Antonio Morales*
En los días previos a la Marcha de la Dignidad del pasado día 22, mientras se organizaban distintas caminatas hacia Madrid para denunciar los recortes del Gobierno, la pérdida de derechos y la pobreza y emergencia social en que se encuentra una parte importante de la sociedad española, los medios de comunicación apenas se hicieron eco de su convocatoria. Era casi como si no existiera.
Al día siguiente de su celebración, muy pocos medios le prestaron atención en sus portadas y algunos de los que lo hicieron se preocuparon en señalar la presencia de asistentes en un número muy inferior a los que los organizadores y otros observadores señalaban (cincuenta mil frente a más de un millón) o a destacar de manera gráfica y malintencionada la presencia de algunos violentos frente a una amplia mayoría pacífica. Periódicos como La Razón o ABC coincidieron en remarcar la radicalidad de la marcha y en rotularla como un resultado de “la indignidad de la izquierda”. Curiosamente, para la prensa extranjera la manifestación fue “gigantesca”, “enorme” y “masiva”.
En los días posteriores, ríos de tinta insistieron en señalar la violencia de la Marcha y en destacar la protesta de los sindicatos policiales, pero sin hablar ya de los organizadores o de los que los apoyan, entre los que se encuentran sindicatos, partidos políticos, afectados por las hipotecas, los ERE y preferentes, más de un centenar de organizaciones sociales, frentes cívicos… Ni de los motivos y las reivindicaciones que les llevaron a movilizar a la ciudadanía.
Ya no se habla de los informes de la semana pasada del FMI y de la OCDE, nada sospechosos por cierto de connivencia con la izquierda, en los que se hacía hincapié en la enorme brecha social, la desigualdad y la pérdida de ingresos de las familias que se han afianzado en España en los últimos años. Ni de los datos de la última EPA que manifiestan que el número de familias sin ningún tipo de ingresos se acerca ya a las 700.000 (un 5,4% más que en el pasado trimestre). Ni de que sigue aumentando la pobreza y la exclusión social (casi trece millones se encuentran además en riesgo). Ni de que los jóvenes que se ven avocados al paro y la desesperanza y los niños a la pobreza infantil están alcanzando los porcentajes más altos de la UE (solo estamos por detrás de Rumania, según Eurostat). Ni de que cada día se sigue avanzando en la pérdida de derechos laborales y sociales. Ni de que la precariedad y el miedo campan a sus anchas por el sentir colectivo.
Se nos intenta trasladar directamente, o de manera subliminal, que tenemos que ser dóciles, que hay que aguantar. Que los sacrificios que recaen en los más débiles son inevitables, al fin y al cabo hemos sido nosotros mismos los que nos lo hemos ganado viviendo por encima de nuestras posibilidades. Y no están dispuestos a aceptar que la sociedad civil, las instituciones democráticas consecuentes y las organizaciones políticas independientes del poder económico planteen alternativas y se impliquen en la defensa de la dignidad y la igualdad. Por eso, la Delegada del Gobierno de Madrid ha acusado a los organizadores de la Marcha de azuzar la violencia y les ha abierto diligentemente un expediente por los altercados provocados por una minoría. Hay que asustar a los que les ocurra organizar nuevas manifestaciones. Por eso el Director General de la Policía ha declarado que “hay una escalada de violencia para destruir el Estado de derecho”. Por eso han vuelto a arreciar los apoyos a la propuesta de Ley de Seguridad del ministro Fernández que el Poder Judicial considera inconstitucional.
No aceptan ni comparten que la desigualdad rompe el Estado de derecho y la democracia. Que quiebra los logros alcanzados en largas y a veces cruentas luchas sociales. Que es verdad que no se puede obviar la economía, pero que la obsesión por el déficit y por sanear las cuentas no puede enfermar y desahuciar a una sociedad. Que el Estado no puede ni debe claudicar de sus obligaciones de garantizar la solidaridad y la redistribución de los recursos. De garantizar a cada uno de sus ciudadanos los medios para poder vivir con dignidad. Que no puede renunciar a ir ganando espacios para la igualdad y no para la regresión social como hace en estos momentos. Que la democracia nos debe garantizar los mismos derechos y que podamos vivir como iguales.
Nada justifica la violencia. La que causaron unos pocos el 22 de marzo es absolutamente condenable. La que causa pobreza y marginación también. Los alborotadores no tenían nada que ver con la organización ni con el espíritu que animaba su reivindicación. La Marcha por la Dignidad ha sido absolutamente pacífica a pesar de algunos hechos violentos aislados. ¿Pero será siempre así? ¿No se ha insistido precisamente desde los medios de comunicación que lo raro es que no hayan habido brotes de violencia en España? Que si no se ha producido un estallido social es por la economía sumergida… ¿Hasta cuando está dispuesta la sociedad civil a aguantar pacíficamente, serenamente? Como afirma el sociólogo y jurista colombiano César Rodríguez Garavito, “la exclusión social y económica, derivada de niveles extremos y persistentes de desigualdad, causa la invisibilidad de los muy pobres, la demonización de los que desafían al sistema y la inmunidad de los privilegiados, anulando así la imparcialidad jurídica”. Las brechas sociales que se han ido abriendo tienden a marginar y a excluir a una parte importante de la ciudadanía. La desigualdad provoca una rebelión frente a las instituciones y pone en riesgo la existencia del propio Estado democrático. La discriminación “mitiga la sensación de obligación moral de los poderosos hacia los excluidos” y la sensación de que “no hay ninguna restricción social para la maximación de sus intereses”. Se corre el riego, por tanto, de “un Estado negligente con los invisibles, violento y arbitrario con los descastados morales, y dócil y amigable con los privilegiados”. La desigualdad corrompe las libertades y la legitimidad democrática. Y estamos corriendo el riesgo, cada día que pasa y cada día que avanza la brecha social, de que las aspiraciones legítimas que no encuentren su cauce se desborden. Como plantea Hannah Arendt, a los excluidos “nadie los ve, nadie los oye, solo aparecen en el escándalo del motín o en el acto antisocial, cuando la miseria material arrastra a la miseria psíquica e irrumpe desorganizando nuestro mundo de buenas costumbres”.
Pierre Rosanvallon ("La sociedad de los iguales". RBA), afirma que una diferencia económica abismal entre los individuos acaba con cualquier posibilidad de que habiten un mundo común. Y la solución no puede estar sino en lo que él llama la renacionalización del Estado de bienestar, en la recuperación del Estado como el espacio pertinente de solidaridad y distribución.
Demonizar la Marcha de la Dignidad, o cualquiera de las mareas sociales que salen a la calle defendiendo el Estado de Bienestar y el Estado de Derecho, rompe la cohesión social y quiebra la idea común de ciudadanía. Un Estado de derecho debe garantizar todas las posibilidades para permitir pacíficamente, en la calle y en las instituciones, la libre expresión de la población y la defensa del interés colectivo. Y ser generoso en las demandas sociales. Incluso en la desobediencia civil que plantea Habermas: “Todo Estado democrático de derecho que esté seguro de sí mismo, considera que la desobediencia civil es una parte componente normal de su cultura política, precisamente porque es necesaria”. Se trata de transgredir simbólicamente y sin violencia las normas que son legales pero no son legítimas, pero sin renunciar a la defensa de la democracia y la participación de la ciudadanía en la defensa del interés colectivo. Es la “revolución pacífica” que defendía en el siglo XIX Henry David Thoreau, porque entendía que no todas las leyes nos hace más justos y que, en esos casos, seguirlas sin cuestionamientos nos puede convertir en “agentes de la injusticia”. Gandhi o Martin Luther King lo supieron captar perfectamente.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes. (www.antoniomorales-blog.com)