9 de marzo de 2022

Colaboración: Para leer en la gran orilla de Ricardo Blanco

 Miércoles, 9 de marzo.                                                                                            

Victoriano Santana*

¿Qué hace posible que, tras once títulos sujetos a un género literario lleno de clichés —como es el de detectives— y sobrecargado de afines de la más variada calaña entre los escritores, lectores, editores y libreros, el duodécimo, fiel a las características de sus predecesores, sea acogido con toda clase de parabienes y, leído como se debe —con detenimiento y degustando cada instante y cada matiz—, reciba el más entusiasta de los aplausos y el más conmovedor regocijo por parte de unos lectores que, en el fondo, visto el proceso con la perspectiva que da el conocer las anteriores obras y no ignorando cómo suelen desarrollarse este tipo de narraciones, ya intuyen antes de empezar la lectura cómo va a terminar? ¿Qué hace posible que, tras once novelas protagonizadas por el ahora sesentón y huesudo Ricardo Blanco, Para morir en la orilla se haya convertido en un memorable producto literario que cumple sobradamente con lo que demandamos a una obra de esta naturaleza: que nos entretenga, sí, pero que nos dé algo que permita diferenciarla del resto de las del género, que nos dé cuanto nos ha de llevar a singularizarla y a pensar que es, junto con los otros títulos de la serie, una de las más queridas y apreciadas joyas de nuestra biblioteca particular?
La clave se llama José Luis Correa, el autor, el genio que ha conseguido aquello que yo siempre reclamo de una obra literaria para que sea ese objeto codiciado por la intemporalidad: que el valor del “cómo” se ha escrito esté por encima, muy por encima, de ese “qué” utilizado para las sinopsis y para el desarrollo de la trama en su despliegue de acciones, personajes, diálogos y descripciones; un “qué” que, en cierta medida, no deja de ser una suerte de pretexto para la articulación de un embriagador discurso más atento a la especial conexión que se busca con el lector que al deseo de desplegar frente a él un conjunto de aventuras sin más. Es Correa el factor que subyace detrás de todos esos «¿qué hace posible que?» cuyas respuestas apelan a una circunstancia que, en ocasiones, pasa inadvertida y que, a mi juicio, es sumamente relevante para entender la valía del producto literario: el renovado placer de las relecturas.
Me explico: por lo general, en una novela adscrita al género negro o como quiera que se denomine esa categoría bibliográfica donde habitan criminales y justicieros, el principal acicate suele situarse en la evolución de los personajes y los acontecimientos con vistas a un fin ya determinado, que no es otro que el hallazgo de las respuestas que explican el delito cometido. Encontrar la solución cierra el problema y finiquita la lectura. Si el centro de atención del texto gira alrededor de los hechos y no de cómo se han contado los sucesos, la obra en cuestión no será releída porque ya se ha satisfecho el placer de saber quién fue, cómo lo hizo y por qué, entre otras interrogantes. Las historias “negras”, en el fondo, son siempre iguales porque el mundo del crimen no varía: alguien hace algo que alguien padece. Los motivos también son igualmente simples: personales (envidia, odio…) y/o materiales (lucro, poder…). Despejadas las incógnitas, la razón de ser de la lectura como proceso informativo-lúdico desaparece.
En cambio, cuando las obras pueden volverse a leer una y otra vez sin que decaiga ni un ápice el gusto por lo que se está leyendo —como ocurre con toda la serie de Ricardo Blanco—, considero un motivo endeble justificar la relectura en la historia, en la anécdota, en el suceso y sus consecuencias. Es ahí donde se abre paso el narrador, esa voz en off que nos va conduciendo a lo largo de las páginas y que selecciona para nosotros lo que hemos de saber y lo que no; y, sobre todo (esto es muy importante), cuándo se ha de conocer. Cuantos asesinatos se aborden en el conjunto de títulos adscritos al género negro no dejan de ser eso, homicidios, acciones que implican la pérdida de la vida de personajes, ya sean principales, ya secundarios; lo que diferencia a unas obras de otras se halla en el cómo se refieren esos crímenes. Téngase en cuenta, además, que la lógica nos conduce a presuponer que la agencia de detectives, para poder sobrevivir, debe realizar muchas actividades (como la confirmación de infidelidades) que no son luego objeto de exposición alguna. Nuestro narrador, de todos los casos que atiende, nos selecciona aquel que considera idóneo para compartir y decide, además, cuándo hacerlo, fijando a su criterio la distancia temporal que desea mantener entre su discurso y la finalización de los hechos.
Dado, pues, que es el detective quien nos habla, creo que ya puedo sintetizar la duodécima de nuestro autor afirmando que es ante todo un embelesador monólogo en el que toma la palabra el investigador para contarnos, de un modo desenfadado, cercano y cargado de puntuales divagaciones, exégesis, dichos y gracejos cómo una vez estuvo indagando sobre dos cadáveres que aparecieron en la playa, lo que le llevó a mantener un contacto estrecho con inmigrantes recién llegados del Senegal y encerrados en un CIE, con el personal de un burdel de Arguineguín, con individuos corrompidos y metidos en asuntos de drogas y de trata de seres humanos; y cómo se vio envuelto en el secuestro de una menor que, a mi juicio, es lo más destacado de todo el conjunto de acontecimientos que se han ido concatenando a lo largo de la historia porque en la comisión de este delito ha podido tener culpa el propio Ricardo Blanco.
Gracias al conocimiento que tiene el protagonista de cómo ha rehecho su vida en otro lugar un significativo personaje de la novela, podemos deducir que la separación entre los sucesos y su exposición para que sean conocidos por los lectores es relativamente larga. ¿Cuánto? No se sabe. ¿Importa? En realidad, no; como tampoco es relevante el que no sepamos nada sobre el tiempo histórico del relato, aunque la mención a los móviles y a las redes sociales nos permita presuponer que se trata del siglo XXI. En algún momento, desconocemos cuándo, el narrador ha tomado la palabra para hablarnos. Lo ha hecho del mismo modo que lleva casi dos décadas haciéndolo y, quizás sin proponérselo, convenciéndonos de que tiene mimbres para otras dos e igualarse con ello, año arriba, año abajo, a la longevidad de la colección dedicada al comisario Jules Maigret de George Simenon, al que tan aficionado es el inspector Gervasio Álvarez, o a la de Miss Marple de Agatha Christie; y se ha pertrechado para dirigirse a nosotros con esa eficaz y certera artillería retórica que le ha dado Correa, una munición que lo ha terminado por convertir en un personaje tan atractivo que es imposible no sentirnos familiarizarnos con él hasta el punto de que cada arribada suya al puerto de las librerías se represente en la conciencia lectora que nos ampara como el feliz regreso del silencio de uno de los nuestros.
Reconozco que me llenó de júbilo la aparición este año (¡por fin!) de la novela porque me había hecho a la idea de que tras las de 2019 (La noche…) y 2020 (Las dos…) vendría en 2021 la que nos ocupa ahora. Tenía presente la secuencia anual que representaron: Nuestra Señora… (2012), Blue Christmas (2013), El verano… (2014) y Mientras seamos… (2015), que se vio interrumpida por el islote El detective… (2017); y no tuve en cuenta el orden de las cuatro primeras: Quince días… (2003), Muerte en… (2004), Muerte de… (2006) y Un rastro… (2009). Dentro de un orbe ficcional y despreocupándome de las posibles y reales decisiones editoriales y comerciales, estaba justificado el que no estuviera paginado y activo Ricardo Blanco en plena época de confinamiento: como nosotros y cualquiera de los nuestros, me lo imaginé encerrado en su casa y contemplando, por una parte, quizás con creciente irritación y con la maquinaria de las sospechas funcionando al máximo, cómo se estaban enriqueciendo no pocos comisionados con los tejemanejes de las subvenciones a dedo para comprar material sanitario (mascarillas, por ejemplo); y, por la otra, masticando tachas y esperando el momento oportuno para ir detrás de los responsables políticos que, entre otras iniquidades, abandonaron a muchos ancianos en sus residencias para que el COVID-19 acabara con ellos.
Recrear al personaje en una situación como la que vivimos con la pandemia no deja de ser una consecuencia propia de cómo el producto forma parte de nuestro particular ámbito de referencias culturales. Lo que sentimos los lectores hacia él y, por extensión, hacia su mundo afectivo no es muy diferente de lo que el autor mismo siente. Así se lo vino a decir Correa a Yeray Rodríguez en el tercer número de la revista literaria de la Academia Canaria de la Lengua (2015):
«La literatura de saga lleva consigo una servidumbre. Personajes que te acompañan, en mi caso quince años ya. Que viven contigo, crecen contigo, evolucionan casi como tú mismo. Hasta ahora (estoy acabando la octava entrega) los veo más como cómplices […]».
Ricardo Blanco no es más que la composición que de él se hace y de ahí mi interés por averiguar qué lo convierte en un extraordinario personaje y qué hace que las obras que recogen sus actuaciones sean productos literarios excepcionales. La clave está en esa artillería retórica ya apuntada que procuraré mostrar a continuación.
En mis manos, pues, la novela. Quince capítulos y un epílogo. Un título: Para morir en la orilla. El enunciado, asociado a la inmigración y a los vasos comunicantes que mantiene con el tráfico de drogas y la trata de seres humanos, con todas las derivadas que conllevan: robo, extorsión, dolor, muerte…, ya ha aparecido en otras obras de la serie: Un rastro…, Nuestra Señora…, Mientras seamos… y La noche… ¿Por qué esta reiteración? Quizás porque es una expresión asociada a la mala fortuna de quienes se esfuerzan en un sueño para no conseguirlo al final. Todas las víctimas, de un modo u otro, siempre “mueren en la orilla”; y la razón de ser de un detective —y más si es como Blanco— vendría a ser la de esclarecer las causas de la tragedia con independencia de que lo contraten para ello o, como en este caso, lo haga motu proprio, por una cuestión de conciencia y de compromiso con el reconocimiento de la dignidad de los que han perdido su vida buscando un futuro mejor para su familia y para sí.
Hay dos dedicatorias. Me centro en la menos personal, la que nombra al gran Antonio Lozano, quien nos dejó en 2019 y que no solo enseñó al autor a mirar África, como se lee; sino que este magisterio lo extendió a todos cuantos nos acercamos a su obra y a su fecundo huerto intelectual. El que fuera reconocido como Hijo Adoptivo de Agüimes, además, nos legó un detective singular que no sé si calificarlo de padre del nuestro y del gran Eladio Monroy de Alexis Ravelo o, al menos, de hermano mayor: José García Gago, homónimo del compositor de la Suite de cámara (o Suite en La) de cuyo adagio era muy aficionado el protagonista de obras como, La sombra del minotauro, donde se aborda un tema que no es ajeno a este Para morir en la orilla que nos convoca: la existencia de mafias organizadas que explotan a jóvenes inmigrantes que luego prostituyen. El asunto, pues, es recurrente y en Canarias, como nos dice nuestro Ricardo Blanco, «es una herida que nunca deja de doler».
Acabada la novela, la influencia de Lozano se vivifica, se entiende el porqué de su mención al principio del volumen. Todo esto contrasta de algún modo con la estrofa que sirve de cita preliminar y que procede de la canción “Pequeña serenata diurna” del disco Días y flores (1975) de Silvio Rodríguez. Antes de empezar la obra, uno piensa que el tono positivo del tema es un guiño cómplice de Correa hacia quienes pueden deducir las razones de su aparición donde lo hace; mas al acabar, un poso de cierta ambigüedad se queda en el entendimiento; de ahí que apetezca preguntar, a modo de simple curiosidad: ¿quién «vive en un país libre», ama a «una mujer clara» que le corresponde y tiene unos cantos que, poco a poco, muele y rehace, como recita el cubano? ¿El autor? De acuerdo, es lo que toca pensar a tenor del lugar que ocupa la estrofa. ¿El propio Ricardo Blanco? Quizás. ¿Nos vale el epílogo de la novela para que sea posible la duda? Para mí, salvando las distancias y consciente del riesgo que asumo, sí, ¿por qué no?
Resueltas las primeras impresiones, quiero atender puntualmente al espacio; ese entorno donde las calles son, en el fondo, nuestras calles, las que bien reconocemos los lectores de Gran Canaria y las que asimilan como propias los foráneos. En las novelas de Ricardo Blanco (como en las de Monroy y García Gago, me atrevo a declarar), este parámetro trasciende sobremanera los márgenes que determina ese localismo que se centra en el paisaje y en la mera referencia situacional (por ejemplo, picotear papas arrugadas con mojo picón mientras se habla con un confidente, describir palmerales o dunas al tiempo que se sigue una pista…) para adentrarse, desde la noción del paisanaje y la idiosincrasia, en un discurso que se muestra mediatizado connotativamente por el entorno. Es quizás esto lo que ha podido permitir que los citados detectives hayan conseguido un lugar tan especial dentro del imaginario de los lectores de nuestra tierra. Y pongo un ejemplo de los muchos que se pueden ofrecer: en un determinado momento de la novela, el protagonista sujeta un riel y dice «me aferré a la barra como si fuese un quitamiedos del barranco de Silva, lo único que me separaba del abismo». En los grancanarios, esta referencia posee un significado particular que va más allá de lo que pueda mostrar Google Maps a cualquier lector que no sea de aquí.
Correa se lo dijo a Yeray Rodríguez: «la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria es un personaje más que tiene vida, se mueve, respira, sufre…»; y completó su observación vinculando el lugar con la lengua:
«Mis personajes (no solo de las novelas negras sino de todas mis novelas) no se entenderían sin esa ciudad, sin el ritmo que propicia, sin el acento que emana de ella. El acento es lo esencial. Siempre se ha dicho que la patria es la lengua. Para los que no tenemos lengua propia, es el acento el que marca la diferencia, a veces creo que incluso más que la lengua».
En la novela, habla de los niños que están en el CIE aludiendo al acento que perderán:
«Aquellos niños jamás conocerían su tierra. Crecerían ajenos a la cultura de sus abuelos. Perderían para siempre el acento. […] Cuando la lengua de uno es tan grande como un océano, el acento se convierte en alma. La lengua de los recién llegados, al igual que su patria, era arenosa».
El espacio crea la identidad; y el acento contribuye a fijarla favoreciendo esa cosmovisión que nos ubica y que nos sirve de referencia para situarnos en esos ámbitos culturales y sociales que consideramos propios y que, en el caso que nos ocupa, asimilamos en buena medida gracias a las relaciones que establecemos con nuestra manera de utilizar el idioma castellano, que en Ricardo Blanco, como señala Yeray Rodríguez en la referencia apuntada, es «desprejuiciado, natural y consciente del español de Canarias, sin que ello limite (más bien todo lo contrario) el significativo éxito que ambos han tenido más allá del contorno insular». Llegados a este punto, considero oportuno elogiar y agradecer el interés de Alba Editores por apoyar la publicación de textos que son fieles al reflejo del nivel coloquial de la modalidad lingüística del español de Canarias. Es importante constatar esta presencia en el panorama nacional porque sirve de espaldarazo a un dialecto que, por otro lado, tiene un hondísimo vínculo cultural con el español americano. Que editoriales como la citada, que es catalana, vuelvan sus ojos a autores que, benditos ellos, no han renunciado al castellano de su tierra —al contrario, lo potencian— es una prueba más que sobresaliente de que hay un cambio dentro del panorama que merece resaltarse, pues da cuenta fundamentalmente de que la calidad de una pieza literaria no es una cuestión que deba dirimirse en función de parámetros como el geográfico, por ejemplo.
De todo cuanto se podría hablar del narrador —que es en el fondo quien nos interesa de cara a la justificación de por qué nos gustan tanto las novelas de Ricardo Blanco y por qué la última, la decimosegunda, es otra pica en Flandes que ha conseguido Correa—, quiero ceñirme a dos aspectos muy específicos que me han llamado mucho la atención: por un lado, lo que, a falta de una denominación más adecuada, vengo a identificar como los “dejar caer”, sobre los que me ocuparé cuando termine de atender el otro punto del binomio, que es ese tono desenvuelto, cercano, informal, distendido… presente en la voz narrativa y que destaco porque nos da muchas pistas acerca de la actitud que mantiene el protagonista frente a los hechos que cuenta. Este modo tan ligero y sin tensión que muestra permite sostener que los acontecimientos ya se han superado y que, con independencia de la mayor o menor fortuna en la resolución del problema, el emisor es alguien que no parece estar traumatizado; al contrario, es tanta la libertad con la que se expresa que no duda en utilizar esos “dejar caer” señalados ni en hablar de sí mismo: por ejemplo, sabemos qué odia («nunca había soportado a los bravucones, nada más nauseabundo que el abuso») y podemos intuir cuán individualista es: «cuando dependes de otros nunca puedes estar tranquilo».
Sin salir del ámbito del tono, quiero resaltar un par de destacados aciertos que Correa ha conseguido a la hora de fijar el estilo con el que debe desenvolverse el narrador: por un lado, el humor, que logra disolver o relativizar la gravedad de los sucesos y que es uno de los pilares más sólidos de la serie. Es imposible no reírse con las salidas del protagonista, con esos dichos con los que aligera el discurso y que obedecen a lo que antes señalaba sobre su posición frente a lo que comparte con nosotros. Ricardo Blanco está cómodo. Se nota. De ahí la propensión a la comicidad en sus palabras, como llamar Mildred a su «Volkswagen del año del cólera», que tiene el mismo nombre que la funcionaria irlandesa a la que engatusó durante una etapa hippie que tuvo y que, jugando con la imaginación y las analogías, vendría a ser a los coches lo que Rocinante a los caballos; y él, de algún modo, equivaldría a don Quijote con ese afán justiciero ocupándose de lo que no le corresponde, como nos lo aclara el propio detective cuando nos dice, a lo largo de la serie, en varios momentos (Un rastro…, Mientras seamos…, La noche… o en el título que nos convoca), que los de su gremio no pueden investigar delitos penales.
La obra está repleta de ironías: nos habla del sueldo de Gervasio señalando que «figuraba en la contabilidad como fondos reservados»; declara, cuando no encuentra un sacacorchos en casa de su némesis: «¿cómo fiarse de alguien que no bebe vino?»; la alegría de “oler” la llegada de Ricardo que le manifiesta un ciego, etc. También hay referencias que crean complicidad (Joan Manuel Serrat, por ejemplo, con dos versos de la canción “Yo sé de una mujer” o las menciones a Woolf o Lorca); y expresiones agudas que parecen espontáneas: en el coche con Beatriz y sus hijos, afirma que aquello era como la excursión de Antoñito el Queque, haciendo alusión a un personaje del barrio de San José que, por lo visto, entrenaba a chicos por la zona del cementerio y que tenía un carro donde vendía chucherías cerca del Torrecine, un cine que había en Vegueta; o al hacer mención al hilarante viaje a Meloneras que realiza con Margarita Esponda al volante: «Conducía como una loca. Tocó la pita varias veces y a un pobre viejo que iba a cuarenta lo mandó de vuelta al coño de su madre. ¿Tan cabreada estaba? No. Más aún. Pero esa solo era su manera de conducir».
Este modo tan cercano de compartir los acontecimientos sumado a la intensidad de las recreaciones le ocasiona en momentos puntuales perder el control de su desenfado y proyectar el enfado, la ira… sobre ciertos hechos revividos: «si le hacía algo a la niña, me iba a comer las tripas de aquel jodido matón» o «se me llevaban todos mis demonios, mientras conducía al sur. Tuve sed, miedo, rabia. Y todo confluía en la boca del estómago y unas ganas intensas de vomitar de nuevo. Unas ganas inmensas de morirme y de matar», que declarará cuando perciba que se ha producido un cambio de enfoque al pasar de la estela distante que marcan los hechos vistos con esa particularmente lejana segunda y tercera persona a los que se contemplan desde esa primera propia de un afectado. Necesita desahogarse y de ahí ese sonoro e impactante «hijo de la gran puta» que suelta mientras evoca cuantos males podía haber padecido la secuestrada; y ese colérico «ni la procesión va por dentro ni pollas en vinagre», que nos da cuenta de su agitación.
En estos aciagos ratos de la exposición, el narrador no duda en alterar los sentimientos del lector llevándolo al extremo del desagrado y la repugnancia, como sucede cuando, para mostrar la crudeza de la prostitución, de la trata de mujeres y de cómo son forzadas muchas jóvenes, pone en boca de un depravado personaje, al hilo del futuro que le espera a una menor, que se la va a llevar a un burdel porque allí sabrán «darle uso a ese culito. No veas lo que algunos moros llegan a pagar por una virgen. Se la va a follar una tribu entera, así, en filita india. No habrá acabado uno de limpiarse la pinga, cuando el siguiente ya la estará montando». Los destinatarios sienten un impulso de solidaridad hacia quien tiene la palabra asimilando el asco y la zozobra que antaño sintió el detective.
La suya es una faceta narradora que se nos ofrece marcada por la honradez y la transparencia en su manera de dirigirse a nosotros, de ahí que llegue a interpelarnos si lo necesita (por ejemplo, cuando nos pregunta: «¿cómo había dicho antes?») o que no le importe repetir o mencionar cuestiones presentes en anteriores títulos: como la reiteración a la hora de apuntar quién es Moyano, el otro socio de la agencia en la que trabaja; o recordar el caso de Anne Marie, que fue recogida por Inés en Un rastro…, cuando la secretaria tenga nuevamente que acoger en esta ocasión a un personaje secundario de nuestra obra. Estas alusiones cumplen una doble función: de un lado, ilustran a los que se incorporan a la serie de historias de Ricardo Blanco; de otro, consiguen generar una suerte de complicidad con el lector. Lo indicado es parecido a la situación que se da en un concierto cuando nuevos y viejos aficionados a un músico escuchan un tema antiguo: ambos celebran lo mismo, pero con diferente perspectiva.
Un rasgo más de esa proximidad que busca el narrador se encuentra en la presencia de expresiones populares como: «a cojón visto, macho seguro» (que ya aparece, además, en Muerte en, Blue Christmas El detective…); «si mi abuela tuviera huevos, sería mi abuelo»; «quien pierde viejo, paga nuevo», «la madre que parió a Panete»; «y vuelta la burra al trigo», etc. Estas manifestaciones se complementan con otras de carácter más sentencioso, más contundente, que responden al interés por redondear una reflexión previa: «en el apocalipsis no existe la mala suerte», que formuló Blanco para declarar que los africanos viven en el peor lugar y tiempo posibles; «en el hundimiento de una patera, el único verdugo es el océano»; «yo soy de los que siempre dicen la verdad, incluso cuando mienten»; o la adaptación de un refrán clásico: «entre todos los mataron y ellos solos se murieron».
Además del humor, el otro logro que cabe señalar es el desarrollo de lo que viene a ser un “diálogo insertado”. El narrador, en un párrafo, mezcla en su exposición lo que han dicho las partes de una conversación sin necesidad de ajustarse a las características del estilo indirecto. Funde varias intervenciones en una sola dotando de agilidad al discurso y, sobre todo, de proximidad con el destinatario del monólogo:
«Quería saber cuándo iba a entrevistarme con la mujer. ¿Con qué mujer? Con la chilena de la que me había hablado, ¿quién iba a ser? Ah. Esa mujer. Pues a las siete y media. ¿De la mañana? Qué coño de la mañana, a esa hora no están puestas ni las calles. Me refería a las siete y media de la tarde. Ajá. De esa mismísima tarde, por qué dejar para otro día lo que puedes rechazar hoy. Mi secretaria torció el gesto, le costó unos segundos comprender que bromeaba. Le piqué el ojo para hacerle ver que iba a tratar a la chilenita con dulzura y tacto. Eso. Como un petisú. Pensaba escucharla hasta la última coma, aunque tuviese para mí que lo que Irma Chávez necesitaba era un abogado o un psicólogo más que un detective».
Estos diálogos supuestos se complementan con los que se reproducen en estilo directo; los cuales, en el fondo, vienen a ser descansos que se concede el narrador; pausas que le permiten rebajar la contundencia habitual de su testimonio sin desatender a su propósito de veracidad. Es un cambio de ritmo necesario para desacelerar la concatenación de información que recibe el lector que está atento a los “cómo” discursivos y que se halla inmerso en una suerte de desplazamiento de los ejes de interés de lo contado en función de la aparición de nuevos delitos. Se empieza con el asesinato de dos inmigrantes; de ahí, a la trata de blancas (el burdel); luego, al tráfico de drogas a través de una investigación policial confluyente; y, bajo la estela corrupta de un agente del orden, se llega por último al que —como ya he apuntado— para mí es el principal de todos los hechos que se relatan en Para morir en la orilla: el secuestro de una menor. La novela se despliega y llamativo es que su autor no haya caído en la tentación de desarrollar más cada uno de los asuntos señalados porque las posibilidades narrativas que atesora son inmensas; mas he ahí una muestra de esa coherencia con lo que representa el papel del protagonista como narrador: la exposición que nos ofrece le ocupa a Ricardo Blanco unas cuantas horas, no más; eso es lo que se tarda en leer la novela. Difícil de concebir sería un monólogo que tuviera el doble o el triple de páginas.
Tras el tono, el otro aspecto determinante para perfilar las virtudes del texto literario se encuentra en la tendencia de su protagonista a “dejar caer”. Con esta expresión aludo a esas puntuales exégesis y, sobre todo, divagaciones en las que incurre Ricardo Blanco y que le sirven para agitar la conciencia de su destinatario, para que no se inmovilice en la superficie de lo narrado, para generar un debate alternativo cuando ya han quedado claras las respuestas a quién, cómo, cuándo, dónde y por qué. Son interesantes islas dentro del desarrollo de la trama porque permiten sacar a la luz temas que no desconoce el lector y que, sin formar parte de la historia, enriquecen su posición frente al conjunto del relato.
Entre estos “dejar caer” destacan los dedicados a lo que es la inmigración y cómo la miseria empuja a muchos a jugarse la vida abandonando sus hogares; a la relatividad de las prioridades en según qué lugares del mundo nos encontremos, «lo que darían en Senegal, en Mali o en el Congo por que sus gobernantes les engañaran. Mientras me engañas, no me disparas»; a la sarcástica “bondad” de los opresores, que se muestra en la declaración de que hay proxenetas que “tratan bien” a sus mujeres explotadas; al interés de muchos hombres por los burdeles y a la necesidad de que sean ellos los que deberían sentirse avergonzados por abusar de las que no pueden defenderse; al azar como condicionante de nuestra existencia, la joven prostituta «Miriam, en otra vida, en otra dimensión de la realidad que conocemos, podía haber sido mi hija», nos dice Ricardo Blanco asumiendo la importancia de tener un respaldo social y familiar para evitar caer en este sórdido mundo; a las imprevisibles consecuencias de una separación matrimonial cuando adquiere forma la sombra siniestra de la violencia de género, cuya fiscalía «por desgracia no da abasto con tanto hijo de puta, pero funciona bien», como nos dice Margarita Esponda; o a la inevitable convivencia que se produce en nuestras sociedades entre quienes poseen la capacidad de mover los hilos y los que no tienen más remedio que bailar al ritmo que marcan los titiriteros.
Frente a estos “dejar caer” perturbadores y, de algún modo, paralelos al cauce de la obra, hay otros que, a mi parecer, se ajustan más a la voluntad de provocar en el lector una suerte de reacción quizás más visceral dado el carácter transversal que poseen con respecto a las diferentes tramas del título: la alusión a que hoy en día los niños revoltosos son tildados de TDH; los carriles bici en Las Palmas de Gran Canaria; el desconocimiento de los jóvenes sobre el coste de la luz y, de paso, de todas las comodidades de las que disfrutan en sus casas; cuanto tiene que ver con las redes sociales, el exhibicionismo digital y la hiperconectividad, que altera nociones como las de “amistad”, “privacidad” y “moderación”; y, por no ir a más, la observación acerca de la igualdad entre mujeres y hombres que expone nuestro protagonista y que da margen para los más variados pronunciamientos por parte de los lectores:
«¿No aceptaba la igualdad? La aceptaba. Por supuesto que la aceptaba, pero me gustaba más la diferencia. Que fuésemos iguales en derechos, en sueldos, en posibilidades de cumplir nuestros sueños no significaba que tuviéramos que serlo en actitudes. Lo sentía, pero había conductas que me chirriaban más en las mujeres que en los hombres. ¿Un ejemplo? Pues un borracho, zafio y mal hablado me resultaba vulgar. Una borracha, zafia y mal hablada me dolía como una piedra en el riñón».
Como Para morir en la orilla es una publicación reciente, conviene no ir más allá de este escueto análisis que he ofrecido, siempre bajo el interés por no descubrir aquello que solo debería hallarse con la lectura de la novela. Tiempo habrá para que los próximos estudios sobre la obra se ocupen con mayor rigor y acierto de algunos de los asuntos que he abordado muy por encima y de otros que no he podido o no he sabido desarrollar. De momento, solo me resta, a vuela pluma, hacerte tres propuestas en forma de pregunta: la primera, ¿no crees que el inspector Rivero, Marta y la fascinante Ámbar tienen mucho futuro de cara a posteriores títulos de la serie?; la segunda, ¿qué te parece la manera con la que se rompe uno de los tópicos tan habituales de las obras del género detectivesco haciendo recaer en una imprevista mujer la solución a una situación grave?; la tercera y última, ¿te has percatado de cómo, en el cénit de la novela, cuando se enfrentan las partes litigantes, que en manos de otros escritores se desarrollaría a través de un buen número de páginas, en la que nos ocupa se resuelve con un desconcertante a la par que emocionante santiamén? Estas cuestiones y los correspondientes porqués podrían ser respondidos por el autor, pero no quiero que se despiste ahora ofreciendo respuestas, pues me apetece imaginármelo dando forma al próximo título de la serie dedicada a ese sesentón huesudo que, sin duda alguna, está convencido de que ama a una mujer clara que le ama «sin pedir nada, o casi nada».
CODA. La decimotercera entrega pasa a convertirse en este momento un objeto deseado. Intuyo que los hechos delictivos que se narrarán serán los habituales y confío en que esa voz de Ricardo Blanco, tan particular, tan identificable —en parte por lo expuesto hasta ahora—, esté presente. Asumo que así será porque, perdóname el juego de palabras, así ha de ser. Frente a las convicciones sobre lo que habrá, las esperanzas de lo que pudiera haber; y yo, lo confieso, hace tiempo que elucubro una escena que aún no tengo muy claro si, en la más benévola de las apreciaciones, es una locura o una estupidez. Júzgala tú: que en la misma ciudad, bajo la patria de una misma modalidad lingüística, compartiendo el mismo tiempo histórico y atentos a sus características como personajes literarios y a los vínculos de sus creadores con el género que los ampara, en el punto intermedio entre la calle Triana y la calle Murga, a la altura del Parque de San Telmo, en el quiosquito tan bonito que hay, dos tipos se encuentren e interactúen. Uno de ellos será nuestro Ricardo Blanco, gestionando lo que le toque hacer en la entrega correspondiente; el otro, Eladio Monroy, de paso, haciendo un cameo después de haber resuelto su último caso y de camino a la librería de Gloria, preocupado porque sabe que la mujer que ama le ha puesto los puntos sobre las íes, recordando sus palabras: «sí hay mañana. Y yo quiero llegar. Y estar con alguien que quiera llegar conmigo», y cayendo en la cuenta de que el problema, en el fondo, es grave y que debe que resolverlo como si fuera el más peliagudo de sus casos. Todo eso le dirá a Ricardo, el único homólogo en estilo y proyección que tiene en la actualidad.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.