Miércoles, 30 de diciembre.
Victoriano Santana*
La noticia del fallecimiento del profesor don José Antonio Samper Padilla el pasado 13 de diciembre me conmovió. Un sencillo mensaje de texto bastó para perturbar la tranquilidad de un domingo que se encaminaba a su fin. Cuando los efectos del impacto se sosegaron, me dispuse a ordenar las fichas de recuerdos que tenía del eminente docente e investigador y fue durante este proceso cuando di con las razones de mi pesar: desde septiembre u octubre de 1991 hasta mediados de 2003, tuvimos una relación fluida que, aunque con poca intensidad, mas no menor afecto, siguió dándose hasta julio de 2019, la última vez que lo vi junto con mi también admirada profesora doña Clara Eugenia Hernández Cabrera. En todo este tiempo, es tal la cantidad de instantes compartidos que, con la agitación por la mala nueva conocida, me costó y no poco enhebrar mis pensamientos para poder secuenciar lo que reconozco como privilegio incuestionable: haberle conocido, haberle tratado y haber aprendido con él y de él más de lo que se pudiera imaginar mi distinguido profesor.
Rescaté de mi memoria, por ejemplo, mi participación, en enero de 2017, en unas jornadas sobre la enseñanza de la lengua y la literatura en nuestra tierra que organizó la Academia Canaria de la Lengua, que presidía por entonces y de la que fue uno de sus fundadores. A su amable invitación no pude ni quise negarme. Al mismo tiempo que recordaba esto, me invadía el recuerdo de las enriquecedoras sesiones vividas en la undécima edición del congreso internacional de AFAL, que se celebró en Las Palmas de Gran Canaria en julio de 1996 bajo su dirección.
No acababa de darle forma a estos episodios cuando otros pujaban por ganar protagonismo: mis años de becario de investigación adscrito al Departamento de Filología Española, Clásica y Árabe que él dirigía y que fueron posteriores a los que me ocuparon como representante del alumnado de este órgano durante la etapa en la que iba dando forma a mi licenciatura. Apunto a un extenso e intenso periodo en el que se afianzó la muy alta estima que siempre he profesado al Dr. Samper Padilla.
Más imágenes pedían su turno para ser atendidas: en unas aparecían los Encuentros de Jóvenes Hispanistas, una iniciativa que organizaba el alumnado de la Facultad de Filología, que dejó de realizarse en 1996, si no ando muy errado, y que contaba con la inestimable colaboración del citado departamento y de la facultad, dirigida en esos años por la igualmente admirable doña Yolanda Arencibia Santana, a quien leo con devoción estos días al hilo de su magnífica biografía sobre Galdós.
Evoco los encuentros con sana nostalgia y humilde gratitud, y doy un salto a uno muy especial: el que hubo en el Círculo Cultural de Telde, en febrero de 2000, y que, al hilo sobre el futuro de la lengua española, contó con la presencia de tres maestros que iluminaron aquel instante mágico que se produjo en la antigua sede de la entidad teldense. Don José Antonio Samper Padilla y quienes, doce años antes, habían dirigido su magnífica tesis doctoral, don Ramón Trujillo Carreño y don Humberto López Morales, mostraron a cuantos estábamos allí, cautivados y deliciosamente entregados, la fortaleza de nuestro idioma y su capacidad para expandirse y adaptarse a los tiempos.
Inmediatamente, surgen para dar placidez a la memoria los momentos puntuales henchidos de afabilidad en los que tanto él como doña Clara Eugenia han estado presentes: cuando nos encontrábamos en los conciertos de abono de la Filarmónica y, sobre todo, cuando me honraban con su presencia en los variados actos culturales, académicos y literarios que un servidor organizaba. Atentos, cariñosos, positivos… Cuánto que agradecerles; qué suerte la de haberles tenido cerca durante mi trayectoria formativa, que sigue todavía cogiendo cuerpo; cuánto honor el de reconocerme un discípulo de los dos, a pesar, y eso creo que tiene un valor singular, a pesar, repito, de que mis inclinaciones filológicas no me acercaron nunca a la lingüística, sino a la poesía.
Pensar en quienes se han ido conduce a reflexionar en muchas ocasiones sobre cómo han llegado. El Dr. Samper Padilla llegó a mi vida, lo he apuntado, entre septiembre u octubre de 1991. Yo comenzaba mi etapa como estudiante en la Facultad de Filología de la ULPGC y él impartía una asignatura obligatoria en primero: Fonética y Fonología. Aprovecho la circunstancia para abrir un minúsculo paréntesis, pues deseo destacar la amplia y generosa sonrisa que me ofreció la diosa Fortuna en aquel curso donde di mis primeros pasos en la institución académica palmense. Acompañaba a don José Antonio en el plantel docente una nómina de profesores tan brillantes que no se ha empañado ni un solo momento la sincera admiración y gratitud que todavía siento por ellos casi treinta años después de aquel año escolar: don Eugenio Padorno Navarro, omnipresente en mis quehaceres literarios; don Gregorio Rodríguez Herrera, a quien deberé siempre sus mágicas lecciones sobre las "Catilinarias" de Cicerón y sobre literatura y cultura latinas; y doña Eloísa Llavero Ruiz, con quien me adentré en el fascinante mundo de la literatura y la cultura árabes. Estas cuatro inmensas luces despejaron los tramos iniciales de mis primeras andanzas filológicas. Mayor regalo, imposible. Cierro el paréntesis. Prosigo.
Yo siempre tuve clara mi inclinación: la literatura antes que la lengua, el estudio de las poéticas por encima de las gramáticas, sin que ello conllevara a concluir enemistad alguna con lo lingüístico y favor desmesurado hacia lo literario: por una parte, porque de necios es separar taxativamente ambos campos (¿qué alimenta a los buenos textos sino un manejo exquisito del idioma?); por la otra, porque en mi trayecto universitario no habrían de faltar ocasiones para sentirme más arropado intelectualmente en los espacios donde se cultivaban flores morfosintácticas, por ejemplo, que donde se intentaba cocinar algún mejunje con aderezos de poesía e historia.
El caso es que, subido a esta certeza sobre mis apetencias, inicié la senda. La primera tentación de muchas que recibiría para cambiar de bando me la ofreció el profesor Samper Padilla. Disfruté de sus clases; del laboratorio que acababan de instalar en el sótano del Edificio de Humanidades, muy próximo al despacho donde estaban los representantes del alumnado de las tres carreras que se impartían en aquel campus (Filología, Historia y Traductores); y del descubrimiento de contenidos e iniciativas que habrían de ser fundamentales para mi formación y quehacer filológicos: el complejo y apasionante universo del español de Canarias, que luego reforcé y consolidé en 4º con doña Clara Eugenia; y, sobre todo, cuanto tenía que ver con la metodología investigadora, o sea, cómo plantear el desarrollo de una hipótesis. Enumero solo dos porque no quiero abusar de tu paciencia y perderte como lector.
Un don excepcional que me ofreció el distinguido profesor aquel año y que, confieso, fue inesperado dados los prejuicios hacia los docentes universitarios que traía conmigo cuando crucé por primera vez el umbral de aquel edificio, que tenía una apisonadora donde hoy luce un busto de Agustín Millares Carló, fue su enorme calidad humana. Todo el premio que ha supuesto para mí conocerle, tratarle y aprender de él durante tanto tiempo tuvo su comienzo con un suceso que muchos de ustedes podrían tachar de irrelevante, pero que yo sigo reconociendo como algo que me transformó. Lo recuerdo con cariño y con cariño lo rememoro siempre que tengo ocasión para ello.
Al poco de comenzar las clases, circuló por el campus la convocatoria del II Encuentro de Jóvenes Hispanistas. Las jornadas consistían en la exposición de comunicaciones relacionadas con la lengua y la literatura españolas que impartían estudiantes de filología de cualquier universidad de España que no hubiesen terminado aún su licenciatura o que ya estuvieran inmersos en sus cursos de doctorado. La convocatoria era una invitación para participar como ponente o, en su defecto, para que apuntásemos en nuestra agenda que en primavera, creo que en abril, iban a celebrarse las sesiones de este evento. Aquello me embelesó hasta el punto de hacerme creer que yo, acabadito de llegar, podía participar en igualdad de condiciones con el alumnado de cuarto y quinto de carrera, o de doctorado.
El caso es que me pavoneé hasta el punto de sacarme de la manga, no sin esfuerzo ni pasión y entrega en la composición, un trabajo que califiqué de extraordinario, el summum en el tema que abordaba. Ay, la soberbia de los jóvenes investigadores. Ya me lo hacía saber con el habitual afecto y un toque de sana socarronería mi llorado don Osvaldo Rodríguez Pérez. En el Quijote, en el primer capítulo de la primera parte, hay un pasaje que me recuerda esta vivencia: «para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes [a la media celada que había hecho], y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana». Pienso en todo aquello y se acrecienta más si cabe la valía del profesor Samper Padilla.
El conjunto de hojas mecanografiado versaba sobre el elemento esvarabático, un fenómeno de naturaleza fonética que, curiosamente, había detectado por primera vez en textos literarios. En Cervantes, por ejemplo, en el ya referido capítulo de su célebre novela, se lee «Palmerín de Ingalaterra» y no «de Inglaterra». Entre la ge y la ele se da un fenómeno denominado anaptixis. Pues bien, esto que había descubierto en mis lecturas y experimentado con otros casos similares (si decimos muy lentamente palabras como “cronología” o “blíster”, por ejemplo, descubrimos esa vocal epentética) se convirtió en un trabajo que giraba en torno a la importancia de las consonantes oclusivas y líquidas para que el fenómeno se produjera; o sea, un estudio sobre algo tan obvio como la esfericidad terrestre, más o menos.
Yo estaba entusiasmado con mis aportaciones; tanto, que siempre capté con milimétrica precisión el abrumador sentimiento que inundó a José Arcadio Buendía cuando concluyó que la tierra era redonda como una naranja: "Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento".
Con el decisivo estudio en mis manos, impecablemente mecanografiado (porque, eso sí, pijotero para estas cosas, como me decía el citado don Osvaldo, siempre he sido), me acerqué hasta el despacho que tenía el profesor Samper Padilla en la planta baja del Edificio de Humanidades, cuya disposición de oficinas no era la actual. Si tenía un despacho propio es porque desempeñaba alguna responsabilidad dentro del organigrama académico-administrativo. Creo que ya era director del nombrado departamento, lo que me lleva a situar la anécdota a partir de enero de 1992, aunque hubiese apostado a que fue anterior, antes de las navidades. Poco importa esto al relato. Lo relevante es que se lo entregué indicándole mi voluntad de participar en el mentado encuentro de jóvenes filólogos, declarándole mi agradecimiento por su buena disposición para la revisión y disculpándome por las molestias que le ocasionaba mi petición.
Días más tardes, al finalizar una de las sesiones lectivas que tuvo con mi grupo, con exquisita discreción me pidió que me acercara a su despacho para compartir conmigo algunas impresiones sobre el trabajo. Acordamos el momento, "siempre que no le afecte a sus clases", me dijo; "cuando usted pueda", le apunté.
Muy poco me habría de importar que, tras nuestro encuentro en aquel despacho estrecho, él sentado de espaldas a la pared y yo a una cristalera, mi deseo de participar en las jornadas académicas decayera o que constatara, con el original corregido, cuán endeble era mi estudio y el enorme trecho que todavía me quedaba por recorrer. Lo más trascendente fue comprobar cómo el profesor Samper Padilla, sin dogmatismos ni imposiciones, sino con naturalidad y cercanía, me condujo a la conveniencia de que no me precipitara postulándome para ser ponente en el encuentro de ese año, que ocasiones no me habían de faltar en el futuro para hacer lo propio en este y en otros eventos de similares características. La corrección del trabajo fue meticulosa. Se lo había leído a conciencia, pudiendo haberlo hecho deprisa y muy por encima (como desde siempre han hecho muchos colegas suyos) y había detectado el sinfín de fisuras y roturas que presentaba. Todas fueron expuestas con la cortesía propia de quien valora a su interlocutor, a pesar de las diferencias de rango, y de quien es feliz con la noble profesión de la docencia y de la investigación.
Aquel minúsculo instante (¿cuánto estuvimos, quince, veinte minutos?) quedó grabado a fuego en mi memoria y, dentro de ella, en el jardín donde conservo aquello que ha de ser lo último que me quede por olvidar. Poco importa si participé o no más tarde en Jóvenes Hispanistas o si continué haciendo investigaciones relacionadas con el campo de la fonética, pues lo verdaderamente valioso de la experiencia fue aprender que la brillantez académica y pedagógica que adornan a un docente no le conceden la condición de maestro, de guía, de referente intelectual y emocional, si detrás no hay calidad humana: empatía, bondad, generosidad…
En román paladino: por muy encumbrados que sean los méritos académicos de un docente, solo su valor como persona conseguirá que un alumno cruce una vía con los únicos propósitos de saludarle, presentarle una vez más sus respetos y declarar de nuevo el maravilloso recuerdo que conserva de él. De alguna manera, eso es lo que he hecho ahora con don José Antonio Samper Padilla cuando he cruzado el metafórico espacio que nos separa y me he acercado para decirle: "maestro, muchas gracias por todo".
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.