolutamente antidemocrática.
Desde
que en el año 2001 el Plan Director del Aeropuerto de Gran Canaria decidiera la
construcción de una tercera pista, al calor de la megalomanía y el afán de
nuevos ricos que les entró a muchos de nuestros representantes políticos, los
vecinos de Ojos de Garza, La Montañeta y Caserío de Gando, viven una auténtica
tortura. Desde el año 2008, Aena les viene prometiendo e incumpliendo, una y
otra vez, el realojamiento que reclaman los afectados. Una huelga de hambre en
el 2011 obligó al ente a firmar un acuerdo de intenciones que no ha servido
para nada. Tres años más tarde, la responsable vecinal, Margarita Alonso,
vuelve a jugarse la vida, iniciando una nueva huelga de hambre para llamar la
atención de los responsables de Aena y Fomento. Tristemente, en el momento en
el que escribo este texto, acaba de ser hospitalizada. Otro caso en el que el
Estado da la espalda a sus hombres y mujeres. Son varios miles de vecinos los
sometidos a la inseguridad más absoluta.
Son
solo dos ejemplos, pero suficientemente ilustrativos para explicitar la
hostilidad de un Estado (no se trata solo del PP, la política del PSOE fue
exactamente la misma) frente a sus ciudadanos. Y no puede haber democracia,
insisto, si no se fortalecen y se garantizan los derechos de las personas.
Para
el politólogo argentino Guillermo O’Donnell, que analizó en profundidad el
Estado burocrático autoritario (así se titula una de sus publicaciones), el Estado
de derecho debería concebirse no solo como una característica genérica del
sistema legal y de la actuación de los tribunales, sino que debería
considerarse como la norma basada en la legalidad de un estado democrático
cimentado en la defensa de las libertades políticas, la garantía de los
derechos civiles y en que los agentes privados y públicos, incluidos los más
altos, estén sujetos a controles apropiados y legalmente establecidos sobre la
legalidad de sus actos. La aplicación discrecional de la ley sobre el débil
puede ser un eficiente medio de opresión. Como lo es utilizarla para vaciar lo
público. O para quebrar la previsibilidad y la estabilidad de un Estado legal,
la parte del Estado encarnada en un sistema legal, que penetra y da seguridad a
la sociedad. Se da lugar así a un estado truncado que permite la aplicación de
una norma discriminatoria, o la aplicación selectiva de la ley contra algunos,
mientras otros quedan exentos de acatarla.
O’Donnell
sostiene que la justificación del Estado democrático de derecho debe basarse en
la igualdad de sujetos jurídicos a los que se les atribuye autonomía y
responsabilidad, pero también dignidad y obligación de respeto humano derivados
de esa atribución.
Hace
unos años acudí a una frase de Susana Corzo que me parece ahora premonitoria.
Según esta profesora de la Universidad de Granada, “la desconfianza de los
ciudadanos hacia las instituciones públicas pudiera ser un estadio previo al
fortalecimiento de un Estado débil, pero el descrédito continuo de las instituciones
llegará a ser la consecuencia de un estado enfermo, si la clase política no
lucha por devolverle, desde la racionalidad y la mesura que conlleva la práctica
de la responsabilidad política, el valor que tiene y la función que presta de
servicio a la ciudadanía”.
Francisco
Rubio Llorente afirma que el principio de igualdad viene a identificarse con el
de legalidad y, en consecuencia, solo la actuación ilegal del poder lo
infringe. Únicamente una ciudadanía fuerte, capaz de defender sus derechos y de
participar activamente en los asuntos públicos puede plantar cara a un Estado
arbitrario y evitar que se sigan abriendo brechas de desigualdad en la
sociedad. Que se sigan repitiendo abusos y arbitrariedades como las del caso
del accidente de Spanair o los desalojos de Gando.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes. (www.antoniomorales-blog.com)
