
Antonio Cerpa*
Daniel no apartaba la vista del fuego, ni los oídos
de las palabras del abuelo. Fuera hacía frío, mucho frío. Olegario dormitaba
sobre la alfombra justo en medio del niño y el anciano. De vez en cuando abría
uno de sus ojos, comprobaba que todo estaba bien, y volvía a sumergirse en sus
sueños de perro. Algo más alejada de las llamas, callada y en paz, la abuela
tejía una bufanda de lana blanca para el pequeño. También ella escuchaba, y sonreía,
y recordaba.
Perdida entre las cumbres de
la isla, justo en las estribaciones de Los Pechos, aquella casita de piedra, en
otro tiempo humilde y sólido refugio de antiguos peones camineros, era su hogar
durante largas temporadas, fundamentalmente en aquellas que coincidían con las
vacaciones escolares.
Daniel vivía en un palacete de más
de quinientos metros cuadrados en la zona noble de la ciudad. Compartía aquel
inmenso "castillo" con sus padres y con una nani venida de Bulgaria
para ocuparse de él. Alicia y Gustavo, sus jóvenes progenitores apenas tenían
tiempo libre. Eran demasiado importantes. Gustavo gastaba su jornada amasando
dinero, y Alicia propiciando encuentros entre sus amigas del club náutico para
organizar cenas, fiestas y rastrillos de caridad en favor de los niños pobres
del tercer mundo.
Cuando salía para el colegio alemán
acompañado de su niñera, su madre aún dormía y su padre hacía horas que se había
marchado. En realidad a su padre apenas le veía, y a su madre, ...alguna noche
antes de acostarse y en la misa de los domingos, a la que por nada del mundo,
ya tronara o cayeran chuzos de punta, se permitiría faltar.
El enorme caserón en el que vivía,
los largos y oscuros pasillos, los muebles oscuros y muy caros, las lámparas de
araña, los vetustos arcones, los techos altísimos y las pesadas cortinas de
cretona, la mirada severa de su nani, las palabras extrañas que no entendía, la
falta de besos y caricias... Daniel se encerró en si mismo y se instaló en su
propio mundo. Se inventó su bosque de Sherwood entre las patas de las
veinticuatro sillas del comedor, su cuartel general bajo la mesa de despacho de
su padre, y su campo de batalla, en los interminables y siniestros pasillos. No
hablaba con nadie, no reía con nadie, no lloraba con nadie. Sólo hablaba,
reía o lloraba con los personajes de su universo encantado.
La Semana Santa se había adelantado
este año (aún faltaban unos días para que comenzase oficialmente la primavera). La temperatura, muy fría durante la noche y bastante fresca en las primeras
horas de la mañana, se dulcificaba con los primeros rayos de sol y calentaba
con fuerza cuando llegaba el mediodía.
Mientras el niño dormía, la abuela
abría las ventanas y permitía que el aire y la luz de la mañana ventilasen y
purificasen la casa. El abuelo cortaba leña junto al pequeño huerto y Olegario,
después de un paseo reparador, se había tumbado frente a la habitación de
Daniel esperando ansioso verle aparecer por la puerta. Ya olía a chorizo,
huevos fritos, pan caliente y café recién hecho. Pronto estarían todos a la
mesa.
A escasos metros de allí,
serpenteando entre riscos y matorrales, protegido por un mar inmenso de pinos,
perfumado con los olores de la retama amarilla, el tomillo de cumbre y la
salvia blanca, un luminoso arroyo de aguas transparentes y frías venido desde
el Pico de las Nieves, brincaba entre las rocas cristalino y exultante.
Como cada mañana, comido, aseado y
con la bendición de los abuelos, Daniel llamó a su perro, y juntos se perdieron
en el bosque (el "se perdieron" es sólo un recurso literario, sabían
donde iban y sabían que querían ir solos)
Y llegaron a su rincón secreto. En
un recodo del sendero, justo donde el pinar cobija cientos de helechos gigantes
y la vegetación se torna impenetrable, el cantarín arroyo se veía obligado a
saltar sobre los riscos componiendo una grácil cascada de varios metros de
altura y engendrando, antes de seguir su curso ancestral, un hermoso estanque
de aguas claras donde según cuentan las leyendas, se bañaban las hadas y los
duendes y donde tenía su moraba la Ondina de las Aguas.
Y Olegario se lanzó a las aguas, y
nadó y salió y corrió y brincó y buscó al niño y con sus patas le abrazó y con
su lengua le besó, y volvió al estanque y nadó y ladrando le llamó. Por
un instante la mirada del niño buscó la cascada y el dibujo que la corriente
iba dibujando sobre la tierra en su camino hacia Tejeda. Pero sólo fue un
momento. Sin que hubiese fuerza humana capaz de impedirlo, sus ojos, su mente y
todo su ser quedaron atrapados en el centro del estanque. Y como había ocurrido
otras veces, el lugar se llenó de luces de colores, de reflejos iridiscentes,
de cuerpos hermosos y transparentes, de dulces y extrañas melodías. Cuatro
figuras translúcidas, etéreas, asexuadas y desnudas, con guirnaldas de flores
silvestres sobre sus cabezas y collares de oro y madreperlas en el cuello,
cantaban y bailaban en corro y extendían sus manos invitándole a danzar.
Olegario salió del agua de un salto, se tumbó sobre la hierba con las patas
estiradas, el hocico a ras del suelo, los ojos muy abiertos, y en absoluto
silencio. Ya no sufría los ataques de pánico de la primera vez. Ya no temía por
el niño. Una amable sensación de paz lo inundaba todo. Daniel bailaba con las
hadas. Millares de pequeños ojos habitantes del lugar contemplaban embelesados
la escena. Los pinos, los matojos y las flores, las montañas, las nubes y el
mismísimo Nublo se regocijaban pensando que tal vez no estuviera lejos el
momento en el que los hombres descubrieran al fin, que el secreto de la sabiduría
habita muy cerca; "Si no os hacéis cómo niños, no entraréis en el reino de
los cielos", dijo un día Jesús de Nazareth. Y por un instante, las armas
callaron, se disipó la hambruna, hubo trabajo y hubo justicia, cesó la ira y
crecieron los abrazos y en todas las plazas sonó la música y se recitaron
poemas de amor. Fue sólo un instante, pero en ese instante infinito, fuimos
Dios.
Se había hecho tarde. El pequeño y
el perro corrían por el sendero que les llevaría a casa. Contentos y aún
mojados, con su secreto guardado bajo cien candados y sus ojos inundados de sueños,
besaron, lamieron, abrazaron y estrujaron a la abuela que les esperaba de pie
junto a la puerta.. Cuando llegara la noche y las inquietudes de cada día se
fueran a descansar, Daniel se sentaría junto al abuelo y le diría que le
contase cuentos a la luz de la lumbre.