26 de octubre de 2022

Colaboración: Teatro feliciano, guirre ciudad

 Miércoles, 26 de octubre.                                                                                                

Victoriano Santana*

¿Niega alguien, a esta altura de año y después de cumplir con los rigores que implica estar más o menos al tanto de lo que se ha venido publicando durante los últimos meses en Canarias y de lo hecho por firmas que asociamos a nuestro particular universo estético, cultural y lingüístico, que uno de los títulos más destacados de cuantos han visto la luz a lo largo de este 2022 ha sido El teatro en medio del océano (Editorial Destino) de Francisco J. Quevedo García?
En enero se colocó entre las cinco mejores novelas del Premio Nadal y a finales de junio apareció en las librerías, con el riesgo que ello supone: con un verano por delante, los eventos sociales (presentaciones, encuentros con lectores…) se merman, el mercado se satura de banales publicaciones de consumo playero; los canales informativos (prensa cultural sobre todo) funcionan a medio gas y las concentradas euforias librescas que, sin mesura, se dan en abril y mayo (como si el resto del año no hubiese títulos que seguir ofreciendo con el mismo entusiasmo y desenfado) están casi apagadas. Aun así, a pesar de lo enumerado y de algunos detalles más que omito, lo cierto es que la acogida de la novela ha sido muy buena y, por lo que constato, aún sigue siéndolo. He contabilizado unas cuantas excelentes reseñas de especialistas (Nicolás Guerra, Yolanda Arencibia, Juan-Manuel García, Elizabeth López, etc.) que, además de muy interesantes, dan en la clave sobre la relevancia de una obra a la que, sin duda, le espera todavía un largo recorrido. ¿Detractores? Quizás los ha habido. Es posible que existan, mas yo no he dado con ellos.
Sea como fuere, lo cierto es que indisimulable ha sido el regocijo de cuantos nos dedicamos a entretener nuestras horas en la República literaria —y más dentro del ámbito de la hecha en Canarias— por la feliz noticia de que formara parte del quinteto finalista del citado prestigioso premio una obra del profesor Quevedo García. Esta alegría, además, tiene múltiples caras: por un lado, en lo que concierne a lo personal, se adentra en el convencimiento de que nuestro autor es acreedor de toda clase de afectos y aprecios a tenor de su entrañable manera de ser. Paco es alguien que merece la pena conocer y su trato, conservar como el preciado tesoro que es. Por otro lado, está la felicidad asociada a su quehacer filológico y literario. A su impecable y dilatada hoja de profesor universitario en la Facultad de Filología de la ULPGC y reconocido investigador al que debemos agradecer y elogiar su extraordinaria labor en torno a la literatura de Canarias de la década de los setenta y, por extensión, de lo que ha venido siendo el final del siglo XX y el comienzo del que nos acoge se le ha de sumar una faceta de creador más que sobresaliente que, por fortuna, contribuye a desmontar el mito de que un buen crítico, un buen especialista, no puede llegar a ser un escritor memorable. ¿Una prueba? Sus aportes al patrimonio de las letras canarias: Las palmeras (2002), El dulzor de la tierra (2007), El tatuaje de Penélope (2016), etc.; y la novela que ahora nos convoca.
Hay títulos que ambientan su desarrollo en un periodo histórico concreto, pero que prescinden de asimilar las claves que dan a entender la época en la que se desenvuelven sus personajes. La Historia (así, en mayúscula) y la historia no se integran hasta el punto de formar parte de una unidad donde se establezca una relación de dependencia entre una y otra. La voluntad creativa conduce a sus autores a tomar del marco histórico los decorados que justifican vestimentas, costumbres o puntuales situaciones que aquejan a los protagonistas, nada más. Se constriñe cualquier interés por trascenderlos dentro de los condicionantes que imprimen los sucesos que afectan a la sociedad a la que pertenecen y se ciñe el margen de desarrollo de los hechos a lo estrictamente novelesco. Otros, en cambio, atesoran en su interior el germen de un espíritu fundacional. La narración se ve influenciada por el tiempo y el espacio, y llegan a adquirir los agentes que participan en ella las cualidades propias de las alegorías. Pensemos, por ejemplo, en obras que fijan su ambientación durante el periodo de colonización de Canarias, siglos XV y XVI. Conozco algunas. La mayoría se sitúan en esta etapa histórica, pero como mero atrezo: sus tramas encajan igual de bien en el siglo XV que en el XVIII o, con móvil y cuenta de Instagram del personaje principal, en el siglo XXI. Frente a estas piezas, otras donde las coordenadas sí son determinantes. Pienso ahora en La pluma del arcángel de Carlos Álvarez (2000) y reconozco que sí me siento transportado a la época, sí percibo la relevancia de la Historia en el devenir de los acontecimientos, sí logro hallarme en ese Real de las palmas que dio paso a la ciudad que unos siglos más tarde, otro personaje literario —un tal Feliciano Silva en igualdad de condiciones que el Cairasco, Ximénez y Herrera de la precedente— hará suya personificando el tránsito que, ora cruel, ora esperanzador, toca abonar para alcanzar esa nueva urbe que, sujeta a los rieles del progreso, dejará atrás la mayor parte de lo que fue durante mucho tiempo.
Ese es, creo, el mérito de Quevedo García a la hora de plantear adónde desea llevar esta crónica de Las Palmas de Gran Canaria, estableciendo un pulso admirable entre la realidad y la ficción; y, dentro de esta última, entre lo anecdótico —lo novelesco— y lo que casa con lo simbólico, con la representación de un modo de interpretar el salto que va del mero conglomerado poblacional que se fue gestando desde el siglo XV a la gran ciudad que empieza a coger forma a finales del XIX y principios del XX. Ese es el acierto que se solidifica sobre la imagen de un personaje que proyecta una doble luz: como Feliciano, se erige en un prohombre a favor del progreso, sin que quepa atribuirle por ello el reconocimiento de benefactor generoso; y, como Guirre, se convierte en un depredador que no duda en saltarse cualquier regla moral y legal con tal de conseguir sus fines, que en ese zoo humano de la urbe no deja de ser la supervivencia y, por extensión, situarse en la parte más alta de la cadena alimenticia que representa el poder desde todos los enfoques posibles: político, económico, social, etc.
Sobre esta percepción de la ciudad y de su progreso se van edificando las impresiones acerca de una novela llamada a trascender, a convertirse en referente dentro de su género, pues se sujeta con firmeza a las virtudes exigibles para que una obra adquiera la condición de imperecedera: entretiene y tiene capacidad para proyectarse como documento estético e intelectual. En un santiamén se devoran las 350 páginas de texto literario distribuido en tres partes fijadas cronológicamente: la primera, de 1867 a 1890; la segunda, de 1891 a 1918; la tercera y última, de 1918 a 1921. La indicación de los años consolida la impresión de que nos hallamos ante una crónica sobre el nacimiento de Las Palmas de Gran Canaria que conocemos hoy en día. De todos los cambios que se llevan a cabo en la ciudad en este poco más de medio siglo que fija el tiempo histórico, hay dos fundamentales por lo que representan: por un lado, el puerto, fuente de riqueza económica y social (vienen del exterior y van hacia él mercancías y personas); por el otro, la creación del Teatro Nuevo, llamado luego Tirso de Molino y, finalmente, Pérez Galdós. El teatro es un espacio cultural que acoge a toda la población con independencia de su condición. Es el referente de esa ciudad culta que persiguen los burgueses para conformar su identidad. Bajo su amparo, las bellezas de la música y de las artes escénicas consiguen aclimatar los corazones de todos los vecinos —ubicados entre la platea y el gallinero en una suerte de pirámide social—, aislarlos de sus particulares miserias y llenarlos por un instante de una felicidad que, aunque efímera, es necesaria para poder diluir las durezas del día a día.
En la novela de Quevedo, el Pérez Galdós es un símbolo; como lo son también, en menor medida, el hotel Santa Catalina, el tranvía, la zona residencial de Ciudad Jardín, etc. Todos son, repito, símbolos que, a su vez, se consolidan gracias al empuje de otro que los aglutina: el protagonista, Feliciano Silva, que representa al ciudadano consciente, por una parte, de que la cultura debe protegerse (promueve el teatro, da amparo a su viejo maestro Nicanor reconociéndose de algún modo como discípulo suyo, etc.) y, por la otra, que no ha de darse la espalda al progreso. Mas para conseguir sus fines, sus convicciones, tiene que imponer su voluntad y hacer cuanto pueda para que no se cuestione que, por encima de todo y de todos, están sus intereses personales (que desfoga con sus quehaceres laborales, sus improntas sociales, sus directrices familiares, etc.). El Feliciano que evoluciona y que alcanza la consideración de primer palmense adquiere su condición gracias a los cráneos que pisotea el Guirre, su alter ego, aquel que no duda en matar o desafiar a quien se interponga en su camino, que nunca pierde y que sabe cómo amarrar lealtades inquebrantables. Ambas figuras se funden en un personaje y sustentan esta inmensa y reiterada alegoría sobre la capital grancanaria.
¿Nos sirve de enseñanza constatar en las páginas de la novela que el poder solo se obtiene dejando a un lado los escrúpulos y rompiendo las barreras morales y legales? Nos sirve. ¿Y que la supervivencia únicamente es posible con algo de voluntad y bastante de suerte (nada más azaroso que el encuentro del joven Feliciano con el conquense)? También. ¿Y que la inmensa escala de grises de la cotidianeidad determina los márgenes por los que la humanidad ha ido transitando en favor de esa anhelada aurea mediocritas, aceptando como inevitable lo siniestro (Guirre) y recibiendo de buen grado lo que implica una mejora (Feliciano), aunque no se sustente sobre la filantropía? Sí, por supuesto. ¿Y que es la adaptación al medio el único modo de sobrevivir? Sí, sí nos sirve. Feliciano/Guirre no hace otra cosa: que conviene reformar el Berlín para que deje de ser el antro que era y se convierta en algo más selecto, se acondiciona; que es hora de casarse con alguien de familia respetable, se organiza una boda; que debe ir a París en plena I Guerra Mundial, se va.
Los veinticinco capítulos de la novela están compuestos por párrafos muy extensos en los que se logran hilvanar varias anécdotas que, todo sea dicho, suelen ser muy entretenidas. La obra como bloque conserva las virtudes de esa proyección fundacional a la que ya me he referido con anterioridad. Ofrece las pautas para entender la ciudad que tenemos y fija para la posteridad los tramos en los que estas alusiones históricas deben asimilarse. Pensando en la actual capital palmense y dejando a un lado los marcos estilísticos, ideológicos, culturales e históricos que amparan a sus autores, ¿qué diferencias de sentido cabe concebir entre una Eneida virgiliana y la Feliciana quevedesca que nos convoca? La ficción irrumpe de un modo irremediable en el pretendido relato veraz de la Historia porque toda crónica, en el fondo, y bien de ello saben quienes dieron cuenta de la conquista y colonización del continente americano, no es más que una extensa novela donde el narrador —que no necesariamente el autor o el fijador de grafemas manuscritos— selecciona, ubica y proyecta la información que le interesa. En la que nos ocupa, cuando se aleja el objeto del monumento, nos queda una secuencia de escenas sueltas llenas de brío (por ejemplo: el desnudo de las damas en el hotel, la advertencia hecha al obispo, etc.). Las particularidades atraen, seducen al lector; lo hacen partícipe de una diversión que, poco a poco, casi de manera inadvertida, lo van conduciendo hacia el gran mausoleo que representa la novela y que, desde las formas simbólicas que la caracterizan, elevan el producto literario a una categoría diferente a la que le correspondería si solo viéramos en él un simple e intrascendente divertimento lingüístico.
Como deudora del quehacer filosófico y estético del Realismo-Naturalismo decimonónico (alargadísima es la sombra del gran Pérez Galdós, Benito, en estas páginas y no solo por el repertorio de personajes y situaciones), la novela contribuye al debate sobre los componentes biológicos y/o sociales que configuran la maldad y la bondad. ¿Merece Feliciano/Guirre el calificativo de mala persona o, al menos, el de individuo evitable por lo peligroso que es y el daño que causa? Si así fuera, ¿cómo ha llegado a ser como es el protagonista si, dentro de lo que cabe, parece que tuvo unos progenitores buenos y, cuando quedó huérfano, lo atendieron de la mejor manera posible? ¿En qué medida pudo afectarle el accidente que le costó la vida a su padre en las obras del nuevo teatro de la ciudad? ¿Qué graves contrariedades padeció como vendedor de pescado siendo muy niño? Los usureros, los prostíbulos, la delincuencia callejera… influyen, sin duda alguna, en la forja del carácter y plantan la semilla de una verdad cuestionable, sí, pero consoladora: que la violencia fija el estado de las cosas; pero, ¿es suficiente para afianzar en el ánimo del jovencísimo Feliciano la idea de ser el más rico de la ciudad y el convencimiento de que solo se puede alcanzar esa condición siendo despiadado?
Las dimensiones del producto imponen las restricciones a una historia que, sin duda, requiere de algunos tomos más para conseguir esa totalidad que tiene y que aún está encubierta. Faltan, a mi juicio, más desarrollos, como el de la infancia de Feliciano y su conversión al lado oscuro; y como los que deberían venir de las introspecciones de un personaje tan interesante y tan bien construido como es el protagonista. Estoy absolutamente convencido de que, de no mediar los límites físicos del objeto libro, el autor hubiese ahondado en los pensamientos más íntimos de Feliciano/Guirre, en sus floridos huertos de afectos y sus nauseabundos vertederos de odios. Y lo mismo debo decir de Ofelia, un perturbador, hedónico y maravilloso personaje que, a lo largo de la obra, se erige —como el protagonista— en una suerte de superviviente gracias a su carencia de prejuicios. Sin familia, sin amparo, desengañada en su tierna juventud y consciente del poder que atesora (es al sexo lo que Guirre/Feliciano a la fuerza bruta: ambos son primarios en cuanto al desarrollo de las pulsiones humanas), emprende una huida que, además, se verá condicionada por el hecho de que es mujer en un espacio y un tiempo hostiles per se para el género femenino.
Ella y el protagonista evolucionarán durante toda la obra en una suerte de entrañable fidelidad mutua que, sin duda, debió vertebrarse sobre pensamientos y diálogos mucho más extensos y profundos que los muy acertados que recoge la novela. Dos interesantes personajes han de estar bajo el yugo del silencio que le impone el narrador porque la historia tiene unos límites físicos. Pienso en ellos (¡cuánto daría de sí la decepción de Ofelia en Oxford!); y en Almanegra, el más leal sicario y consejero de entre los leales; y, por no hacer más extensa la enumeración, en la impresionante hija de Feliciano, Ernestina la Guirra, la llamada a continuar con la saga si a bien lo tuviera nuestro autor, pues está claro que mi admirado Francisco J. Quevedo ha dado con una mina literaria que, si lo desea, puede seguir excavando. La fortaleza de los personajes, tanto principales como secundarios; el excelente precedente que representa El teatro en medio del océano y la naturaleza de los acontecimientos históricos locales y nacionales posteriores a 1921 (la dictadura del general Primo de Rivera, el final del reinado de Alfonso XIII, la Segunda República, la Guerra Civil, la dictadura franquista, etc.) favorecen una, sin duda, deseada continuidad.
Hay obras que marcan a un autor. Lo pensé cuando tuve entre mis manos la ya referida de Carlos Álvarez, cuando sucumbí a Bastardos de Bardinia (1991) y El reloj de Clío (2020) de Emilio González Déniz, cuando tanteé con el intelecto el impresionante Bajo el sol de los muertos de Roberto Cabrera (2019) o cuando Víctor Álamo de la Rosa, en varios títulos, me desplegó su particular archipiélago herreño (1991-2013). Hay quehaceres que marcan a un autor ante los lectores, los críticos y la posteridad. He mencionado algunas referencias, me faltan por añadir al cupo muchísimas más. La que nos convoca es una de esas que, de un modo irremediable, recogerán los manuales y artículos especializados, será objeto de reediciones, se difundirá y conocerá, se citará y, con todo ello, el nombre de Francisco J. Quevedo García se volverá imperecedero, como ocurre cuando pensamos en el Rafael Arozarena de Mararía o en el Isaac de Vega de Fetasa, ambas obras de 1973.
El teatro en medio del océano es una muestra más —una extraordinaria muestra, conviene precisar— de esa magnífica literatura que se hace en nuestra tierra y, de manera más específica, de esa narrativa que, a lo largo del presente siglo, ha venido trayendo consigo una serie de títulos que, sin duda, sortearán el paso del tiempo. Esta centuria nos está regalando en cantidad y calidad un sobresaliente repertorio de prosas que, de algún modo, configuran en la actualidad un panorama que en el siglo XX estaba presidido por el verso. Lo bueno de todo esto es que, sea cual sea el periodo o el género, hay una verdad que no admite discusión: que tenemos en Canarias una literatura con identidad propia que se ha ganado por su singularidad y calidad un lugar dentro del amplio panorama que representan las letras hispánicas. La de Quevedo se erige, en este sentido, como una prueba más de que lo afirmado es cierto.