16 de marzo de 2022

Opinión: Desarmar la realidad

 Miércoles, 16 de marzo.

Victoriano Santana*

¿Realmente es tan insensato sostener que una población sin la formación ni el entrenamiento adecuados, heterogénea en su manera de asimilar los trágicos acontecimientos que padece, estresada por el día a día que contempla y con un conjunto variopinto en nociones morales y conductas derivadas de la convivencia no está capacitada para llevar un arma y actuar como saben hacer aquellos profesionales preparados en las más variadas técnicas de ataque y defensa?
¿Acaso es tan absurdo plantear que hablamos de la misma locura con la que calificaríamos un ofrecimiento similar en tiempos de paz? Si inadecuada es una entrega de esta naturaleza cuando no hay un conflicto bélico, igual de inapropiada debería serlo cuando lo haya porque los receptores de esos despreciables objetos no cambian. Como es lógico suponer, no pienso en los que se ofrecen de un modo voluntario a portarlas e ir al frente con ellas, pues no les niego el derecho que tienen a decidir dónde se meten; sino en los que, por su condición, no pueden elegir y son obligados a intervenir. Me pongo en la piel de estas víctimas y me horrorizan las sensaciones. Basta con mirarme al espejo con una simple escoba transfigurada en AK-47 para que la pregunta sea inevitable: ¿qué hago yo portando un arma y respondiendo a las únicas directrices que me pueden dar mis superiores («apunta y tira hacia atrás el gatillo») si no es para ofrecerme a ser sacrificado, como millones de semejantes más, con el fin de que otros, en sus particulares conciliábulos, decidan los armisticios, los beneficios personales y los reconocimientos impostados al heroísmo utilizando para ello la exclusiva unidad de medida que se emplea en las guerras cuando de lo que se trata es de valorar su eficiencia: la cantidad de carne que han conseguido abatir las partes?
¿Tan disparatado es asumir que las vidas humanas son sagradas y que no pueden exponerse a un exterminio porque sí? Si hay una desigualdad entre dos fuerzas militares, el enfrentamiento es irracional porque las consecuencias son las previsibles. Insisto: nada está por encima de las vidas humanas. Si perderlas no es una opción, debe permitirse su protección dejando que sus dueños, sean de la condición que sean, huyan de la amenaza. No es cobardía. Es sentido común. Sobre el tatami, nueve veces de diez, Goliat siempre vence a David, aunque la literatura de autoayuda disfrute fantaseando con lo contrario. ¿Echamos a una población indefensa a los brazos de la muerte para que esta decida, en su macabro sorteo, quiénes no verán amanecer? Me resulta terrible la imagen de jóvenes (y no tanto) forzados a participar en una contienda en la que, según lo veo, es imposible no tener la sensación de que, en el fondo, están jugando con un revólver a la ruleta rusa (nunca mejor dicho en las actuales circunstancias).
Pienso en mi alumnado; chicos que, por su físico y edad, pueden formar parte de cualquier cuadrilla militar rellena de civiles. Si de una semana para otra tuvieran que ver peligrar su entorno familiar y la vida que han tenido hasta ese momento, y contemplar cómo se desmontan los beneficios que le ofrece una sociedad avanzada (Estado de bienestar, perspectivas de futuro, etc.), ¿la solución para afrontar estas calamidades sería armarlos y obligarlos a resistir sin más como les ha ocurrido a muchos homólogos y coetáneos suyos en Ucrania? No puedo imaginar el horror. No soy capaz de concebir qué hay por encima de todas y cada una de sus vidas, y de las vidas de los que quieren, y de las vidas del mundo que les rodea, y de las vidas de aquellos que han estado siempre al margen de unos acontecimientos que no han buscado ni deseado y por los que tendrán que pagar el precio más caro.
Desconozco la letra pequeña de los entresijos militares y políticos que han conducido a la actual situación de guerra en Europa, y carezco de la pericia necesaria para defender con rigor cuáles pueden ser las mejores soluciones para resolver la disputa y qué movimientos conviene que haga cada país para fijar de un modo conveniente sus posiciones. Por eso me limito a lo único que sé como ser humano: que nada está por encima de la vida.
Cuando acabe el conflicto, sean cuales sean las condiciones que se establezcan, lo verdaderamente grave no se habrá resuelto. Entre los vencedores por la fuerza y los que lo sean por el relato y la adhesión mundial, circularán las versiones de una victoria que no impedirá que los atacados odien a los atacantes durante mucho tiempo; y que los agresores no encuentren su lugar en la tierra que han arrasado y de la que se han apropiado gracias a su despótica superioridad. La auténtica paz, en suma, no será posible, aunque las cunetas se llenen de flores en primavera y la propaganda disperse el polen de las verdades trucadas; los diplomáticos ajusten tuercas y den por aceptables las ruedas cuadradas del carromato; y los que han contemplado la barbarie en los medios de comunicación acaben olvidándose de los hechos y centren sus atenciones en otra movida. Esto pasará. No soy adivino. Solo tengo que mirar atrás y comprobar que lo enumerado ya ha ocurrido en no pocas ocasiones de la historia humana. Y sé que, cuando todo esto suceda, lo verdaderamente grave, repito, no se habrá resuelto porque es irresoluble: devolver la vida a quienes la perdieron porque no se les dio una oportunidad para salvarla, en unos casos; y, en otros, porque prefirieron especular con el desarrollo de la contienda con el fin de conseguir unos objetivos que, por muy importantes que fueran para ese constructo llamado “nación”, nunca, jamás, podrían llegar a ser superiores a los de preservar como sea la vida de los ciudadanos con independencia de su condición.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor. (soltadas.sadalone.org)