Miércoles, 24 de febrero.
Victoriano Santana*
Pocos sonidos son tan estridentes para un bibliófilo como la llamada de los libros que yacen o moran en los anaqueles de las bibliotecas; en las baldas de esas ciudades eternas donde sólo unos pocos vecinos logran ser hijos predilectos; en los estantes de esas urbes interminables pobladas de seres anónimos que reclaman una parcela de tiempo y memoria en el jardín de cualquier lector; en suma, en esos espacios mágicos que tan pronto son zocos como son cementerios. De ese sonido, nace el desconcierto; y de él, la angustiosa constatación de cómo no hay tiempo suficiente en mil vidas para hablar con los que yacen o moran, pedirles que nos cuenten aquello que es su razón de ser, y preguntarles por el enigma de su existencia: por qué están, por qué son como son o por qué nadie les oye. Esa es la tragedia de la lectura: la insatisfacción para dar respuesta a las llamadas.
¿Qué mueve a una persona a tomar los aparejos de la escritura y comenzar a edificar la gran muralla de palabras untadas con el cemento de los espacios en blanco? Supongo que una respuesta o una tentativa de ella debería formar parte del patrimonio de mis certezas, pero reconozco que dudo de la existencia de una y de la posibilidad de la otra. De existir alguna de las dos, confieso mis sospechas sobre la validez de mis conclusiones; de ser válidas estas, declaro mi convencimiento sobre la imposibilidad de que puedan ser extrapolables.
Intuyo que esta incertidumbre se deberá al efecto de singularidad que subyace en todo proceso creativo; un efecto que, quizás, al final, con los años, el silencio y el olvido, será el que termine transformándose en ese sonido tan estridente ya apuntado. Al fin y al cabo, cada uno es dueño de su entendimiento, sus obras y sus temores; y cada uno debe responder siempre por ellos, aunque pasen los siglos, aunque duren las inadvertencias, aunque la penumbra del conocimiento permanezca… Aunque al sonido destemplado le siga la inacción, cada uno es dueño de seguir reclamando las atenciones que su inmortalidad se merece.
¿Por qué una persona llega a invertir un tiempo que no recuperará jamás en la composición de un texto que, como ocurre en la mayoría de los casos, terminará yaciendo en cualquier repisa o en cualquier cajón de sabe Dios qué lugar, si no termina sus días en el fuego o en la basura? Por decir algo, apuntaría a que es el deseo íntimo y consciente de manifestar una presencia entre nosotros lo que le lleva a envolverse en el celofán de la idea impresa o revestirse con los ropajes de un mundo posible (falso, por supuesto, pero posible). Sólo así sería capaz de conducir mi pensamiento hacia quienes han suplido su anonimato o desconocimiento con la evidencia de su paso por la cinta de la vida a través de esos corpúsculos con los que se consagran las ceremonias de la bibliofilia.
Frente al ruidoso temor de lo efímero que subyace en la conciencia demiúrgica, surge el ímpetu benefactor del feligrés por atender a todas y cada una de las llamadas pavorosas de la que es consciente. He aquí todo un acto de fe que terminará desbordándole hasta anidar en él la evidencia de su incapacidad cuando compruebe que no hay tiempo suficiente en mil existencias para satisfacer las demandas de tiempo y parcela en la memoria que le reclaman. Esta es, en suma, la tragedia de la lectura; una gran tragedia, sin duda.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.