Miércoles, 17 de mayo.
Victoriano Santana*
Me convocan a un encuentro formativo en Las Palmas de Gran Canaria. Asistimos unos cincuenta participantes, aproximadamente. El lugar donde nos vemos está alejado del casco urbano. Se hace necesario utilizar un vehículo para poder llegar. Algunos —yo, por ejemplo— hemos tenido que conducir más de media hora. La sesión dura cuatro. A las dos, un descanso de veinte minutos (que terminan siendo cuarenta). Ese día, el ponente ha mostrado una presentación, ha debatido con nosotros, ha resuelto dudas y nos ha puesto a trabajar en grupos pequeños de manera infructuosa: los resultados de las interacciones han sido pobrísimos (más bien penosos). Al finalizar la actividad, nos hemos montado de nuevo en nuestros respectivos medios de transporte y cada uno se ha marchado adonde ha querido. Yo, a mi casa.
«¿No se podía haber evitado la contaminación ocasionada por el desplazamiento realizando la formación de marras a través de una videoconferencia?». Esto me pregunté al llegar a mi destino después de soportar una cola de tráfico en la que estúpidamente perdí —para siempre— veinte minutos de mi vida. ¡Veinte minutos! ¡Cuántos admirables artículos de opinión hubiera podido leer en ese absurdo derroche temporal! Treinta (ir) y treinta más veinte (venir). Conclusión al detener el coche en el garaje: durante ochenta minutos he estado generando dióxido de carbono (ay, el efecto invernadero), contaminación acústica, estrés al medio natural y, a la vez, he alterado de un modo desagradable mi sistema nervioso, que también pertenece al entorno. ¡Ochenta minutos! ¡Cuántos capítulos deliciosos he dejado de leer! Este vaivén se ha repetido varios días en un mes. De las horas empleadas en la formación, solo una cuarta parte (siendo benévolo) sí hubiese exigido la estancia de todos los integrantes en un mismo espacio; las tres restantes, en cambio, se podían haber desarrollado sin problema alguno conectados por videoconferencia.
La pregunta planteada no ha dejado de estar presente en mi cotidianeidad desde que surgiera aquella infausta tarde. Aparece siempre que se hace obligatorio el desplazamiento con vehículo a motor para participar en las más variopintas concentraciones a las que debo asistir como docente y, de paso, como responsable de unos cuantos quehaceres relacionados con la profesión. En todas las ocasiones, la misma cuestión: ¿no contaminaríamos menos si sustituyéramos las presencialidades por las comunicaciones telemáticas? Y quien te dice contaminación, te habla de evitar el dispendio de tiempo y de energías, tesoros los anotados que, bien administrados, pueden emplearse en menesteres más productivos y, por qué no, más satisfactorios; y te habla, además, de la eliminación de situaciones estresantes y fatigantes tanto personales como colectivas porque no deambulamos por las vías solos, sino junto a otros semejantes. En estos tiempos en los que las exigencias de autonomía digital ya no son una opción, sino una obligación (y en el sector de la educación esto es un sí rotundo), insisto en la cuestión: ¿qué sentido tiene seguir postulando por encuentros físicos dentro del marco laboral que pueden ser fácilmente reemplazados por otros menos dañinos para el medio ambiente? Si se dispone de un sistema alternativo, ¿por qué no evitar los posibles accidentes o atascos que suelen generar los transportes?
Pienso en educación porque es mi ámbito profesional, pero estoy convencido de que en otros —tanto públicos como privados— también es viable dejar a un lado el tener que estar bajo un mismo techo para llevar a cabo una reunión productiva sea de la naturaleza que sea. ¿Todos los encuentros habidos y por haber funcionan mejor si se desarrollan oliendo aromas o emanaciones propias de la condición humana (haya o no descuido por parte del sujeto difusor)? ¿Es imprescindible para obtener felices conclusiones que se dé la posibilidad de saludos y despedidas que impliquen contactos, roces e intercambio de células y partículas? En caso afirmativo, ¿por qué? ¿Porque se desconfía de las atenciones que prestarán los concurrentes a reuniones, cursos, encuentros… si se les da la opción telemática? ¿Acaso consideran que tenerlos agrupados en un mismo sitio traerá consigo un mayor interés por lo que se aborde en la sesión aglutinadora? ¿El control con la oportuna rúbrica en la hoja de asistencia implica una indubitable asunción de contenidos, una alegre y productiva asimilación de los asuntos que mueven a la convocatoria? Ah, por cierto: firma no digital, por supuesto; aunque luego se exija la otra (la del puñetero certificado) a la ciudadanía en peso hasta para el más peregrino de los procedimientos por parte de las instituciones públicas.
Espero que la administración que se encarga de cuidar y salvaguardar nuestro estado del bienestar (en el que cabe el medioambiente) no caiga en la absurda paradoja de exigir, por un lado, innecesarias reuniones presenciales (no lo son todas, solo las que pueden reemplazarse por un sistema telemático) al mismo tiempo que, por el otro, trata de avanzar en la telemedicina para ahorrar costes. Si lo de las consultas telefónicas en los servicios sanitarios ya me parece una broma macabra (salvo para cuestiones meramente documentales), imagínense lo que he de pensar cuando se consolide (lúbrico deseo de neoliberales) la asistencia de pacientes por videoconferencias y se tenga que hacer contorsiones con la webcam para que el galeno de turno detecte que, efectivamente, te has hecho un esguince de tobillo o que ese color morado en los labios que ve en su pantalla (bien ajustada en brillos, contrastes y tonalidades) es el síntoma de un posible problema cardíaco del copón.
Concluyo. Durante el obligado encierro dictado por las autoridades para protegernos del COVID, el entorno biológico no-humano ganó en calidad. Especies zoológicas y botánicas, con nuestro aislamiento, disfrutaron de una tregua pacífica en la unidireccional guerra que, conscientes o no, mantenemos contra ellas. Somos un género muy destructivo: arreglamos una cosa y desbaratamos tres; cuidamos de A y, por acción u omisión, dañamos el resto del abecedario. Por eso, si con pequeñas acciones se puede no perjudicar el único hogar que conocemos, la Tierra, ¿por qué no llevarlas a cabo? ¿Por qué optar por lo pernicioso si contamos con alternativas menos nocivas? ¿Por maldad? ¿Por ignorancia?
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.