
Fernando T. Romero*
Ahora resulta que la consulta
catalana del próximo 9 de noviembre, si se celebra, responde a un posible “plan
B” del presidente Artur Mas, que ha supuesto la ruptura de la unidad de las
fuerzas nacionalistas. Se trata de una consulta alternativa a la primera, ya
suspendida, y carecerá de validez; pero, a posteriori, el presidente catalán
propone unas elecciones plebiscitarias. Ya se verá…
Sin embargo, uno no acaba de
entender el empeño del Gobierno y de algunos partidos estatales en negarle a
los ciudadanos su derecho a expresarse sobre asuntos importantes. Como ha
escrito recientemente el periodista Arturo González, “los españoles solo pueden
opinar sobre aquello que el Gobierno quiera, es decir sobre nada. Por ejemplo,
no pueden opinar si desean o no cambiar la Constitución. No pueden opinar sobre
si desean una monarquía o una república. No pueden opinar si desean mantener o
eliminar el artículo 135. No pueden opinar sobre si se deben denunciar los
Acuerdos con la Santa Sede”, etc. Las razones esgrimidas son de tipo jurídico y
se amparan en la Constitución.
Pero todos sabemos que la mayor
parte de las leyes (incluida la propia Constitución) se pueden interpretar de
maneras diferentes. Y con frecuencia, la interpretación depende de la mejor o
peor disposición o voluntad de las personas que ocupan los órganos competentes.
Pero, además, en el plano teórico, si una norma legal niega la realización de
una demanda clamorosa de la ciudadanía, dicha ley habría que cambiarla. Estamos
convencidos de que una ley que se opone a una abrumadora exigencia social
termina por ser injusta. Y la injusticia de una ley constituye un argumento ético
para rebelarse contra ella.
Uno no va a entrar a debatir el
porqué del deseo independentista de muchos catalanes, que viene de lejos, ni la
evidente manipulación que algunos políticos hacen de una aspiración que es legítima.
Solamente nos proponemos defender el derecho de la ciudadanía a expresar sus
opiniones. En realidad, los catalanes ya lo han hecho en las últimas elecciones
autonómicas, dando una clara mayoría a los diputados de su Parlamento que
defienden posiciones soberanistas.
Pero ahora la ciudadanía, harta
de los errores y traiciones de los políticos electos, quiere dar un paso más y
exige una participación más activa y directa. Uno está convencido de que esta
exigencia irá creciendo en los próximos años y las consultas populares, tarde o
temprano, acabarán siendo tan comunes como las propias elecciones.
Intentar convertir las consultas
en algo prohibido, ya sea en Cataluña, en Canarias o a nivel del Estado, sólo
demuestra miedo. Miedo de determinados partidos a escuchar la voz de la calle
que amenaza el estatus de una élite política privilegiada. Este miedo les
atenaza y les lleva a adentrarse en una preocupante tendencia al autoritarismo,
recurso del poder para protegerse cuando se ve en peligro.
Asimismo, para justificar la
ilegalidad de referendos autonómicos se nos recuerda permanentemente el artículo
2º de la Constitución: “la soberanía nacional reside en el pueblo español”. ¿Por
qué, entonces, siendo coherente y cumpliendo la Constitución, Rajoy no se
atreve a convocar un referéndum a nivel nacional para decidir sobre Cataluña?
La respuesta es muy simple: porque no se resolvería nada. Supongamos por un
momento que los catalanes votasen mayoritariamente por la independencia, y el
resto de España por todo lo contrario. Así las cosas, la consulta no habría
servido para nada, ya que el problema permanecería exactamente igual.
¿Acaso para decidir la
independencia de Escocia se convocó a las urnas a todos los habitantes del
Reino Unido? O para los referendos realizados en Quebec, ¿alguna vez se ha
llamado a las urnas a todos los canadienses? Está claro que las leyes deben
ajustarse en cada momento a la realidad social y al sentido común. Y si no,
aprendamos de la Constitución dieciochesca de Estados Unidos que, con sus
numerosas enmiendas, es única en el mundo y continúa vigente en pleno siglo
XXI.
No obstante, podría no haber consulta
en Cataluña, pero el conflicto continuará. Aunque la Constitución sea tajante,
todas las sentencias judiciales no serán suficientes para silenciar la ola
soberanista, ya que los posibles acuerdos económicos para apaciguar el
soberanismo catalán resultan ya insuficientes y llegan demasiado tarde.
Por otra parte el inmovilismo
nunca es una solución. Se podrá impedir la consulta de noviembre, pero el
conflicto va a continuar creciendo. Un político debe cumplir la ley, pero no sólo
eso, pues también debe saber prevenir conflictos y acordar, pactar y proponer
alternativas posibles, incluso el cambio de las propias leyes. Y por lo que se
ve, Rajoy no es capaz.
Tampoco debemos olvidar que
durante la tramitación del actual Estatuto de Cataluña con el gobierno
socialista de Zapatero, la dirección del PP, con Rajoy a la cabeza, organizó una
ruidosa y permanente campaña anticatalana. No solo se manifestó orgullosamente
acompañado y jaleado por activistas de ultraderecha, sino que puso en marcha
una sorprendente recogida de firmas contra el Estatuto.
Recordemos que el Estatuto es una
ley orgánica que aceptaba, con algunas modificaciones, la iniciativa del
Parlamento catalán. Sin embargo, el PP llegó, incluso, a promover una
lamentable y errónea campaña de “catalanofobia”, generando en una parte de la
sociedad catalana la impresión de que no había nada que hacer dentro de España.
Y por si fuera poco, recurrió al Tribunal Constitucional el mencionado Estatuto
aprobado por las Cortes Generales y refrendado por los ciudadanos de Cataluña.
Es evidente que con su exacerbado
nacionalismo españolista, el PP ha ayudado a multiplicar el nacionalismo catalán.
Y si no, ahí están las hemerotecas. Y de aquellos polvos, estos lodos, Sr.
Rajoy.
Por último, hacemos referencia, por
su visión distante y neutral, al editorial del New York Times del pasado lunes,
13 de octubre, ocultado por determinados medios, en el cual se insta a Mariano
Rajoy a negociar con el Presidente de la Generalitat una solución para Cataluña.
Según el mencionado diario, el
referéndum de Escocia del pasado septiembre demostró que si a las personas se
les permite un debate abierto y un voto democrático de autodeterminación, optarán
por permanecer en el sistema de gobierno más amplio. Sin embargo, a juicio del
editorial, la línea dura de España con el nacionalismo catalán demuestra lo
contrario: “si se frustran las ambiciones nacionales, solo se hacen más
fuertes, más apasionadas y potencialmente más peligrosas”.
Y respecto al rechazo de Rajoy a
celebrar el referéndum por la ilegalidad del mismo, el editorial es claro: “Algo
tan complejo y emocional como la identidad nacional no puede reducirse a una
cuestión permanentemente jurídica; requiere soluciones políticas”.
Por tanto, concluimos que la
ciudadanía sigue pendiente de una respuesta política. ¿O acaso no hay políticos
capaces en este país? Mientras tanto, independientemente de que la consulta
light del 9-N se celebre o no, permaneceremos conviviendo con esta espiral de
la tensión España versus Cataluña y a la inversa.
Y lo cierto es que las posturas
políticas de unos y otros continúan enconadas y la histórica “cuestión catalana”,
lejos de resolverse, sigue creciendo. ¿Hasta cuándo?
*Fernando T. Romero es miembro de la Mesa de Roque Aguayro.