17 de febrero de 2021

"El reloj de Clío" de González Déniz. Un espejo (brillante) para novelistas (4 de 4)

 Miércoles, 17 de febrero.

Victoriano Santana*

Apunte 6. Sobre el espacio
El espacio dentro de El reloj de Clío queda circunscrito al binomio que representan la isla y la no-isla: por un lado, la isla como espacio de identidad y punto de referencia donde Teseo va a desarrollar la novela; y, por el otro, lo que se sitúa en el lugar opuesto: «Tenía idea de que su isla quedaba muy lejos, aunque se decía que eran las demás tierras las que se encontraban distantes, un mecanismo de defensa legítimo» [39].
La asunción de la isla en la cosmovisión del protagonista, envuelto en sus contradicciones particulares, conduce a los narradores a dar cuenta de los elementos paradójicos que conlleva formar parte de ese minúsculo espacio geográfico rodeado de la inmensidad oceánica, de ese algo en medio del todo que viene a ser equivalente al propósito de componer una novela. Halifax, el segundo narrador, apelará a la contradicción entre el carácter paradisíaco de las islas y la hambruna que padecen sus habitantes, como la mujer y el hijo de Cecilio el Albañil [72]. Es posible que esto se deba a que la ciudad principal de la isla, Las Palmas de Gran Canaria, nació a partir de un hecho violento:
«Allá por el siglo quince, cuando dejó de ser bosque de palmeras inhabitado y pasó a ser llamado con un nombre parecido al de ahora por una cédula de Isabel de Castilla, una población construida sobre el primer atentado ecológico de la isla, que arrasó con un palmeral» [86].
La violencia, en el fondo, es una marca isleña. Esto parece decirnos el novelista cuando actualiza el proyecto editorial protagonizado por Teseo Primus situándolo en la Francia de Napoleón III, donde ahora será Paul-Teseo:
«Menos mal que Paul venía del esplendor parisino del Segundo Imperio, donde las relajadas costumbres francesas no llegaban nunca a la rigidez de las vedettas de Córcega. Pero, claro, al situar la novela en la isla, era de rigor que alguna sangre fuese vertida» [223].
Consustancial a la isla es el mar, que no se libra de formar parte del universo donde pugnan las contrariedades con las que perciben el espacio los narradores.
«Teseo, como la mayoría de los isleños, vive de espaldas al mar. Es raro, pero los que habitan una isla, mucho más si han nacido en ella, profesan hacia el mar un extraño sentimiento, mezcla de odio y respeto. Lo toman como cárcel e interminable desierto por el que ansían y temen perderse» [130]
El vínculo entre isla y mar es profundo y está ligado a la condición de maníaco depresivo que Arcadia le espeta a Teseo en el “Rubaiyat nueve”, narrado por Omar Ketala [236]. Más adelante, al hilo de la actitud que manifiesta el protagonista ante su labor literaria, Nanda le dirá:
«Conozco a otros escritores y son seres normales, que escriben con la misma naturalidad que duermen. Tú, en cambio haces un drama de cada escena de tus novelas, vives un mundo irreal. Casi podrías empadronarte en las ciudades que inventas» [285].
La inestabilidad mental tiene un asidero en la concepción de movilidad del terreno, en esa imagen de flotar a la deriva que apunta el protagonista cuando viaja a Madrid con Laura, su mujer, al poco de perder al hijo que esperaban:
«Fue mi primer contacto con la capital de España, con la Península y con Europa. Hasta entonces la única tierra firme que había pisado era África. Las islas no lo son, navegan y navegan a la deriva, empujadas por los vientos que desde todas partes soplan» [217].
En el lado contrario del binomio está la no-isla, que en la novela corresponde a lugares como el Sahara Occidental, Madrid o París. La oposición que representan estos espacios continentales queda expuesta, entre otros pasajes de la obra, en la carta que Alma Padilla le escribe a Teseo informándole de que será madre: «¿Sabes?, me alegra que mi hijo nazca en el continente, lejos de los provincianismos que nos devoran en una isla como la nuestra» [282]. Teseo, nos dirá Indio de Avellaneda, «compartía con ella la idea de que la isla mata lentamente. El mundo insular es campo abonado para las insidias y las traiciones» [283]. Estos sustantivos se unen a la idea de la violencia isleña para acrecentar el lado más negativo del espacio.
La estancia en el Sahara Occidental marcó a nuestro protagonista hasta el punto de componer una novela inspirada en las vivencias que tuvo en la por entonces colonia española: Arena caliente. Del desierto dirá: «El Sahara es muy grande, y para un isleño, doble» [179]. La magnitud percibida lo empequeñece y lo acobarda, prefiere lo tangible, lo que puede controlar, lo próximo: «Prefería la paz monótona y aburrida de una ciudad insular y lejana de todo a la terrible y entretenida aventura de la guerra» [193], sobre la que apuntará una abrumadora reflexión:
«Después las bajas son números en las gacetillas de los periódicos. Viene a ser como el casillero de un marcador de estadio: Sporting 3 – Rácing 2. Ya cada número fue antes baja, y muerto, y ser humano lleno de ilusiones y proyectos que nunca se verán realizados por causa de un juego estúpido y suicida, un juego del que ni los ganadores sacan ventaja alguna» (211).
Con sus contradicciones, manías y depresiones a cuestas, Teseo escoge el espacio insular porque, entre otras razones, lo ha amoldado a sus pretensiones novelescas. Sirva como ejemplo lo señalado sobre Córcega y el desencanto, por decirlo de algún modo, que sintió cuando conoció París. En la capital francesa, Teseo descubrió que, por un lado, está la ciudad recreada gracias a terceras personas, la de los libros (Los miserables de Víctor Hugo, por ejemplo) y, por el otro, la ciudad real, la que se experimenta y que lleva a la conclusión de que es «como todas y acaso como ninguna. A veces ni es París. Sí, es una ciudad más: metro, ruido, humo, autocares, personas en tejanos o en corbata. París» [250]. La literatura, nos viene a decir González Déniz, altera los espacios y los adapta a la voluntad creativa de los autores e interpretativa de los lectores. Solo al gran arquitecto le compete decidir cómo será esa geografía que plasmará en los mapas de párrafos y enunciados que encerrará en las páginas de sus laberintos particulares.
Apunte 7. Sobre máximas del maestro
Como le ocurriera a Cervantes con el Quijote, que se compuso y publicó cuando el alcalaíno ya andaba próximo a su sexta década, el extraordinario ejercicio literario que representa El reloj de Clío demuestra que estamos ante una novela escrita por los años, feliz expresión que aparece en la página 243. Cuanto se haya trabajado y vivido con intensidad dará experiencias y permitirá afinar la capacidad de observación, facilitará la selección de aquello que importa y librará de la mala conciencia toda eliminación de lo que sobra.
«La creación literaria es una combinación de elementos que a menudo se desechan por considerarlos innecesarios. No basta con tener imaginación, también se precisa de una técnica narrativa, una sólida cultura y un oficio de escritor. Tal equipaje solo se consigue después de muchos años y muchas papeleras repletas de folios inconclusos o imperfetos a la vista del escritor» [221].
A continuación, expondré algunas máximas que se dispersan en la joya regalada y que caben ser apreciadas como una suerte de perlas de sabiduría que merecen ser recibidas con la apacible voluntad con la que fueron compuestas y son compartidas por nuestro autor. El alcance que se dé a la interpretación de estos mensajes queda a expensas del lector. Quien con aspiraciones literatas opte por situarse ante estas observaciones de un modo superficial, como si no fueran con él, perderá el acceso a muchas de las claves que configuran el perfil del buen novelista y, por extensión, del buen escritor que de manera tan generosa nos ofrece González Déniz en este ejemplar espejo poético donde mirarse. Veamos:
—Sobre la búsqueda de la fama: hay en los que se inician una incuestionable honestidad a la hora de reconocer que buscan la gloria. Se nota, se percibe con claridad este propósito. A medida que avanzan en el oficio, el deseo no periclita, pero sí la voluntad de exponerlo. [31].
—Sobre el éxito de una creación literaria. Kress O’Neill, uno de los narradores, afirma: «Escribir una mala novela es tan duro como redactar una obra maestra. El trabajo siempre es el mismo, los resultados no dependen de ti» [112]. Omar Ketala afirma:
«Escribir novelas no es prepararse para las olimpiadas. No se trata de ganar este o aquel certamen. No; escribir una novela es buscar la forma de contar las cosas desde tu atalaya, distinta a la de los demás hombres. El alcance de la obra se escapa al autor» [252].
Por eso es necesario que los novelistas tengan muy bien afinada esa secreta vocación de psicólogos, tal y como señala este mismo narrador en el “Rubaiyat doce” [243].
—Sobre la dificultad de ser originales, «solo queda, pues, la posibilidad legítima de escribir bien» [20], nos dice Corentio; lo que aprenderá con el tiempo el Teseo fanático de la gramática seria que aparece en el apartado “Destrucción de la intimidad”, quien, como articulista, llegará a declarar que «las reglas hay que conocerlas para luego saltárselas si ese es el gusto del autor» [279].
Omar Ketala es más contundente a la hora de plantear el acceso a la originalidad que singulariza el producto literario:
«Todos los novelistas lo pretenden cuando escriben sus obras. Si alguno lo consigue es más bien fruto de la casualidad. Acertar es buena suerte. La mayor parte de las veces no basta con trabajar unas horas de más o de menos, ni de realizar siete o veinte correcciones. Todos los novelistas desafían a la fortuna, que la venzan ya es cosa muy distinta» [252].
Completa esta dependencia del azar su afirmación ya señalada sobre la imposibilidad del autor para determinar el alcance de su obra. Quizás esto condicione la reiteración con la que se vuelven sobre los mismos motivos, temas, estilos… Quién sabe si repitiéndolos alguien termina por captar que existen y los valoran como una singularidad meritoria: «los novelistas escriben siempre la misma novela» [44], apunta Corentio.
—Sobre la soledad del creador, dirá Omar Ketala: «Cierto escritor dijo que la literatura es un largo camino hacia la soledad. Yo creo que es al revés, viene de la soledad, al menos la literatura que hace Teseo Yedra […] Lo más seguro es que la literatura nace y muere en soledad» [257].
—Sobre el divismo, se lee en la séptima y última búsqueda lo siguiente: «Teseo Yedra se veía culpable en el espejo de sí mismo; lo era porque así se sentía y porque obraba y movía a sus personajes desde su atalaya de semidios-novelista. Podía invocar en sus novelas a la muerte real, pero carecía del don de controlar la realidad y ordenar resurrecciones. Y es que, Teseo, un novelista, es apenas y sobre todo un hombre. Nada más» [275].
Insisto en el valor de esa singularidad de la condición humana (un hombre, solo un hombre), pues la sitúo en el necesario punto donde la humildad y, sobre todo, la conciencia de que nada de lo humano le es ajeno tienen que hacer acopio entre las virtudes del literato.
—Sobre la literatura como ejercicio mercantil. Salomé le espetará al hilo de la dignidad profesional: «Cada uno vende o alquila lo que tiene: tú engañas a la gente con amasijos de palabras; nosotras, las putas, cobramos, pero damos al menos unos minutos de placer» [292].
—Sobre la función del arte: «El arte verdadero no es práctico […] La literatura sirve para que alguien llegue un día a la conclusión de que por lo menos ayudó a quienes la hicieron a sobrellevar mejor su existencia. Nada más» [48], dirá Corentio. En este sentido, la poesía es un purgante, una suerte de Bálsamo de Fierabrás que contribuye a crear la sensación momentánea de alivio de las inquietudes. Por eso, ante el blanco del folio, ante el vacío de ideas, todo se vuelve perturbador:
«¿Cómo iba a contarle que la mayor de mis neurosis literarias era precisamente la de no tener novela entre manos? Teseo Yedra era entonces un jinete sin caballo. Me había quedado solo» [220].
—Sobre la insatisfacción. La búsqueda del éxito, su dependencia del azar, las inestabilidades emocionales y mentales, las dudas… todo conduce a replantear el sentido de lo que conlleva asumir la literatura como modo de vida a tenor de la infelicidad en la que se ven sometidos los autores. Corentio le dice al protagonista afirma:
«Eres un hombre culto, capaz de mencionar ahora mismo cien personajes de ficción que la mayoría de los presentes desconoce. Pero, anda, dime: ¿de qué te sirve si ellos se sienten mejor que tú? ¿De qué te sirve si los supuestos ignorantes que te rodean están mucho más cerca de la linde de la felicidad? A lo mejor la felicidad no tiene relación con el grado de cultura; puede que ellos sean felices o infelices en su ignorancia como tú en tu torre de marfil» [50].
Un final. Sobre los destinatarios
Vuelvo al punto de partida, a lo que ya expuse cuando enumeré los colectivos que deben haber sentido ese «Yo estoy aquí» de González Déniz y que, en el conocido esquema de la comunicación, pertenecen al grupo de los receptores. Señalé en mi lista a curiosos por saber de qué va eso de las “buenas letras” y a editores acompañados por mecenas y mercenarios, dos colectivos que disfrutarán de la novela desde dos perspectivas diferentes: el primero tendrá la respuesta que busca, pues El reloj de Clío es una novela con el armazón de los clásicos, un quehacer que, por méritos propios, ha venido para formar parte de nuestro patrimonio literario hispánico. El segundo hallará en la obra una guía de referencia que le ayudará a considerar las calidades que han de atesorar los futuros originales que reciban para que puedan publicarse.
Di cuenta también de docentes e investigadores que tienen o deberían tener clara la misión de separar el grano de la paja para alimentar de manera sana el conocimiento que les toca transmitir, ampliar y proteger. Pienso fundamentalmente en los que pertenecen a instituciones de enseñanza superiores, quienes, supongo, asumirán la realización y dirección de trabajos académicos sobre esta obra y, por extensión, sobre el resto de la producción de nuestro autor.
Mencioné a otros colegas de empresas literarias ya consagrados, felices por ver cómo su vecino ha embellecido el barrio que comparten o profundamente irritados por constatar su incapacidad para cultivar algo tan elevado como El reloj de Clío; y hablé de quienes aspiran a formar parte de este vecindario, entre los que están muchos que pronto se mudarán aquí y un buen número de aspirantes que, por fortuna, jamás tendrán un lugar, a pesar de que, con ridiculez y vanidad, se llamen a sí mismos escritores. Ojalá esta novela les muestre y demuestre, por un lado, que el oficio está muy por encima de ese interés desmedido que tienen por posar como celebridades literarias antes que por leer (insisto: leer, leer, leer), aprender y mejorar; por el otro, que el arte poético va por raíles diferentes a su devoción por la mercadotecnia y su adicción a los “likes” y los pulgares enhiestos; y, por último, que no se es escritor por agrupar folios con grafemas, ni por actuar como una plaga bíblica inundando librerías y atascando imprentas.
Y me ocupé en mi relación de gratamente impactados de los muchos lectores leales que no le faltan a González Déniz (aquí entro yo) junto con los que podrían llegar a serlo si tuvieran a bien conocerle y no distraerse con juntaletras.
No perdamos el tiempo con las cáscaras: breve es la vida, escasos los huecos para leer y muy extenso el catálogo de lecturas pendientes que merecen la pena. Comamos el fruto, regalémonos la ambrosía y disfrutemos de la fortuna que supone podernos quedar siempre con las margaritas…
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.