10 de marzo de 2021

Colaboración: Los descarrilados y las calidades literarias

 Miércoles, 10 de marzo.                                                                                           

Victoriano Santana*

Al hilo de ciertas lecturas que me ocupan en este momento y de una “Infame esclavitud” que suena con frecuencia cuando la inspiración inunda mi conciencia, he recordado una de las tantas conversadas mantenidas con mi admirado Enrique Mateu en torno al prestigio y la fama. Como músico, compositor y fundador de Artenara, un proyecto multidisciplinar cuyas magníficas aportaciones a la cultura y el arte de Canarias son incuestionables, pocos como él para mostrar el alcance de un término y de otro. Tarareaba la pieza mientras colocaba en la biblioteca algunos títulos recién llegados a casa. Ubicados según mi criterio, menos exigente de lo que debería ser, constaté el humilde vecindario de textos del que soy alcalde y me fijé en la presencia de algunos que gozaron de un gran éxito comercial y de una relevante popularidad, aunque no del aprecio académico, sin que ello conduzca a la consideración de que los contemplados son infumables o que carecen de un mínimo fundamento poético.
Pensé en cómo, desde el punto de vista de la denominada “estética de la recepción”, estos productos tienen mucha importancia, pues informan sobre la actitud de los lectores ante los textos, qué esperan de ellos, cómo fragua en su ánimo la apetencia por unos y apatía por otros, etc. ¿Por qué hay títulos que consiguen concitar el interés de miles de lectores y, en cambio, son recibidos con bastante desdén por parte de los especialistas? ¿Qué moviliza a miles de consumidores a adquirir un producto literario que causa una atroz indiferencia en quienes han hecho del estudio poético su principal quehacer? ¿Qué porcentaje de compradores son insensibles ante las virtudes que atesoran los clásicos? ¿Cuántos son incapaces de captar las bondades de un texto prestigioso? ¿En qué medida influyen en estas decisiones de consumo parámetros mercantiles como el grosor, el tamaño, la presentación externa (cubierta) e interna, etc.? ¿Es posible conseguir que una pésima obra literaria sometida a una campaña publicitaria y mercantil sin parangón se convierta en un “best seller”? Pienso en algo que nos produzca alipori. No doy nombres. No procede ahora.
Claro ha de quedar que solo pregunto, no opino; simplemente lanzo las interrogaciones porque entiendo que es razonable considerar la existencia de textos que se quedan de alguna manera al margen de los currículos escolares a pesar de su aceptable calidad literaria (abrumadora en muchos casos). Creo que merecen estas publicaciones algún tipo de atención porque, en el gran esquema de la comunicación literaria, fijan una posición de los destinatarios que conviene no descuidar. El Quijote, por ejemplo, fue un libro popular y comercial a principios del siglo XVII, y no fue objeto de estudio ni de interés académico hasta mucho después; en otros términos, comenzó con la fama y ella lo condujo al prestigio; más tarde alcanzó la categoría de clásico. ¿Alguno de los que ahora, en casa, no pasan de mi consideración de libro famoso puede llegar a escalar posiciones en el orbe de las adhesiones académicas y terminar convirtiéndose en una obra de referencia indiscutible para los lectores del idioma en el que fue compuesto? Y aquí fue donde las enseñanzas del amigo Mateu hicieron acto de presencia.
En un folio tracé un segmento. En el extremo izquierdo situé a los clásicos; a continuación, los prestigiosos y, por último, los famosos. Luego traté de dar sentido a cada sustantivo y a estas conclusiones llegué: los prestigiosos logran encerrar un contenido que transforma nuestra cosmovisión, de ahí que superen cuantas barreras se les presenten (temporales, lingüísticas, culturales, etc.); los otros, los famosos, se caracterizan por estar muy bien escritos y por lograr, como ficción, que el lector se entretenga con un producto cultural grato para el intelecto. Las obras clásicas, las que son reconocidas bajo este lustroso epíteto, vienen a ser aquellas que aúnan el prestigio con la fama a lo largo de un periodo largo de tiempo. En palabras del célebre Ítalo Calvino: «Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado». La academia los estudia y, si tiene tiempo y ganas, hace lo propio con los prestigiosos, pero suele desatender los famosos, a pesar de que, a día de hoy, son los que contribuyen de manera más que notable a los porcentajes positivos de lectura en nuestro país. Nos guste o no, estos títulos nutren los variados índices que se ocupan de valorar cuánto se lee, de ahí que no convenga marginarlos (cuando tienen calidad) para no perder de vista la principal razón de la existencia de los textos literarios: el que sean leídos y disfrutados. El análisis y estudio de las obras son actividades que no forman parte de la voluntad compositiva de los autores; o, en principio, no deberían… «El ego humano es difícil de cuantificar», anoté en algún lugar del papel.
Mas luego caí en la cuenta de que el segmento era insuficiente, pues no contemplaba la existencia de autores que firman obras que, sin merecerlo, quedan al margen de las vías por donde transita el tren académico (entiéndase congresos, revistas especializadas, monografías, TFG, tesis doctorales…). ¿Por qué? Quizás por herméticos criterios heredados de la tradición universitaria y no cuestionados en ocasiones por comodidad, indolencia…; o por la adopción de posiciones más emocionales que racionales (ojerizas, venganzas, veleidades, acomplejamientos, afectos desordenados…); o por mala suerte y/o desacertadas decisiones relacionadas con la editorial escogida, el editor admitido, la difusión, la disposición personal, las circunstancias externas (una pandemia, verbigracia), etc.
¡Cómo no tener en cuenta este colectivo sobre el que, a modo de gran ejemplo, largo y tendido puede hablar la literatura hecha en Canarias! Los anaqueles desde donde piden ser leídas las letras de nuestra tierra están repletos de textos y autores que se han ganado el derecho a estar en los vagones que circulan por esas vías que llevan hasta donde se conservan los tesoros del patrimonio que nos identifica. Tienen cuanto se espera que tengan los textos poéticos que nuestros discentes y, por extensión, los ciudadanos con intereses culturales deberían asimilar como bagaje para engrandecer su cosmovisión e intelecto, pero se les niega la difusión con el silencio y la reducción a los ámbitos en los que unos pocos libamos. En mi línea, situé en el extremo derecho a los que reconocí como “los descarrilados”.
La batalla de las letras, la gran cruzada de la literatura, y más en estos tiempos, se ha dirimir principalmente entre los textos buenos y los malos. En esta época donde es muy factible el acceso a la multiplicación y difusión de los escritos, el enemigo está representado por aquellos que carecen de calidad y que, con su capacidad para acaparar compradores (que no lectores sensu stricto), ensombrecen a los descarrilados, los verdaderos damnificados de esta situación, pues son los que, de manera injusta, se ven abandonados por quienes podrían hacer mucho por ellos. Representan el eslabón más débil de la creación literaria porque el legado que nos dejan, su memorable quehacer, se expone al más atroz de los olvidos.
Cuando el adversario esté cercado y arrinconado, tocará pensar en cómo distribuir el prestigio y la fama entre los que deben gozar de todos los parabienes por parte de los lectores y especialistas; y, de paso, determinar quiénes han de colocarse donde habitan los clásicos. Lo justo sería que los descarrilados no existieran y que pudieran gozar del beneficio que ha de reportarles el haber compuesto algo meritorio, bien porque se ha conseguido llegar a muchos concediéndoles la placidez de una lectura enriquecedora, bien porque ha sido posible recibir los parabienes de los entendidos en la materia, quienes contribuirán a su difusión y conocimiento; o bien porque se han logrado ambos objetivos. Y como la justicia es hermana de la verdad y esta, a su vez, madre de la ciencia, labor de los que académicos es atender al cribado que determine el listado de los que deben ir y quedarse en el infierno y quiénes han de salir ya del Purgatorio para gozar de las excelencias divinas; en términos ferroviarios: qué mercancía del vagón descarriado hay que traspasar a los de la fama y el prestigio, y cuál habrá que dejar abandonada a la intemperie.
Esta necesaria y saludable labor solo se puede realizar con una sola respuesta, la que corresponde a la gran pregunta que dirime quién se sitúa a un lado u otro de la frontera: ¿Qué debe tener una obra literaria para que se le reconozca que tiene calidad? Sabemos que no es un problema de índole gramatical. Un texto pulcro en su redacción no presupone su calidad literaria. ¿Es un problema de recursos estilísticos? Tampoco. La pulcritud lingüística y el uso abundante de figuras no nos conducen inevitablemente a un escrito con cualidades poéticas. ¿Es…? El planteamiento se complica y las respuestas se espesan en múltiples consideraciones. Simplifiquemos: quizás no sepamos con la deseable precisión qué características debe cumplir una obra para tener calidad; pero no dudamos en sentenciar, tan pronto como nos tropezamos con ella, cuál no la tiene.
Sigamos esta senda y pensemos en cómo las ferias de libros y las librerías están repletas de objetos que no pasarían ni el más mínimo control cualitativo de la más humilde y pobre editorial que hubiera a pesar de que se muestran como si fueran una quintaesencia poética. Aquí entra la efectividad de la mercadotecnia, que está consiguiendo asentar en la conciencia colectiva la equivalencia del valor literario en función de los “likes” que reciben los autores en sus redes sociales. ¿Sustituimos los dedos enhiestos por reseñas favorables firmadas por especialistas que han hecho uso de muchas lecturas y análisis para componerlas? Es una obviedad lo que voy a afirmar, lo reconozco, pero conviene no olvidar que todo lo que se publica no tiene calidad por el mero hecho de ver la luz. No hace falta ser un avezado crítico ni un lector experimentado para determinar que hay folios cosidos o pegados por un lado que nos conducen a un largo y prolongado «¿Cómo ha sido posible que esto se publique?».
Mas el que surjan objetos de esta naturaleza en un ámbito mercantil no debe preocuparnos si los ubicamos donde corresponden: en la sección de accesorios de decoración. Muchas personas viven gracias al empaquetado de hojas llenas de grafemas que simulan ser libros; y cumplen así con una función tan válida como la de quienes realizan figuras, centros de mesa o plantas de plástico para crear ambiente. El problema viene cuando se invierten tiempo y energías en estas manufacturas vendiéndolas como productos literarios, despistando y confundiendo a los potenciales lectores, sobre todo a los que se sitúan en el cupo de los tasados: poco tiempo, poco conocimiento, poco hábito; y abusando de la paciencia de los avezados, que ven cómo sus catálogos librescos de referencia se llenan de títulos prescindibles. En muchas ocasiones, una “infame esclavitud” es cumplir con el deber de estar al día de novedades y contemplar, en los libros publicados en soporte papel, el arboricidio que hay detrás de cuanto contemplamos.
Precisamos de rastreadores y cribadores literarios. Necesitamos que, en aras de la consecución de la deseada respuesta, los ámbitos académicos y comunicativos trabajen en equipo para rescatar a los descarrilados y darles la misma oportunidad que dan a los famosos, prestigiosos y clásicos. Es primordial que los responsables políticos entiendan que su labor no es otra que la de facilitar la igualdad de ocasiones y la defensa de la justicia: dar a cada uno lo que le corresponda. Pienso en nuestra tierra y observo que hay una excelente Academia Canaria de la Lengua, compuesta por magníficos especialistas, que requiere de muchos apoyos financieros y logísticos para cumplir con esta ya identificada como necesaria y saludable labor. No puede ni debe ser una institución de adorno para que algunos gubernativos se cuelguen medallas puntuales por sufragios esporádicos. Y junto a la academia, las facultades de letras de nuestras universidades; y cerca de estos centros, las mismas editoriales, cuya lucha titánica por la supervivencia les sitúa en ocasiones en dilemas que no deberían darse cuando hablamos de calidad y de aportación al patrimonio literario de nuestra lengua.
Aunque más prosaica y dolorosa, una “infame esclavitud” es ver y comprobar cómo una y otra vez se quedan en el camino muchas excelentes obras por culpa de la comodidad, la indolencia, la sumisión a pecados capitales como la envidia o la soberbia… de muchos que, desde sus destacadas posiciones, no deberían hacer caso omiso a la obligación que tienen de informarnos sobre la existencia de los descarrilados. Esto, por un lado; por el otro, por simple mala suerte. No podemos salvarlos a todos, es cierto, pues la cantidad excede con creces las posibilidades de atenderlos, pero no estaría de más tratar de recuperar a unos cuantos más, esforzarnos por saber qué se está publicando, sobre todo si viene de la mano de autores desconocidos; y si merece o no la pena que nos esforcemos por que no se quede en una vía muerta aquello que debería estar circulando en las manos de agradecidos lectores, sean de la época y condición que sean.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.