24 de junio de 2014

Opinión: "Privados de todo"

Martes, 24 de junio.

Antonio Morales*
Con esto no nos están engañando. El PP lo había explicitado claramente en su programa electoral. Casi once millones de personas apoyaron con su voto la venta de lo poco que queda de lo público en España. Hablaban de “optimizar los modelos de participación privada” en la financiación, gestión, explotación y mantenimiento de las infraestructuras ferroviarias y aeroportuarias. En realidad planteaban también privatizar, a la manera de David Cameron, decían, los servicios sociales, la educación, la sanidad y la dependencia. Y lo sabían y lo apoyaron también los casi siete millones de votantes del PSOE que conocían claramente que Zapatero lo había intentado en la legislatura que finalizaba. Unos y otros nos habían dejado absolutamente claro que Renfe, AENA, Loterías, Paradores, Puertos, Correos y algunas empresas más, propiedad del Estado, en su totalidad o parcialmente, como Red Eléctrica o Enagás, seguirían la senda de las privatizaciones del bipartidismo en los últimos treinta años. No nos debería coger de sorpresa entonces el anuncio de la venta de AENA, tal y como pretendió el Gobierno del PSOE en 2010 (con la oposición del PP, por cierto), para hacer caja y cumplir con los mandatos de las élites financieras.
Nada más comenzar la legislatura, el Gobierno de Rajoy activó su plan de privatizaciones, lo llamaba de “liberalizaciones”, encaminado a recaudar más de 40.000 millones de euros. Pretendía cumplir con los objetivos de déficit y nivelar el plan de ajustes privatizando todo lo que quedaba por privatizar en un Estado diezmado por los gobiernos anteriores. La operación incluiría, igualmente, la venta de una parte importante del patrimonio inmobiliario y cuatro millones de hectáreas de bosques, montes públicos y pastos. Hubo quién ofertó incluso la posibilidad de que se hiciera lo mismo con la red de carreteras por un total de 14.000 millones. La intención era enjugar el 39% del déficit público desprendiéndose de la mitad de las 3.800 empresas estatales que quedan en España.
Sin embargo, en los momentos finales de Zapatero y en los primeros de Rajoy, las cosas venían mal dadas. La crisis económica internacional impedía que se hicieran ofertas que se pudieran considerar interesantes. Pero en los últimos meses los fondos buitre campan a sus anchas por la piel de toro. Les ha empezado a apetecer escarbar en los restos del naufragio. Saben que España está en venta por liquidación y se frotan las garras. De hecho ya han empezado a engolosinarse con las primeras ventas de acciones de Bankia y las participaciones de ésta en NH Hoteles o Mapfre, acudiendo a los servicios de Morgan Stanley, JB Capital Markets, Deutsche Bank o Bank of América. Los activos españoles están baratos y el Gobierno necesita imperiosamente vender. Tienen que cumplir con el déficit, con la deuda que han adquirido al sanear la banca y con el mandato de los mercados neoliberales y la troika que ordenan “liberalizar” y jibarizar al Estado.
Este cúmulo de circunstancias ha hecho que días atrás el Gobierno del PP se haya decidido a anunciar la privatización de AENA en un 49%. Al tiempo, ponen en marcha una campaña mediática que justifique y aliente la decisión. Los medios de comunicación se llenan de empresarios que aplauden la medida con entusiasmo y aparecen por doquier expertos de toda índole que la justifican amparándose en que así se consigue una mayor eficiencia y competitividad. Y aunque a veces se utiliza la táctica de deteriorar los servicios públicos para hacer deseable su pase a manos privadas, lo cierto es que múltiples estudios han demostrado que la gestión pública resulta más eficiente y más eficaz.
Estamos ante una vuelta de tuerca más de la estrategia de la globalización neoliberal que ataca al interés general y a la propia democracia para favorecer la desnacionalización de la economía y la concentración del poder y la riqueza en manos de una plutocracia que se erige en gobierno de los gobiernos elegidos por los ciudadanos. Se trata de reducir el Estado a la mínima expresión y para eso hay que controlar a la política y a los políticos, a las instituciones y a la propia ciudadanía, que se convierte en un mero objeto para el consumo. El Estado, tras sanear las empresas y ponerlas en valor, se vuelve de pronto incompetente, tras oportunas y dirigidas cruzadas mediáticas a través de los medios que controlan, y tiene que desprenderse de todo “para que la economía funcione”. Se expolian los bienes públicos, muchas veces a precio de saldo, y se generan a su vez, seguidamente, oligopolios (como sucede con la energía) que premian, tiempo después, a los que han facilitado la operación desde la política con puestos opíparos en consejos de administración.
El auge del neoliberalismo en la década de los ochenta tuvo como laboratorio principal a Latinoamérica. Desde allí se ponían en práctica las consignas de Reagan y Thatcher y economistas estandartes como Friedman no dudaron en ejecutar sus más sangrantes experimentos de la mano de dictadores como Pinochet y otros gobiernos sátrapas. Pero España no se quedó atrás en el cumplimiento de políticas privatizadoras. Desde mediados de los 80 hasta el final de los 90 se privatizaron más de 130 empresas públicas, que ingresaron en las cuentas del Estado más de 50.000 millones de euros. En la etapa de Felipe González se dieron pasos importantes realizando casi 70 operaciones de venta de participaciones públicas. Se empezó a desmantelar el INI y a poner en manos privadas empresas como Seat, Enasa-Pegaso, Acesa, Tabacalera y, parcialmente, Repsol, Endesa, Gesa, Ence y Telefónica. El Gobierno socialista hizo con todas estas ventas una caja de casi dos billones de las antiguas pesetas. Con la llegada de Aznar en 1996, las privatizaciones, revestidas de liberalizaciones, se precipitan. En esta época, el Estado pierde definitivamente Telefónica, Gas Natural, Repsol, Endesa, Argentaria, Tabacalera, Indra, Retevisión, Aldeasa, Aceralia, Red Eléctrica, Iberia, Santa Bárbara, Trasmediterránea y una larga lista de casi cincuenta empresas que reportaron unos ingresos de más de cuatro billones de pesetas. Los propios organismos reguladores llegaron a recriminar al Gobierno la poca transparencia de las operaciones y lo precipitado de las decisiones. Y tenían razón, ya que, en vez de producirse la anunciada liberalización, se dio paso, mientras se despedían trabajadores a mansalva, a oligopolios ligados al gas, la electricidad, el petróleo o las comunicaciones de la mano de personas cercanas al entonces presidente Aznar o a su ministro Rodrigo Rato (Villalonga, Alierta, Pizarro, Francisco González…). Estas empresas tienen hoy día unas ganancias multimillonarias y de ser públicas contribuirían sin duda a paliar el déficit y a garantizar las prestaciones básicas del Estado de bienestar que demanda la ciudadanía. Algunas de ellas (como Endesa o parte de Repsol) han pasado a manos de otras naciones que toman decisiones sobre sectores estratégicos españoles. Y, además, cada día contemplamos cómo se suben las tarifas desmesuradamente, cómo se hacen más laxos los cumplimientos medioambientales, cómo ahorran en los mantenimientos, cómo, en muchos casos, se reduce drásticamente la calidad de los servicios, cómo se minimizan las inversiones e innovaciones tecnológicas…
Y todo ello con garantía de reversión. Al tratarse en su mayoría de empresas que sostienen servicios indispensables, si se vieran en algún momento en apuros, entonces papá Estado estaría obligado a intervenir y a salvarlas de la ruina. Es lo que ha pasado con la banca o lo que está pasando con las autopistas de peaje, cuyo rescate va a suponer un desembolso de más de 2.400 millones de euros para las arcas públicas, y eso tras negociarse una quita con la banca del 50%. Para hacerlo posible se creará una sociedad de capital 100% público que, cuando esté saneada, se pondrá de nuevo a la venta, para que otros se queden con lo mejor del pastel. Y vuelta a empezar.
El Gobierno de Mariano Rajoy se propone en estos momentos rematar la jugada y liquidar lo poco que le queda al Estado de patrimonio público. Y pasa por encima del consenso, la transparencia y el interés general de comunidades como la canaria que ve como sus aeropuertos, unas infraestructuras vitales para su supervivencia, pasan a ser gestionados por operadores privados que pueden tener intereses contrarios a los de esta tierra. El turismo, la energía eólica y nuestras conexiones con el exterior, entre otras cosas, quedan al albur de intereses económicos particulares. Sin duda, un plus de poder estratégico para los futuros compradores.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes. (www.antoniomorales-blog.com)