Miércoles, 10 de mayo.
Victoriano Santana*
Yo tenía en ese momento —cuando llegó— un buen número de lecturas pendientes. Oh, sí, Dios sabe que no miento, que muchos títulos me aguardaban en mi despacho, y en mi mesilla de noche, y en eso donde apoyo cosas que está en el comedor, y en el baño —por supuesto, lugar singular, cámara del trono—, y…, en fin. Muchos, repito; y también que un buen número de textos demandaban, además, mis atenciones escritoras. Piezas empezadas que, como polluelos en el nido, debía ir alimentando boca a boca con los gusanos de mis oraciones. Un poco por aquí, otro poco por allá. Esto era así porque así era. No más. Pero sucedió que el miércoles 21 de diciembre de 2022 trajeron a casa, de la mano de un solícito repartidor, un sobre acolchado. «¿Qué será?», pensé al tiempo que firmaba el exigible visto bueno a la recepción y descubría con felicidad que me lo remitía mi admirado Sabas Martín; y en el tramo que hay entre cerrar la puerta de la vivienda y llegar al despacho la vida se me fue entre cavilaciones: ¿Será algo relacionado con ciertos confines de Nacaria que voy articulando al golpito como esporádico solaz y que pronto he de acometer como ilusionante empresa? ¿Estará vinculado con la extraordinaria novela El informe Silvana, que tan grato sabor me dejó entonces y que aún sigo recomendando? ¿Puede ser una continuación de su ingeniosísimo poemario Maresía, que leí de una sentada durante una tarde y que bendije al finalizar con un profundo «me supo» que brotó desde lo más hondo y que junté con una sonrisa placentera antes de guardar la joya en la zona más selecta de mi biblioteca? ¿Tendrá algo que ver con ese brillante y entretenidísimo conjunto de artículos que agrupó bajo el título A punto las palabras y que se erige en un inmejorable testimonio del talento que atesora este gran narrador-poeta-dramaturgo como ensayista? ¿Acaso es un no sé qué relacionado con un proyecto de relatos del que me había hablado y cuyo original sigo esperando? ¿No será, por casualidad, un vaya uno a saber qué vinculado con esta sobresaliente novela que en este momento tengo frente a mí, recién publicada, tan fresca y atractiva, que se titula Las cenizas de tu imagen y de la que no me queda más remedio que declarar que su edición, como todo lo hecho hasta ahora a partir de su genial pluma, me ha deparado una inmensísima felicidad?
Mas en nada de lo conjeturado acerté. La de predictor es otra de esas tantas ocupaciones para las que carezco de futuro alguno. Abierto el envoltorio —destrozado más bien por la impaciencia—, apareció en toda su esplendidez el hermoso contenido, el dichoso presente, el cautivador obsequio: se trataba de la recién publicada séptima edición de su Ritos y leyendas guanches (Miraguano Ediciones, 1985). Recordé en ese instante haber manejado este título hace muchos años (muchos, la verdad) para no me acuerdo qué. Supongo que para algún trabajo universitario de cuando cursaba la licenciatura. En aquella ocasión, el ejemplar que utilicé no tenía el folleto de quince páginas que ofrece la obra recién llegada a casa para habitar conmigo y con mis libros durante lo que me queda de existencia. Este aditamento responde al título: “Los guanches de Canarias”. Mi curiosidad —desmedida en su voracidad cuando quiere— me exigió que lo hojeara. Cumplí con sus pretensiones y vi que el contenido del opúsculo se distribuía en tres partes: I. Geografía y leyenda o de la historia primera; II. Los guanches: rastros y enigmas y III. Entre el silencio y los ecos. Tras una lectura transversal —incuestionable preliminar que contribuye a calibrar las apetencias—, una conclusión: la separata cumple con la función de prólogo. Confieso que no sé por qué, después de siete ediciones, la editorial opta por realizar dos impresiones distintas: por un lado, el tomo de 165 páginas que contiene sesenta piezas asociadas con ritos y leyendas aborígenes; por el otro, la sucinta introducción. No le veo sentido. Es muy elevado el riesgo de que se pierdan las palabras que sirven de proemio. Eso debió pasar cuando hace años (insisto: muchos) tuve en mis manos la obra: el texto de marras no estaba adherido al tomo consultado y no supe de su existencia hasta ese momento.
De esta lectura superficial extraje dos detalles situados al final del escrito: el primero, que estaba firmado en Madrid, en agosto de 1985 (breve espacio temporal entre la conclusión del original y su publicación); el segundo, este fragmento:
«En las páginas que sigue he reunido, reconstruido e imaginado —que de todo hay— varias de las leyendas guanches que han podido ser arrebatadas a la tarea devastadora del tiempo. Desde ahora declaro que en ellas se encontrará más de creación y recreación literaria que de recopilación y traslación erudita. Esa fue la intención y ese es el propósito».
Y fue entonces cuando me llevé las manos a la cabeza. Ese «reconstruido e imaginado» y ese «más de creación y recreación» elevaron tanto mi consideración hacia el tomo que sentí cómo mi lista de quehaceres se tambaleaba peligrosamente. ¡Con todo lo que tengo que leer y componer, y mi venerado Sabas Martín va y me envía un libro que, sí o sí, estará muy bien escrito y que valdrá la pena disfrutar, y que tendré que empezar enseguida, sí o sí, porque mi voluntad y mi intelecto, insobornables aliados en esta ocasión, no van a permitir que lo posponga! Con jubilosa resignación, con alborozado estoicismo, con falsísimo disgusto hallé dónde tener cerca el tesoro recibido, en qué momento deleitarme de él y con él, y cómo hacer posible que conviviera en la agenda con esas lecturas y escrituras que curiosas y tímidas se aproximaban a su renglón para conocer a su nueva colega.
Poco a poco cumplí con el hermoso viaje «a los orígenes de la memoria insular» que me había regalado mi apreciado Sabas. ¿Cuándo? Yo creo que antes de comenzar a preparar la edición de su última novela, Las cenizas de tu imagen, la que ahora está frente a mí, la que protagoniza un tal Martín Socas que, más allá de ese “Martín” que tan pronto es nombre como apellido, mantiene una estrecha relación con nuestro autor en detalles tales como que ambos nacieron en Tenerife, ambos estuvieron vinculados a La Tarde de Alfonso García-Ramos y ambos, entregados al quehacer periodístico, asentaron su hogar en la capital de España, donde, desde el punto de vista profesional, lograron destacar en la escritura gracias a su capacidad para combinar «hábilmente lo documental y lo anecdótico, la emoción y las ideas, en el fluir de una prosa que alcanzaba», en el caso del personaje literario y siempre según el narrador, ocasionales «momentos de brillantez y seducción». En el de nuestro autor, estos instantes no son puntuales, sino que se dan de manera permanente. En eso se diferencian los dos Martín; y en un detalle más —no menor, por cierto—: nada ha trastocado el compromiso deontológico y estético con la escritura que asumió hace décadas el responsable de que componga entre esponjosas felicidades lo que ahora lees. No se puede decir lo mismo del personaje literario porque una situación no prevista le impedirá al final de la novela que se desate en él todo el poder de la palabra que tanto había anhelado y, en consecuencia, que encuentre el camino para salir de la rutina creativa en la que se halla. Ese impensado hecho que trastocará sus planes…, deberías descubrirlo disfrutando de las golosas y atractivas 243 páginas que contiene el título.
Perdón por el desvío. Retomo el hilo de mi discurso. Sigo. ¿Por dónde iba? Ah, sí: ¿Finales de enero? Sí, más o menos. Para entonces, tenía un buen número de subrayados y unos cuantos apuntes sobre Ritos y leyendas guanches manuscritos a lápiz entre los espacios en blanco que me ofrecía el ejemplar (me gusta mucho leer así). ¿Pensaba componer con todo eso lo que ahora tienes frente a ti? Créeme: no. Las notas eran observaciones, simples líneas de pensamiento que habían surgido durante la lectura y que no quería perder; los destacados, fragmentos que me parecían indispensables para entender el sentido de la obra y, por extensión, del asunto que trata.
De todo lo resaltado, dos cuestiones tenían que ver con decisiones de la editorial que me resultaban chocantes (dejo a un lado la referida al folleto que ya he apuntado): la primera, entrecomillar las intervenciones en estilo directo y precederlas por la raya de diálogo (uno de los dos signos ortográficos sobra); la segunda, la paupérrima tabla de contenidos, que no hace justicia al riquísimo mosaico de textos que contiene el volumen. El trabajo de Sabas Martín es extraordinario, ¿por qué sintetizar en cuatro enunciados tan genéricos como imprecisos y desajustados lo que merece exponerse en cuantos sean necesarios (como mínimo, sesenta) para que el lector se haga una idea cabal del admirable producto elaborado por nuestro escritor? ¿Cómo pensaba la editorial convertir este magnífico libro en una obra de consulta si no facilita la localización de contenidos a través de sus particulares epígrafes identificativos? Si al menos hubiese puesto el responsable de la edición una relación onomástica al final, un aporte que no buscara otra cosa que el auxilio de los lectores, como esas indicaciones de los personajes que intervienen en una obra teatral…
Decidí poner en orden las observaciones anotadas y recogerlas en este artículo cuando me fue posible asimilar la mayestática labor realizada por el escritor tinerfeño y que lucía de un modo desmejorado por culpa del exiguo índice publicado por la editorial en la página 165. Supuse, por una parte, la decepción del curioso de turno que, con el tomo en las manos, descubre que no puede hacerse una idea ajustada de la naturaleza de los relatos que contiene el volumen si no es leyéndolo de principio a fin u hojeándolo sin conseguir captar todo cuanto atesora; y, por la otra, la sorpresa del desconocedor de la obra que tropieza con este artículo que ahora lees y que, además de saber de su existencia, logra tener a mano adónde acudir cuando quiera conocer, por el motivo que sea, una historia concreta de las que posee el libro. Atento al posible decepcionado y al previsible impresionado, concluí que ningún mal hacía si, preguntando por el índice, lo reproducía. Tras escribir lo que has leído hasta ahora, continué con lo que sigue, dirigido a la editorial.
Veamos: ¿Costaba tanto indicar que el primer bloque del tomo [I] se denomina “Leyendas” y que contiene los siguientes textos: [1] “La creación de los seres humanos” (p. 11), [2] “Guayota, el maligno” (p. 13), [3] “Los Tibicenas” (p. 14), [4] “El gran hundimiento” (p. 15), [5] “Gralhegueya y los marrajos” (p. 16), [6] “Gara y Jonay” (p. 17), [7] “La prueba de la reina Ico” (p. 22), [8] “El juramento de Acerina” (p. 25), [9] Mayantigo, pedazo de cielo (p. 27), [10] La venganza de Atidamana (p. 30), [11] “Desafíos de los guaires de Gran Canaria” (p. 32), [12] “Zebensui, el archimencey” (p. 35), [13] “Aparición de la imagen de la Señora de Candelaria” (p. 38), [14] “Las pitonisas de Fuerteventura” (p. 41), [15] “Las profecías de Guañameñe y de Yoñe” (p. 45), [16] “Traición y muerte de Ache” (p. 48), [17] “La sombra de Tinguayo” (p. 53), [18] “El Garoé, el árbol que manaba agua” (p. 54), [19] “La atroz muerte de Orone y su innoble ultraje” (p. 60), [20] “La cueva de Guahedum” (p. 63), [21] “Las gaviotas de Airaga” (p. 69), [22] “Raro suceso entre Tenesor Semidán y Diego de Silva, y la conjura que sucedió después” (p. 69), [23] “El rapto de Tenesoya” (p. 73), [24] “Desafío y muerte de Doramas” (p. 75), [25] “¡Atis Tirma!” (p. 77), [26] “El infame Jacomar” (p. 80), [27] “La aguerrida Guayanfanta” (p. 82), [28] “Tanausú, el indómito mencey” (p. 83), [29] “La memorable batalla de Acentejo” (p. 87), [30] “Pasión y muerte de Guajara y elogio de Tinguaro” (p. 93), [31] “La plaga de modorra y los mártires de Tegueste” (p. 98), [32] “El encuentro de Dácil y el capitán Castillo” (p. 99), [33] “Beneharo de Anaga, el mencey loco” (p. 102) y [34] “El último mencey” (p. 103)?
¿Tan complicado era señalar que el segundo bloque [II] lleva por título “Ritos, ceremonias, celebraciones” y está compuesto por los textos: [1] “Embalsamamientos” (p. 109), [2] “Ofrendas a Idafe” (p. 110), [3] “Coronación del mencey” (p. 111), [4] “La añepa” (p. 113), [5] “Investidura de nobleza” (p. 113), [6] “El aranfaibo” (p. 114), [7] “Conjuros de la lluvia” (p. 115), [8] “Echar el agua y chupar raíces” (p. 116), [9] “Casamientos” (p. 117), [10] “Ejecuciones y castigos” (p. 118), [11] “Luchas y tiros de piedras” (p. 120), [12] “Saltar, trepar y levantar pesos” (p. 122), [13] “Bailes” (p. 123), [14] “Artes de pescar” (p. 124), [15] “Guatativoas” (p. 125), [16] “Beñesmén” (p. 127), [17] “Gánigo de la paz” (p. 127) y [18] “Vacaguaré” (p. 128)? ¿Qué dificultad conlleva recoger que la tercera parte del libro [III] se enuncia como “Epílogo en la isla de San Borondón” y aparecen en ella escritos breves como los siguientes: [1] “La Atlántida” (p. 131), [2] “Los Campos Elíseos” (p. 132), [3] “Las Islas Afortunadas” (p. 133), [4] “El Jardín de las Hespérides” (p. 134), [5] “Los prodigios de san Diego de Alcalá y fray Juan de Santorcaz en Fuerteventura” (p. 136), [6] “El robo de la imagen de Nuestra Señora de la Candelaria” (p. 141) y [7] “La isla de San Borondón” (p. 142)? ¿Por qué no recoge el escueto índice original la verdadera denominación que debería tener el último apartado del libro y sustituye el actual epígrafe “Otras leyendas” (desconcertante porque refleja en plural lo que en realidad es singular y, además, porque informa de un contenido que parece mantener vínculos con la primera parte cuando se erige como una continuidad del escrito III.7) por un enunciado más preciso y atractivo: “Relato de un náufrago que estuvo tres días a la deriva y creyó llegada su hora, que arribó a la isla de San Borondón, escapó luego aprisa de ella y aún no ha salido de su asombro y maravilla, grabado en cinta magnetofónica e íntegramente transcrito por Ricardo Martín Fuentes”?
Considero oportuna esta reproducción de los contenidos del libro aliñada con preguntas porque es justo que se conozcan los variados asuntos que trata la obra, que no se circunscriben en exclusiva al ámbito de las leyendas prehispánicas y canarias —anteriores y posteriores a la conquista, respectivamente— en sentido estricto, sino que aborda cuestiones de naturaleza histórica, antropológica y sociológica en el segundo bloque, y de historiografía literaria en el tercero. Esta defensa de la explicitud de los enunciados tiene una razón de ser: el libro es un producto poético y cultural de primerísimo nivel que, además, viniendo de quien viene, atesora unas virtudes estilísticas y creativas que lo convierten en un título de referencia indiscutible. La última parte, por ejemplo, el relato de un naufragio, es un fantástico ejercicio de ficción: el narrador reproduce una transcripción incompleta de una entrevista magnetofónica realizada por un alter ego de nuestro autor (cuyo nombre completo en la vida real es Sabas Ricardo Martín Fuentes) a un tal Sebastián Jiménez Reyes, quien sostenía haber estado en la isla de San Borondón por motivos accidentales. Coincido con Fernando Senante cuando afirma, en la única reseña que conozco de Ritos y leyendas guanches (“El rescate de Sabas Martín”, Diario de Avisos, 24 de julio de 1986), que «en este texto la capacidad narrativa de Sabas Martín demuestra su fecundidad para elaborar, de un tema tan traído y llevado en nuestra literatura, algo original y válido».
Los aspectos chocantes expuestos no afectan a la calidad del producto —insisto en ello— ni a la de la colección “Libros de los Malos Tiempos”, compuesta por más de ciento cincuenta títulos, a cuál más interesante y goloso. Hay que felicitar en este sentido al sello por disponer de un catálogo repleto de obras tan atractivas como necesarias para cualquier biblioteca que se precie; y hay que agradecer, además, que asignara el decimoquinto número de la serie a la que nos convoca.
Concertada la convivencia con las lecturas y escrituras pendientes, di comienzo al periplo atento a las cartas de navegación que el volumen me iba mostrando. El principio del viaje lo representa el prólogo, de obligadísimo disfrute. La primera parte se ocupa del espacio imaginado y testimoniado bajo parámetros literarios; la segunda, de las islas y los aborígenes desde la perspectiva científica, la «historia cierta» que menciona al final del apartado precedente; la tercera y última parte se centra en la procedencia de los asuntos que recoge la obra y en cómo se han dispuesto en el tomo. Habla de la importante labor de cronistas e historiadores que fueron testigos de la conquista de Canarias y de cómo se recogieron de sus textos, lo que el autor considera que cabría calificar de “proto-literatura” guanche.
«Llevar a cabo ese empeño implica una tarea de descubrimiento y, muchas veces, de reconstrucción, no sólo porque los cronistas e historiadores que escucharon las originales leyendas guanches en muchas ocasiones las refieran muy escueta y vagamente, como una mera alusión o curiosidad que se resalta al paso, sino porque también a menudo las alteraron y ajustaron a su propio pensamiento, a sus propios esquemas y valores culturales».
Sin apenas tradición mitológica porque no se ha recogido por escrito (en Ritos y leyendas este asunto se circunscribe a los cuatro primeros relatos del bloque I), las narraciones que se recrean en esta obra están protagonizadas por personajes históricos que, con independencia del grado de deformación de la realidad que permite la ficción, «lucharon en defensa de su libertad, prefiriendo en numerosas ocasiones la muerte a la derrota o la esclavitud», como nos cuenta Sabas en el proemio, donde además nos traza las razones que sostienen la importancia de conservar y difundir cuanto tiene que ver con los aborígenes de Canarias.
«Obligados a integrarse en la comunidad que les conquistó, en muy pocos años les serían impuestas otra lengua, otra cultura, distintas costumbres y una nueva religión, elementos todos que acabaron con la personalidad originaria como pueblo. Los guanches no desaparecieron totalmente como raza, pero murieron como civilización y como identidad».
Un último apunte que conviene destacar de la introducción es la disposición en la que aparecen las sesenta piezas. El autor es muy honesto al respecto: «Quedan ordenadas según un mítico e incierto transcurrir cronológico, como si el tiempo imitara a la vida o a la historia». Es difícil determinar la exactitud del momento en el que ocurrieron los distintos episodios que se cuentan, aunque se pueda establecer —con la debida prudencia y sin taxativas afirmaciones— una suerte de colocación temporal de los sucesos. Sabemos que los especialistas en materia de leyendas de Canarias (Maximiano Trapero, Andrés Monroy, etc.) han distribuido el abrumador conjunto de historias que ha llegado a nuestros días en tres grandes categorías: prehispánicas, época de la conquista y fase de la colonización; y que a partir de esta útil clasificación se puede plantear de alguna manera cuándo ocurrieron los hechos que se desarrollan en este libro. Los tramos temporales que se ciñen a los dos últimos periodos están —creo— bien delimitados; los prehispánicos, a mi juicio, no. De ahí que la disposición sea deudora de algún modo de esa señalada indefinición que indica Sabas Martín.
Sobre el espacio narrativo es posible ser más preciso, al menos en lo que respecta al bloque inicial del libro, el de leyendas, y dejando claro que los cuatro primeros relatos están relacionados con el ámbito religioso de los aborígenes y, por tanto, han de quedar fuera de cualquier delimitación física. Por orden de cantidad, observamos que nueve textos se ambientan en Tenerife; siete, en Gran Canaria; cinco, en La Palma; cuatro, en La Gomera; tres, en Lanzarote; uno, en Fuerteventura y, otro, en El Hierro. Las tres islas con más leyendas fueron las últimas en incorporarse a la corona. En el tomo, la mayoría de sus historias se concentra en la segunda mitad del apartado; o sea, coincidiendo con el periodo de relatos asociados a la conquista de realengo según el criterio cronológico señalado por el escritor. Tiene sentido: en esta etapa se desplegaron más medios para someter al indicado trío; y más medios supone más gente; y más gente conlleva más posibilidades de interés por recoger testimonios y, al mismo tiempo, más facilidades para que el ingenio y la inspiración abonen las huertas de la invención.
El segundo tramo del viaje, el de los sesenta inmejorables textos, es el que me ha permitido tomar prestada una expresión vinculada con el mundo de la indumentaria (“fondo de armario”) para trasladarla al ámbito de las bibliotecas. Si en la acepción asociada a la vestimenta hace alusión a «un número limitado de prendas que combinen con prácticamente todo y no pasen de moda. Piezas atemporales, favorecedoras y versátiles que se puedan llevar de mil formas diferentes» (clara.es, 3/02/2023), en el de los libros podríamos hablar de obras que no han de faltar en ninguna biblioteca que se precie, como ocurría hace años (quizás hace muchos años) con la enciclopedia Espasa-Calpe: disponer de ella venía a ser la condición sine qua non para que el lugar que la alojara tuviera esta consideración y no mereciera ser reconocida como una “bilicualo”, una simpática denominación surgida del ingenio de mi maestro don Antonio Cabrera Perera en unas lejanísimas jornadas sobre bibliotecas.
Para las de Canarias, sean de la titularidad que sean, quizás merezcan el calificativo de “fondo de armario” libros como Natura y cultura de las Islas Canarias, de Pedro Hernández (1977) y Psicología del hombre canario, de Manuel Alemán (1980). Ahora mismo, porque la ocasión me ha sido propicia para sostener la afirmación, estoy convencido de que habría que incluir también entre los indispensables Ritos y leyendas guanches de Sabas Martín (1985).¿Qué otras certezas deberían acompañar a esta terna? Interesante pregunta cuya respuesta conviene posponer en este momento, mas no desterrar de la voluntad por contestarla cuando sea oportuno; es más: qué magnífica iniciativa sería aquella que pretendiera dar con los incuestionables que han de habitar en nuestros anaqueles.
Ciñéndome al que me ha llevado hasta ti, cabe proclamar como una de sus tantas virtudes el hecho de que se erija el resultado en una versión admisible en lo conceptual y admirable en lo estilístico de lo que suele ser un ámbito tan difícil de asir como es el de las leyendas y más dentro de un territorio tan sujeto a la paradoja y/o al asombro como es el que representan nuestras islas, donde se produjo el espectacular tránsito de pasar en muy poco tiempo del Neolítico a la Edad Moderna y, para el tema que nos ocupa, de la oralidad a una suerte de escritura cronística que no pudo evitar los roces con la imaginación ni que evolucionara a una retórica de formas líricas sin sujeción al rigor histórico porque no se precisaba: Cairasco y Viana, por un lado, de fondo; por el otro, más tarde, con sus aportaciones, el polímata Viera y Clavijo.
La obra de Sabas, a partir de estos condicionantes, se propone dar entidad a lo que la leyenda ha situado en la incertidumbre. Él pone orden a la dispersión: enhebra lo fragmentado, consolida lo desmadejado, unifica lo arbitrario. Edifica en su reescritura libre de plagios y usurpaciones indebidas la consistencia de un discurso que se asume identitario y, por tanto, sujeto a los parámetros de lo verídico. ¿Qué es incierto en las ficciones que se afianzan en la identidad?, cabe preguntarse si tenemos en cuenta que la identidad determina la fortaleza del testimonio, que se vuelve necesario para disponer de un asidero firme con la historia. El libro cultural, el libro entretenido, el libro que nos habla de aquello que nos es familiar y que carece de certezas absolutas por hallarse en las brumas de la intemporalidad, resulta que, por el valor de la palabra que el hábil forjador ha sabido plasmar en unas páginas llenas de intrínseca emoción, ahora se ha convertido en el sustento para edificar una especie de mitología guanche con los fundamentos propios de aquellas de la Antigüedad que tanto nos han maravillado, a pesar de que los aborígenes carecían de panteones, pues hijos eran de la tierra y de lo que les envolvía, y de esa permanente voz que preside la cotidianeidad de los relatos: la libertad.
Sabas, conocedor de los subterfugios de nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia y nuestra cosmovisión como pueblo, en el apasionante proceso de ficcionar la ficción, en esa licencia para la reescritura de la que dispone, logra consolidar en este tomo el sentido y las formas de una serie de anécdotas de naturaleza y ámbito popular (¿qué es si no una leyenda en cuanto pieza del patrimonio cultural de incierto origen, aunque se pueda concretar el marco espacio-temporal de su desarrollo?), y les confiere una categoría superior que, alejada de cualquier ínfula idealista, deambula entre el epítome histórico, la crestomatía en poético estilo, la antropología y el ejemplario, pues abundan en sus páginas toda clase de bondades y maldades, de ambiciones y desprendimientos, de amores y odios, de bajezas y noblezas… Inevitable es, en este punto, ceder la palabra de nuevo a Fernando Senante:
«Ritos y leyendas guanches contiene una narrativa ágil y al propio tiempo con una gran carga poética. Sorprenden textos de un alto lirismo, donde la tensión del momento se plasma en los escritos. Supera, en este aspecto, el sentido lírico al épico, centrándose más el autor en el sentimiento de los personajes, que en el discurso grandilocuente de las batallas. Ha sabido Sabas Martín separar las alteraciones introducidas por los cronistas debido a su parcialidad y a sus diferentes formas de cultura, para dejar el espíritu en sí de la leyenda».
Contemplo el volumen. Releo la hermosa dedicatoria. He viajado con él a los «orígenes de la memoria insular», como me anota. Sitúo el tomo junto a su último tesoro: Las cenizas de tu imagen. Treinta y ocho años separan a estos librescos hermanos. De los dos Martín presentes en este mensaje que compartimos —nuestro autor y el protagonista de la novela—, solo uno ha sido capaz de contar siempre aquello que quería y como quería, solo uno ha podido hacerse un hueco entre los indispensables; el otro, por desgracia, pudo tener una oportunidad cuando le pidieron que investigara para un reportaje periodístico el asesinato de una pareja por motivos raciales, pero algo terminó trastocando sus planes.