Sábado, 26 de diciembre.
José M. Rodríguez (Efe)
Cuesta creer que la bebé Sahe Sephora, ahogada el 16 de mayo de 2019, fuera la primera víctima del drama de las pateras en Canarias a la que se entierra con su nombre después de 21 años de tragedias, pero es así y los cementerios de las islas han seguido recibiendo en 2020 difuntos anónimos, cuyas familias se ven arrastradas a un duelo imposible.
Casi 600 jóvenes africanos, a veces menores, incluso niños, han perdido la vida este año intentando llegar a Canarias en patera, de los que solo en 164 casos se recuperó su cadáver. Son las víctimas documentadas por el programa Missing Migrants de Naciones Unidas, que reconoce que se trata de una “estimación mínima”, porque sus responsables son conscientes de que a varias embarcaciones se las ha tragado el Atlántico con todos sus ocupantes sin dejar rastro.
De hecho, la Cruz Roja sostiene que la Ruta Canaria mata entre el 5 y el 8 % de quienes se aventuran a ella, lo que se traduce en una horquilla de 1.000 a 1.700 vidas perdidas, si se tiene en cuenta que este año han llegado al Archipiélago 21.500 personas en patera o cayuco.
En toda Canarias hay decenas de inmigrantes enterrados sin identificación de las tres grandes etapas que ha vivido este fenómeno: las llegadas de finales de los años noventa y primeros años del siglo XXI, centradas en Fuerteventura, donde se produjo el primer naufragio mortal (el 26 de julio de 1999); la crisis de los cayucos de 2006-2007, que abarcó todas las Islas, con epicentro en Tenerife; y la oleada actual, focalizada en Gran Canaria.
Son la punta de iceberg. Detrás hay muchos más muertos en el mar de los que se sabe poco o nada. Como mucho, hay listas de llegadas, las que recopilan la policía y la Cruz Roja, no siempre accesibles a los familiares que vuelven estos meses a peregrinar de ventanilla en ventanilla por Gran Canaria preguntando por un hijo o un hermano desaparecido.
“Si eres padre o madre y sabes que tu hijo ha salido, pero no has vuelto a tener noticias de él, aceptar que vas a dejar de buscarlo es un trámite doloroso, que requiere hacer el máximo esfuerzo por decirte a ti mismo que no ha llegado y que has hecho todo lo posible por encontrarlo. Vienen a España confiando en que somos un país moderno que les dirá si existe alguna noticia de esa persona, pero no se la dan”, asegura el abogado Daniel Arencibia.
Este letrado colabora con el Secretariado de Migraciones de la Diócesis de Canarias y sabe bien de lo que habla: aunque la mayoría de las familias son musulmanas, muchos de los que viajan en busca de un pariente del que no saben más que cogió un cayuco hace semanas o meses acaban llamando a la puerta de una iglesia.
Arencibia atendió hace días a una mujer que había venido desde Italia empeñándose para pagarse el vuelo, la pensión y la PCR tras la pista de su cuñado, porque la madre, de Marruecos, no puede desplazarse a España. “Lloraba en la parroquia porque nadie la atendía. Lo único que quiero, decía, es que me digan que no ha llegado, sé que seguramente está muerto”, relata el letrado. Pero la mujer no quería contar eso a su suegra sin una mínima confirmación.
No es fácil averiguar quién ha perecido en el Atlántico, pero las autoridades sí conocen quién ha llegado, subraya este abogado, que cree que muchas familias les bastaría con que les dijeran que su pariente no está entre los rescatados. Defiende, además, que este es un caso claro en el que debería activarse el protocolo de accidentes con víctimas múltiples, uno de cuyos puntos principales es la instauración de una oficina de información a las familias.
La juez Pilar Barrado, que hasta principios de año estuvo al cargo de uno de los juzgados de San Bartolomé de Tirajana, comparte su opinión. “¿Si nos llegara un barco con 30 suecos que han visto morir a tres de sus compañeros tras quedarse a la deriva, los trataríamos así?”, se pregunta. “Claro que no”, se contesta, “identificaríamos a los fallecidos y a los supervivientes les ofreceríamos la ayuda de psicólogos”.
Pero no siempre es posible, ni siquiera preguntando a los supervivientes, porque a veces los ocupantes de la patera se vieron por primera vez la noche del embarque. Y, con frecuencia, los traficantes de personas que fletan las pateras juegan a la desinformación con las familias. Los muertos no convienen al negocio y menos aún las pateras que desaparecen en el océano.
Puede que sea el caso que está viviendo Omar Sokhona, un mauritano que llegó en patera a Fuerteventura en 2006. Desde hace años reside en Francia y ahora busca a su hermano Saliya y su primo Fodie, dos veinteañeros de los que solo sabe que se subieron a un cayuco en Nuadibú con 52 personas más el 7 de septiembre. Lleva semanas telefoneando al pasador que los embarcó y siempre obtiene la misma respuesta: un cayuco con 54 personas llegó a Gran Canaria el 10 de septiembre, será el de su hermano.
A Omar le consta que un cayuco no tarda tres días desde Nuadibú a Gran Canaria, sino bastantes más. “Son otros motores”, se excusó el traficante. “¿Y por que no ha llamado nadie?”, insistió. “Estarán detenidos, con la Covid ahora pasan muchos días en los campamentos”, se defendió. Ahora, ya ni responde a sus mensajes. No se atreve a dar por muerto a su hermano sin que al menos alguien le confirme en España que no está entre los 21.500 que han llegado a Canarias. Su familia en Valencia sí ha optado por denunciar la desaparición ante la policía.
Los Sokhoma se enteraron de que Saliya y Fodie habían intentado “el viaje” a posteriori, porque ninguno contó nada. Es común, aclara Teodoro Bondjale, secretario de la Federación de Asociaciones Africanas de Canarias (FAAC): la mayoría de los jóvenes que ahora se suben al cayuco no comparten sus planes con su familia, porque saben que se lo impedirían o intentarían disuadirlos.
Bondjale está asustado con las dimensiones que está cobrando el problema. Lo nota por el volumen de llamadas que reciben en la FAAC preguntando por chicos desaparecidos, la mayoría hechas por familiares en África, pero también por parientes en Europa o Estados Unidos. En una de las últimas que atendió, no se atrevió a decir a una mujer senegalesa residente en Massachussets que buscaba a su hermano lo evidente, “que muchas pateras se hunden, desaparecen en el Atlántico. No quise desesperarla más”, se excusa.
En el Cementerio de Agüimes, una pequeña oración enmarcada, un rosario y unas flores que los parroquianos van renovando de cuando en cuando ofrecen algo de dignidad a los nichos 3.325 a 3.339, tapiados solo con ladrillos y cal, sin ningún signo ni sigla que identifique a sus ocupantes, de los que poco se sabe.
Solo que allí yacen quince jóvenes subsaharianos a los que encontraron en un cayuco a la deriva a 160 kilómetros de las islas el 19 de agosto, cuando llevaban más de una semana muertos y estaban reducidos a poco más que piel y huesos. Posiblemente eran los últimos de una lista de ocupantes aún mayor. Los enterraron casi en solitario el 26 de septiembre, solo estaban con ellos Teodoro Bondjale, el diputado Luc André Diouf (expresidente de la FAAC), el sepulturero y el párroco del pueblo, Miguel Lantigua, que rezó por sus almas, consciente de que lo más seguro era que no compartieran su fe.
La directora del Instituto de Medicina Legal de Las Palmas, la forense María José Meilán, sabe cómo fallecieron: de hambre y sed tras muchos días perdidos en el océano. Estuvo en las autopsias y no se le olvidan. “Fue terrible. Eran un manojo de huesos. Impresionaba ver cadáveres que pesaban 30 o 40 kilos. Eso da una idea del tiempo que pasaron sin comer ni beber, a la deriva, y de los días que llevaban fallecidos. Hablamos de chicos fuertes, que por su estatura y complexión pesarían 70 u 80 kilos, mínimo”, apunta.
El Instituto de Medicina Legal de Las Palmas conserva muestras de ADN de un centenar de inmigrantes muertos en esta zona de Canarias desde 2008 que están pendientes de identificar, 34 solo de este año. Desde enero, lo hace siguiendo un protocolo que comparte con Cruz Roja Internacional: Cada muestra de ADN tiene asociadas además datos físicos del difunto, el lugar donde fue hallado, los detalles de su patera, fotos de su rostro y de cualquier detalle del cuerpo que pueda ser identificativo (como un tatuaje) y hasta una ficha dental.
La idea, explica Meilán, es que Cruz Roja recoja peticiones en África de familias que tengan la sospecha de que un pariente suyo puede estar enterrado en Canarias, para hacer una comparación genética. El sistema solo está empezando.
La Universidad John Moore de Liverpool trabaja en un proyecto complementario: la reconstrucción forense de los rostros de los inmigrantes a partir de fotos de sus cadáveres o incluso del escaneo de su cráneo.
Quizás esa técnica podría devolver un atisbo de identidad a los 39 inmigrantes que Valentín Afonso enterró en Mogán entre 2006 y 2009 sin más identificación que un número. Hoy descansan en cajitas individuales numeradas en la fosa común, con la esperanza de que alguien algún día los reclame.