Miércoles, 10 de febrero.
Victoriano Santana*
Apunte 5. Sobre la veracidad y la verosimilitud
Siempre es interesante atender a la perspectiva que sobre el hecho literario mismo se nos ofrece en un texto a la hora de situar en un lado cuanto merece el reconocimiento de veraz, o sea, lo que fue y es, que se circunscribe al mínimo patrimonio exigible del historiador (toda historia es buena si es verdadera, decía Cervantes) y cuanto, en el lado opuesto, representa aquello que podría haber sido, lo que tiene apariencia de verdad y que exige que no se reconozca como “mentira” en sentido estricto, pues en la literatura no es posible utilizar este término. Toda ficción es inevitablemente irreal, falsa, pero no una falacia ni un fraude. Por eso, conviene prestar atención en nuestra novela el alcance de la noción de argucia como sutil fundamento de lo literario. Recuérdese en este sentido que hay un vocablo sinónimo, “patraña”, que se utiliza para un tipo de género vinculado con la narrativa.
Corentio cuenta cómo Teseo, ante el resultado negativo de un examen, llegó a una conclusión que, de alguna manera, iba a estar vinculada con su futuro como novelista:
«Hay que saber nadar y guardar la ropa, tirarla piedra y esconder la mano, repicar y andar en la procesión… En una palabra: mentir. Claro que hay que saber mentir, su intuición se lo dijo; se habrá de hacer con mesura, y siempre que las circunstancias así lo aconsejen. De poco iba a servirle la brillantez de una discusión contra los doctores si al final los hipócritas (mentirosos con elegancia) aprobaban y él tenía que comparecer en una nueva convocatoria» [33-34]
El arte de mentir permite a un vecino de Teseo Yedra, llamado Olegario Padilla, gozar de la mejor de las consideraciones del barrio: todos le tenían por mentiroso, «pero lo respetaban porque les hacía pasar anochecidas amenas» [42]. Era ese admirado falaz al que aspiran de algún modo todos los novelistas. El embuste solo cabe verlo aquí como la habilidad para el artificio, la capacidad lingüística que permite la creación de un mensaje convincente que persuade por el valor de sus formas y el acierto en el tratamiento del fondo.
Frente a lo expuesto, la verdad y las consecuencias. Davinia Lovell, al hilo de los trucos de novelistas, afirma: «Quien omite la verdad, miente; pero, quien calla, es posible que ejerza la prudencia» [177]. Y la prudencia, falta decirlo, puede salvar vidas, incluida la de uno. El último narrador de nuestra novela, Indio de Avellaneda, perdió la suya por culpa de sus valientes y bellas crónicas favorables a los aborígenes. El Santo Oficio las consideró heréticas. Fue una víctima más de la palabra escrita [271].
La citada narradora se ocupa de la quinta búsqueda, titulada “ante la verdad”, que se ambienta en el Sahara, donde nuestro protagonista llegó a realizar actividades alfabetizadoras. El suceso más impactante que se produce es el suicidio de un alumno-soldado de Teseo cuando sabe que su novia ha roto el compromiso que tenía con él. A este conocimiento llegó gracias a que su profesor-soldado le leyó el contenido de la carta que ella había enviado a su pupilo [182]: «Nunca odió tanto las letras como entonces […] fue fiel a la verdad y ello causó la muerte de un hombre» [183].
Conviene destacar este puntual suceso porque trae consigo ciertas asociaciones de ideas sobre las que no podemos estar al margen cuando planteamos las consecuencias de la literatura como manifestación personal con proyección colectiva: escribir presupone la lectura; la lectura conduce al conocimiento; el conocimiento nos lleva a la verdad; y la verdad puede llegar a matar. Esta secuencia nos llevaría a plantear la escritura en términos equivalentes al de portar un arma, aunque hay un matiz liberador en todo lo apuntado: «Yo sé, en mi peana de inmortalidad gloriosa, que lo que mató al soldado fue la verdad, no el que Teseo se la dijera» [183], dirá Diana Lovell; y el coronel que promocionaba la actividad alfabetizadora de Yedra zanjó el conflicto en el que se encontraba su subordinado tras el incidente con una contundente afirmación: «Las decisiones que tus palabras provoquen no son culpa tuya si estas son ciertas» [183].
Más allá de las hojas blancas del creador, hay un mundo construido sobre certezas, dudas y falsedades que tan pronto como se somete a los dictámenes de la escritura se transforma bajo el parámetro que determina la veracidad y la verosimilitud. Este binomio ocupa a cuantos asumen el quehacer de componer aquello que ha de quedar para la posteridad, un propósito que conlleva un ejercicio de calibración sumamente complejo a la hora de determinar cuánto de una parte y cuánto de la otra deben tener cabida en las páginas. Intuyo que el maestro González Déniz nos deja caer que, de entrada, construyamos el texto sobre la verdad (la historia), que servirá de base para que la inspiración comience a poner los bloques para edificar lo verosímil (la literatura). Edificar. Verbo oportuno. Recuérdese el rol de gran arquitecto ya apuntado.
Por eso, en este espejo brillante donde los novelistas han de mirarse la mención a Clío es constante. A ella se apela en numerosas ocasiones para testimoniar el valor relativo de lo que se compone, pues la musa «duda sobre el profético hacer de los escritores, o bien cree remotamente en la circularidad de sí misma, la historia» (95). Clío fija en los hechos las referencias, pero no interviene en el proceso de modificación o adaptación. Aun así, la necesidad de verosimilitud impulsa a cuestionar el alcance de estas alteraciones. El laberinto en todo esto se halla en la necesidad de crear (recrear, más bien) una historia verídica que sea aceptable y aceptada. La búsqueda de la coherencia determina que las piezas descolocadas del lugar que les corresponde condicionarán la posición de las que sigan. Teseo es consciente de esta consecuencia cuando la narradora Davinia Lowell declara:
«Tal resultado produciría en cadena una sucesión diferente de los hechos posteriores. Habría que andarse con cuidado al intentar escribir la historia del islam, El Renacimiento… ¿Habría sido posible la Revolución Francesa? Muchos de los hechos comprobados cambiarían o simplemente no llegarían a suceder. Supiste entonces, Teseo, lo duro que es encontrar la salida al laberinto» [196].
Hay un tiempo que muestra las secuencias históricas siguiendo un orden. Ese es el que queda bajo la protección de la musa y el que parece reclamar Yedra en un momento determinado de su trayectoria, cuando «creía que el pasado estaba antes que el futuro»; y «por ello, no entendía las licencias que Fariña se tomaba con el calendario» [79]. Frente a esta temporalidad, surge la de los anacronismos presentes en las primeras tentativas narrativas del protagonista, cuya validez, en esta etapa de Teseo como novelista, queda cuestionada apelando a Borges: son «un viejo truco, demasiado gastado para que fuera utilizado por un escritor con ambiciones» [23]. En este caso, su impericia afecta a la naturaleza de lo que compone, mas no a la licencia que tienen los escritores para alterar el tiempo a su conveniencia. En este sentido, los diferentes narradores de El reloj de Clío son un inmejorable ejemplo de alteración cronológica: murieron antes de que naciera Teseo, lo que no invalida el que puedan hablar del protagonista con conocimiento de causa. Mayor paradoja temporal, imposible.
Del mismo modo, nada impide al personaje principal componer una obra histórica sin respetar la secuencia real de los acontecimientos. Por eso, Clío se cuestiona a los escritores; los relativiza porque los hechos históricos ocurrieron de una manera muy concreta que solo la ciencia puede determinar con precisión. La literatura, en cambio, no tiene deudas con la exactitud. El cómo pudieron darse los acontecimientos es lo que le interesa, y esto no deja de ser un problema para la musa: cómo distinguir lo que es cierto de lo que no lo es si nos llegan los mismos episodios contados y transmitidos por cientos de voces diferentes. La verdad queda tamizada y la sombra de la mentira, con todos los matices significativos que queramos darle, adquiere un peso que parece contravenir el quehacer de la ciencia para poner luz entre tanta sombra. En el ejercicio manipulador de la escritura, «Después de mí, el diluvio» pudo decirlo Teseo Primus a principios de nuestra era cristiana y no Luis XV, a quien se le atribuye [194]. Tanta licencia tiene uno u otro para apoderarse de la expresión.
Teseo, bajo la forma de Omar Ketala, dirá:
«Una vez reducidos a cenizas los trabajos y maquinaciones de muchos años, me veía impelido a escribir otra novela. No tenía otra salida si quería recuperar ante mí el respeto que me debía. Lo que desde niño me rondó la mente, y que me hizo escribir de varios modos Las Bienaventuranzas (después El Anticristo), era el concepto inconformista que todos tenemos del mundo. Una buena muestra de tal rebeldía fue la tentativa de cambiar hasta los hechos históricos ya sucedidos. Quise perpetrar un atentado consciente contra las estructuras imperialistas; por ello, comencé por arrasar el más imperial de todos los imperios habidos: el Imperio Romano» [221]
El concepto mismo de “reescritura histórica” se refuerza con la imagen de la matrioska que ya se ha apuntado para el juego literario de la novela dentro de la novela. En este caso, abordo la perspectiva de la doble ficcionalidad: la del texto histórico, que vendría a ser subjetivo cuando se atiende a la influencia de su autor en el relato de los hechos; y esa ficción de la ficción representada por el trabajo de nuestro autor.
Me interesa mucho acercarme a esa apuntada reescritura histórica que, dentro del ámbito creativo del protagonista, no se desentiende de incluir elementos mitológicos en su propósito de novelar asumiendo los poderes que se tiene ante el folio en blanco, donde no cabe democracia alguna. Nadie más dictador que un novelista en el ejercicio de sus funciones y nadie más próximo a la asunción de una condición divina que el autor cuando toma decisiones. En este punto, he de hacerme eco de las fascinantes incursiones de Teseo en la religión, pues nada se sitúa más en la frontera que separa la realidad de la ficción: el ámbito de las deidades y el de los hechos que formalizan su veneración son opuestos. Donde habita la fe no puede esperarse la verdad.
La figura de Jesús adquiere en el propósito creativo de Teseo Yedra un grado de interés superior al de otros personajes históricos que pudo recrear, quizás por considerarlo el mayor de todos y, en consecuencia, el más literario; quizás también por la influencia que ha ejercido en la cultura occidental, a la que pertenece el novelista; y quizás, por último, para no hacer más extensa esta relación de probabilidades, porque detecta ciertos paralelismos entre él y ese Jesús hombre que luego, por sus ideas, será crucificado y se convertirá en Cristo. En el “Rubaiyat once” así lo cuenta Omar Ketala:
«Mi vida, por el contrario, está hecha de altibajos. Si el discurrir de los hombres es su historia contada o escrita, yo he pasado por ahí: exámenes, documentos, estaciones militares, letras de cambio, títulos académicos, premios literarios. […] Jesucristo desde los cero hasta los treinta años es solo un recién nacido que, sacado de Israel a toda prisa para que Herodes no lo mate, va a parar a Egipto. Es también un jovencito de doce años que discute con los doctores de La Ley. Después, dieciocho años de silencio. […] Acaso lo único que nos hace paralelos es haber cumplido treinta años en la sombra y llegar a los treinta y tres crucificados en Gólgotas distintos, Gólgotas al cabo» [242].
El protagonista, a la hora de perfilar a su personaje principal, se ha documentado y encuentra en los hechos que recogen los textos sagrados situaciones que no termina de comprender:
«Jesús fue un extraño líder, escribió en alguna parte, predicó la revolución para conquistar un reino de entelequia. ¿No habría sido más práctico abogar por la liberación del yugo romano?» [104].
Estos conflictos entre lo que se admite y lo que no le sirven de aval para fijar un relato alternativo, una versión de los hechos tan aceptable como cualquiera otra porque se asienta sobre los campos de la ficción. Sin salir del mesías cristiano, conviene atender a las palabras que Teseo comparte con Nanda y que Walter Díaz, el narrador de la cuarta búsqueda, reproduce:
«El Cristo que yo invento se opone a los romanos, pacíficamente en principio; los combate con la fuerza de la razón y no al revés. No es el Jesucristo sumiso de “Al César lo que es del César”. Eso, con ser el mayor signo de rebeldía del Nuevo Testamento, no pone en duda la preponderancia de Roma sobre los judíos esclavizados […] Gandhi logró por lo menos unificar a su pueblo contra los británicos; Cristo, en cambio, dejó que Roma acabase con el reino físico de los judíos, aunque luego pervivió en la diáspora» [162].
El Jesús que Teseo Yedra compone se manifiesta de un modo más verosímil que el que aparece en las Sagradas Escrituras, pues parte de aquellas verdades que, como lector, le resultaban imposibles de contradecir. Davinia Lovell dirá al respecto:
«Fue Abdelkader quien le hizo caer de bruces en la cuenta de que el islam, contrariamente a lo que sucede con el cristianismo, predica la Guerra Santa, no la callada sumisión que Jesús propugnó en Israel respecto a los romanos: “Al César lo que es del César…”, decía, y semejante alocución resultaba críptica para el llano entendimiento de los iletrados, y por eso Teseo ocupó entonces las horas de biblioteca en redactar frases puestas en boca de Jesús. Aquellas nuevas palabras se compadecían más con El Corán que con la fláccida teología cristiana» [190].
Para cerrar este apunte sobre el tiempo, por eso de sentirme aludido directamente, quisiera destacar la siguiente reflexión sobre la docencia que, al hilo de la voluntad de ser profesor del protagonista, elabora el narrador Kress O’Neill en el apartado “Prima” de su intervención, intitulada Boleros. En sus palabras, se abordan las consecuencias del presente en el futuro.
«La docencia no es un trabajo normal. Los mecánicos trabajan con tornillos, los médicos con órganos, el sacerdote con la fe. El profesorado ha de hacerlo con el futuro. Es por ello la tarea más compleja de cuantas realiza el ser humano. No cabe la técnica ni el misterio, solo el equilibrio y el razonamiento continuo dará los frutos deseados. Otra cosa será saber el fin perseguido; si el sistema de vida que llevamos no nos gusta hoy, parece una contradicción que preparemos a los niños para que lo repitan mañana. El problema consiste en que si no los enseñamos a navegar por mar tan tenebroso, los echaremos al mundo en la más completa indefensión. Ambas posturas van contra el futuro bienestar del individuo que es educado en tal o cual sistema. ¿Cuál sería entonces la actitud correcta?» [121-122].
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.