23 de diciembre de 2020

Opinión: Penúltimas lecciones escolares de 2020

 Miércoles, 23 de diciembre.

Victoriano Santana*

En días, pondremos punto final a 2020; antes, habremos terminado la primera evaluación. El trimestre escolar iniciado en septiembre se ha ido en un santiamén. Septiembre…, qué lejos y, a la vez, qué cerca. 
El ambiente de todos los años por estas fechas es el mismo, aunque ahora haya detalles que nos muestran que muchas cosas son diferentes. Un ejemplo: los pasillos y las aulas de nuestro centro. Fíjense en cómo están llenos de marcas en el suelo y de señales en las paredes. Apuntan hacia lo mismo: hagamos lo que indican, cumplamos con lo que se nos comunica, no desatendamos las instrucciones dictadas, velemos por los consejos anunciados. Somos los destinatarios de lo que dicen esos mensajes que buscan nuestro bien y el de cuantos nos rodean. El alumnado, profesorado, personal de Administración y Servicios, familias…, todos somos los receptores porque el COVID-19 nos afecta por igual. No hace distinciones. Cualquiera de nosotros puede formar parte de los tristes números de una enfermedad que, desde que tuvimos conciencia de su existencia, no ha dejado de estar en nuestras vidas. Durante el transcurso de las últimas doce semanas y, sin duda, de marzo para acá, hemos aceptado y, en algunos casos, debido interiorizar que nadie está libre de este mal. Marzo, ay, marzo…, qué distante y, a la vez, qué presente. Marzo, punto de inflexión.
Cuando comenzó 2020, no se me ocurrió imaginar que podría concluirlo escribiéndoles sobre esta experiencia que formará parte de nuestra memoria colectiva. Nunca pensé en algo que nos podía afectar a todos: a ustedes, a mí, a quienes conocemos y a quienes no, a quienes están cerca de nosotros y a cuantos están en cualquier rincón de nuestro planeta. Sí tuve en mis pensamientos, en ese instante, la posibilidad de que se dieran situaciones cuyo ámbito de alteración particular no pasara de los límites personales: una enfermedad, un fallecimiento, un cambio en una situación laboral, un…, no sé, es la vida, mis discentes, y esta siempre se juega con esas barajas; pero jamás me planteé que pudiera pasarnos esto. No pienso nunca en que un meteorito nos extinga, que una bomba nos aniquile o que una pandemia trastoque nuestras vidas tal y como lo ha hecho. Nunca pienso en esto cuando comienza un año; pero, ya ven, nos ha tocado algo que me lleva a apelar a la “memoria colectiva” para sostener que no nos olvidaremos de estos meses. Estamos siendo actores y espectadores de un hecho histórico que nos acompañará a lo largo de nuestra vida y que, bajo la perspectiva propia de los que han sido testigos de un acontecimiento significativo, recordaremos siempre.
Les confieso que ya he presenciado otras situaciones trascendentes, soy viejo. La importancia que esta tiene ahora para nosotros en estas penúltimas lecciones del año es que nos une, nos vincula, la hemos compartido juntos. Ningún contenido de nuestra programación, nada de cuanto hayamos podido dar en clase o hacer en el centro, supera el valor de esta vivencia. Por eso, conviene ir asumiendo que nada desaparecerá de nuestra memoria y que los cambios que tengan que venir cuando este episodio histórico pase se quedarán con nosotros durante mucho, mucho tiempo. Estamos navegando en el mismo barco sobre el mismo océano. Los roles que nos diferencian (docente vs discentes) importan poco ante la magnitud del acontecimiento.
Recuerdo y creo que jamás olvidaré la caída del Muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) y el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York (11 de septiembre de 2001). Sus ascendientes saben de qué les hablo. Cuando evoco los acontecimientos mencionados, hay imágenes que se vuelven sumamente nítidas.
En el hecho de 1989, estaba en casa de mis padres y veía en la televisión cómo los berlineses de un lado del muro pasaban al otro lado. Me impactó. Yo tenía tu edad, año arriba, año abajo, e intuía que la desaparición del muro suponía el fin del mundo que yo había conocido hasta ese momento, dividido entre el bloque de naciones que se adherían a las tesis de EEUU y el de las que estaban bajo la influencia de la URSS (la actual Rusia más varios países que hoy en día son fronterizos: Bielorrusia, Ucrania, Kazajistán, etc.).
La máxima autoridad en la URSS se llamaba Mijail Gorbachov. Años antes del hecho histórico, este dirigente había puesto en marcha un programa de reformas económicas denominado Perestroika. Me acuerdo de leer como noticia de alcance mundial el que se pudiera comprar Coca-Cola ya en la URSS. Imagínate. Yo, que vivía en Canarias, en unas pequeñas islas del Atlántico, tenía acceso a este famoso refresco sin problema alguno; y los rusos, en cambio, empezaban a disponer de esta bebida gracias a la apertura económica que su presidente había promovido. En lo personal, tengo que hacer un gran esfuerzo para recordar vivencias significativas ocurridas en 1989 (si pudo haberlas o no, no lo recuerdo); en cambio, tengo fácil acceso a esto que te cuento sobre la caída del Muro de Berlín. El hecho me marcó.
Lo mismo me sucede con los atentados del 11 de septiembre. Yo vivía en la capital de Gran Canaria. Fue una tarde. Acababa de despertarme de una ligera siesta. Recuerdo que todo empezó como un accidente de aviación: un aeroplano se había estrellado contra un edificio. A partir de ahí, las horas siguientes se fueron llenando de incredulidad, asombro, desconcierto… No sé, podría poner tantos sustantivos equivalentes. Ustedes no habían nacido. Por eso no saben cuánto cambió el mundo después de aquella tarde fatídica.
La emblemática ciudad de Nueva York, símbolo de una nación que había estado en todos los conflictos relevantes del siglo XX, era atacada con armas inesperadas: sus propios aviones comerciales pilotados por terroristas. No vino un ejército del exterior ni llegaron misiles lanzados desde tierras remotas, como se pensaba que ocurriría durante la Guerra Fría que mantuvieron los EEUU con la URSS. No. Fue peor. Las armas eran los aviones civiles y los testigos directos de la masacre los pasajeros, los que tuvieron la desgracia de estar en los dos edificios y, por extensión, el planeta entero, que contempló a través del televisor las terribles escenas de las naves colisionando contra los edificios, que terminaban derrumbándose y sepultando a miles de personas.
Me ciño a estos dos acontecimientos porque son los que han salido a relucir mientras les escribo esto, pero hay otros que, cuando los evoco, me muestran una imagen fija del instante en el que supe de ellos: cuando me hablan de los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, no puedo evitar verme en una cafetería que estaba cerca del IES Casas Nuevas, donde daba clases entonces, y mirando absorto el televisor. Cómo recuerdo aquella mañana. O, para no extenderme más, cuando se menciona el accidente de Spanair del 20 de agosto de 2008, que mi memoria me ubica en el interior de mi coche, rumbo a Vecindario y oyendo el suceso a través de la radio. Estaba en la autopista y había dejado atrás el aeropuerto. La imagen es nítida.
Lo que deseo compartir contigo es que la conciencia de ser testigo de algo histórico me condujo a pensar: «vaya, formo parte de la generación de humanos que vivió esto»; y «he sido testigo de algo que formará parte de la memoria colectiva de la humanidad». Imagino que lo mismo debieron decir quienes vivieron el final de una guerra, la conclusión de una hazaña admirable, la inauguración de una construcción única, etc.
Siguiendo el patrón de los hechos vividos que recuerdo con nitidez, este que ahora nos une traerá consigo un cambio en nuestra manera de concebir la vida y el mundo. Intuyo que, después de todo esto, nuestras vidas no volverán a ser las mismas que antes, sin que ello signifique que lo que ha de venir, visto con la debida perspectiva, sea necesariamente malo.
Pienso en la etapa del confinamiento. Una nación se encerró en sus casas. Esto, a lo largo de la historia, ha sucedido siempre bajo circunstancias trágicas: una guerra, una dictadura… En otros momentos, los encierros nunca eran generalizados, solo puntuales: un fenómeno meteorológico adverso, una decisión judicial, etc. Aunque no falten acontecimientos parecidos en la historia, muchos con una gravedad mayor que la actual, lo cierto es que lo sucedido ahora tiene algo de particular: que lo estamos viviendo de una manera muy próxima. Una pandemia, como la niebla, ha envuelto el corazón emocional y simbólico de ese llamado primer mundo, el mundo que se toma como referencia de progreso, el mundo que no duda en dictar las reglas de cómo se debe vivir a quienes no pertenecen a su grupo. Somos víctimas de una catástrofe sanitaria que, reconozcámoslo, miraríamos con relativo desinterés si sucediera fuera de ese llamado mundo desarrollado.
La vida cómoda, regalada, sin conflictos; la vida de la seguridad jurídica, de la paz en las calles, de la comida, medicamentos, techo y abrigo constantes, estables, se vio condicionada durante el confinamiento por un notable recorte de algo que siempre dimos por sentado que tendríamos y que nos parecía inconcebible que no se diera: la libertad de movimiento. ¿Pensamos en algún momento que todavía hoy, sin que necesariamente se deba a una alarma sanitaria, hay muchos lugares en el mundo donde esta libertad no solo no existe, sino que no se puede concebir como posible?
El encierro que vivimos durante varios meses nos ha de enseñar, por un lado, a valorar la libertad y a cuidarnos de no hacer aquello que nos conduzca a perderla por ir en contra de la ley; por el otro, a darnos cuenta del daño que esa libertad para ir y hacer cuanto queramos ocasiona al medioambiente. La calidad del aire y del agua mejoraron con nuestro confinamiento. Otros seres vivos, que tienen el mismo derecho que nosotros a disfrutar del planeta, “agradecieron” el que estuviésemos encerrados dentro de nuestras casas. Conviene que en estas penúltimas lecciones del año se tengan en cuenta estas dos enseñanzas.
Lo más doloroso de todo es que muchos de nuestros semejantes han tenido que ser víctimas de esta pandemia. Es el gran precio que se paga en estas situaciones. Nosotros cumplimos con las sencillísimas órdenes gubernamentales (mascarilla, lavado de manos, distancia interpersonal) mientras que más allá de las ventanas de nuestras casas se libra una lucha sin cuartel contra la enfermedad. Aunque no conozcamos sus nombres ni hayamos visto sus rostros, hemos de tener un recuerdo para esos miles de fallecidos y enfermos, y para esos miles de ciudadanos que, con su abnegado esfuerzo, nos protegen y velan por que no falte lo más básico: personal sanitario, personal de las fuerzas y cuerpos de seguridad, personal encargado de abastecer de productos alimenticios y sanitarios, los transportes, los comercios, etc. Es obligatorio, es moralmente obligatorio, que los tengamos a todos presentes en este momento. 
Quiero aprovechar la oportunidad para expresar mi más sincera gratitud a todos los que han hecho posible, sin que hubiera una voluntad expresa para ello, que la perspectiva de nuestra sociedad a corto y medio plazo vuelva a ser luminosa. Unos han pagado el precio de su salud y su vida; y, sin proponérselo, han mostrado cuán valiosos son estos dos tesoros. Otros, con su esfuerzo, sacrificio y bondad, y sin proponérselo también, han demostrado cuán valioso es cuidar, proteger, aumentar… los pilares básicos de nuestro estado del bienestar y cuán importante es la contribución que todos nosotros (sí, todos: tú, tu gente, yo, mi gente) podemos hacer para preservarlo de su desmantelamiento y desaparición.
Pienso, salvando las distancias dado que no son hechos similares, en una tragedia recientemente recordada gracias a su aniversario: Chernóbil, la mayor catástrofe nuclear de la historia (26 de abril de 1986) y un desastre medioambiental de tal magnitud que, de no haber sido controlado, hubiese multiplicado por no sé cuánto la cantidad de víctimas entre muertos y enfermos. Para que ese control de la situación fuera posible, se hizo necesario que muchos diesen su vida para salvar las de la mayoría. Esos fueron los denominados “liquidadores”, personal voluntario compuesto por militares y civiles (bomberos, obreros, mineros, científicos, etc.) que se enfrentaron cara a cara con el problema para atajarlo. Miles de ellos murieron y muchos miles más quedaron discapacitados. Sin su sacrificio, no hubiese sido posible que millones de ciudadanos sigan vivos.
Con el COVID-19 está pasando algo parecido. Muchos han hecho y están haciendo un admirable y descomunal trabajo para que nosotros no nos contagiemos; y para que nos curemos, si estamos enfermos; y para que lo esencial en nuestras vidas no falte: alimentación o medicinas. Imagino a muchos enfadados por tener que cumplir con las normas impuestas. Entiendo que no son agradables tantas restricciones, las mascarillas, las distancias… Pero me gustaría pensar que el malestar se queda en los límites de su espacio vital y que el cumplimiento de las órdenes gubernamentales está por encima de todo. Me gustaría pensar que entienden lo que significa una situación excepcional porque eso quiere decir que están preparados para asumir responsabilidades. Quien hace lo que tiene que hacer y cumple con lo que tiene que cumplir está listo para formar parte de la sociedad de una manera activa y eficaz: es consciente de sus deberes y, en consecuencia, es conocedor de los márgenes donde puede defender y hacer uso de sus derechos.
Hagan memoria conmigo, por favor. El segundo trimestre del curso 2019/2020 terminó de una manera inesperada. Jamás pensé que esto pudiera pasar, pero ha sucedido. Jueves 12 de marzo, en clase; al día siguiente, encerrados durante tres meses en nuestras casas. Imprevisto absoluto. ¿Cuántas cosas en sus vidas no vendrán así? Sin esperar, sin preverlas. Jamás digan que no sucederá algún contratiempo cuando hay posibilidades de que se pueda dar, por muy pequeña que pueda ser la probabilidad. Por eso, hay que estar preparados, estar listos para cuando las contingencias aparezcan: quizás no podamos resolverlas, pero sí aminorar sus efectos. De ahí que, por ejemplo, uno contrate un seguro de vida, o que uno ahorre, o que uno trate de llevar una vida sana, o que uno estudie para estar en condiciones de poder optar, entre otros beneficios, a una plaza laboral que te permita vivir con dignidad. 
No sabemos lo que pasará en el futuro, pero podemos suponer lo que podría pasar. Si quiero un plato de comida, he de conseguir los alimentos; los alimentos solo se pueden conseguir de una determinada manera que implica una transacción comercial: yo te doy dinero, tú me das alimentos. Legalmente, el dinero solo se puede conseguir de una determinada manera que implica una transacción “comercial”: yo desempeño una labor que a ti (empresa privada, administración pública, etc., te interesa que haga) y tú me das dinero. En esta sencillísima cadena de situaciones (para comer > alimentos; para alimentos > dinero; para dinero > trabajo) vemos que lo vital (“para comer”) está vinculado con lo necesario (“trabajo”). Es todo muy simple, lo reconozco, pero es una manera de plantear lo que son las prioridades en esta vida: luz, agua, medicinas, techo… No sabemos lo que pasará en el futuro, es cierto, pero sí sabemos que no se puede prescindir de lo vital y que, en consecuencia, tendremos que hacer algo para que sea posible lo necesario.
¿Por qué estás estudiando? ¿Por qué te estás preparando? Porque ahora, que no tienes obligaciones familiares elevadas (cuidar de hijos, abonar gastos domésticos, etc.), estás en las mejores condiciones para adquirir una formación cultural e intelectual que te dé garantías para conseguir aquello que te permita tener una vida digna. Estudias, pues, para evitar lo indeseable: no tener esa buena vida que te mereces, que no pasa por tener grandes riquezas, sino por disponer de lo esencial para tener las necesidades básicas cubiertas.
Un golpe de fortuna podría permitirte que, con el mínimo esfuerzo, obtengas un beneficio tal que haga innecesario el que tengas que desempeñar actividad alguna para garantizarte lo vital. Eso podría darse, es cierto; pero, ¿y si no se da? ¿Y si esa suerte no se diera? La prudencia, hija del conocimiento y el sentido común, dicta en estos casos, por un lado, que se haga aquello que podemos controlar porque está en nuestras manos su realización y no es complicado atisbar sus consecuencias (estudiar, por ejemplo, siempre es provechoso) y, por el otro, dejar que lo imprevisible (como el COVID-19), cuando llegue, altere lo menos posible nuestra vida, sin que ello suponga que no seamos conscientes del daño que causa y sin que nos libre de asumir que una experiencia tan terrible como esta siempre estará (y ha de estar) presente en nuestra memoria.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.