5 de enero de 2022

Colaboración: En el cálido huerto de Landero

 Miércoles, 5 de enero.

Victoriano Santana*

Tres veces, tres —la de la “calidez”, la de la “placidez” y la del “provecho”—, me he acercado al bello huerto que Landero ha compuesto evocando las palabras que Ralph Waldo Emerson anotó en su ensayo Confianza en uno mismo (1841). Dicen así:
«Hay un momento en la formación de todo hombre en que se llega al convencimiento de que la envidia es ignorancia, y la imitación un suicidio; que un hombre debe tomarse a sí mismo como la porción que le ha tocado en suerte, para bien y para mal; que, aunque haya abundancia de bienes en el ancho mundo, no obtendrá más grano de trigo para alimentarse que el que él mismo se haya esforzado en cosechar en el bancal de tierra que le ha sido dado. El poder que reside en él es de una naturaleza inédita, y nadie más que él conoce lo que es capaz de hacer, o ni siquiera eso hasta que él mismo lo haya intentado».
Esta edificante afirmación del filósofo norteamericano sirve de toma de conciencia plena sobre el sendero que el extremeño nos muestra en su propósito de enseñarnos, con humildad y sabiduría, cómo acercarnos al mágico fenómeno de la escritura. Tres veces, repito, desde que viera la luz en febrero de 2021 este título de Landero que ha nacido para ser uno de los más gratos vademécums con el que podemos contar quienes hemos hecho de la literatura y, por extensión, de los libros un modo de entender y dar sentido a nuestra vida. A las letras, la obra que nos ocupa vendría a ser lo que El príncipe de Maquiavelo a la política o El arte de la guerra de Sun Tzu a la milicia, por ejemplo.
En el El huerto de Emerson (Tusquets) no veo tanto esa suerte de memorias puntuales, de trazos biográficos dispersos, de relato de lo vivido como en algunas reseñas he llegado a leer; y sí, en cambio, un muy lírico texto divulgativo acerca de la poesía que despliega su magisterio sobre los recuerdos del autor, que adquieren una significativa hondura cuando se vuelven metáforas con las que dar a entender las nociones y orientaciones que amalgaman los quince capítulos de este impresionante título, que giran todas en torno a los frentes que circundan la creación de textos y su recepción.
El tono entrañable, pausado, y la sencillez expresiva del discurso pueden conducirnos a la conclusión de que nos encontramos ante una obra ligera, simple, sin profundidad, pero no es cierto. Conviene hacer un pequeño esfuerzo para ir más allá de esa lectura superficial que determinan las anécdotas. Es imperativo ir tras ese encubierto guiño que se percibe a poco que se ahonde en el contenido y que, bajo los subterfugios propios de una autobiografía, camufla con hechos circunstanciales lo que podríamos reconocer como lecciones que aspiran a mostrar cómo canalizar cuanto procede de la inspiración y de la voluntad por darle forma a través del lenguaje poético.
Todo comienza con un cuaderno vacío, limpio, blanco; con un espacio, en suma, lleno posibilidades que han de buscarse y, una vez halladas, organizarse para que fluyan adecuadamente. El área por donde la pluma trazará la ruta es un páramo que solo podrá adquirir vida si, de entrada, anida en el propósito del autor que esta florezca. El deseo es el principio de la creación, mas no es suficiente. Voluntad es decir “quiero hacer”, pero el complemento directo que acompaña al verbo únicamente se puede atisbar con la inspiración, que tiende a sumergirse en el pasado cuando nada nuevo encuentra con independencia de si lo recordado es tal cual se nos representa o si, por el contrario, ofrece deformaciones propias de las recreaciones formalizadas al albur. De esto nos habla en “Tiempo de vendimia”, el primer capítulo, que funciona como prólogo.
Para escribir un libro («la cosa más natural del mundo», nos dice) solo hacen falta: por un lado, ganas de componerlo, fe ciega en uno mismo y un amor innegociable a la libertad; por el otro, tozudez y maña. Vamos por buen camino cuando empezamos a tachar y corregir, pues ello nos muestra qué no debe aparecer, con independencia de que no lleguemos a saber bien qué es lo que ha de estar en el lugar de lo revisado. Sufrir por los atascos y resolverlos gracias a la persistencia, la obsesión, la constancia… indica que el deseo lo puede todo y que el propósito de acabar lo iniciado en este punto se ha vuelto inevitable.
Pero en ocasiones la voluntad no es tan firme y llegan las dudas sobre las capacidades individuales que atesoramos y que deberían permitirnos llevar a buen puerto el navío de nuestra escritura a través del zozobrante mar de unas hojas en las que tesoros y monstruos submarinos conviven y, de algún modo, pujan por salir y por hacer lo posible para que el otro no lo haga. Es en este instante, cuando el yo se entrega a los brazos de la incertidumbre, donde tienen cabida las palabras de Emerson y de su huerto.
El segundo capítulo, “El viento en la vela”, ahonda en el valor de la singularidad como fundamento de la escritura. Estamos rodeados de estímulos significativos, de constantes mensajes encubiertos que pasan inadvertidos. «Las cosas no te hablan porque tú no te paras a escucharla», nos dice. Por eso, Landero insiste en la importancia de la concentración: «No te disperses, concéntrate, embrida el pensamiento, no saltes de una cosa a otra, dejando todo a medio pensar. No puedes ir por el mundo como si zapearas en la televisión». Desatender las particularidades del trayecto supone perder el carácter exclusivo del recorrido, aquello que permite considerar que nuestros pasos son diferentes a los del resto porque nos convierten en testigos de lo que otros no ven.
En “Un hombre sin oficio”, el tercer capítulo, el autor nos sitúa bajo la consigna de una voz indispensable en el quehacer literario: “verosimilitud”. Lo que parece ser y no es. Un trabajo que depende de la inspiración (la escritura poética, por ejemplo), ¿merece ser considerado un oficio, como sí lo son, por citar las dos profesiones que menciona Landero, la medicina o la ebanistería? Lo que da la impresión de ser y no es entronca con esa capacidad de «crear apariencias y hacer ilusionismo con las palabras» que el autor se atribuye y que formaliza a partir del bagaje de lecturas que posee, de las que conserva —como cualquiera de nosotros— «detalles, vislumbres y caprichos» y con las que mantiene —como cualquiera de nosotros también— un imperecedero vínculo. La memoria literaria es un repertorio de estímulos intelectuales que vamos acumulando y que, sin saber a veces cómo ni por qué, se trasladan en determinados momentos con mayor o menor amplitud y explicitud en las composiciones que nos ocupan. No olvidemos en este sentido que creación y recreación van siempre de la mano.
En la cuarta lección se aborda el propósito de trascender que anida en los escritores cuando aspiran a conseguir la obra que les sobreviva y las sensaciones (metaforizadas, por supuesto) que puede generar la percepción de haber cumplido con el objetivo de la “inmortalidad”. Para ello, se acude a una suerte de parábola: la historia de don Pache. Este hombre, que era labrador, ganadero y pastor, un día empieza a cuestionarse todo lo que le rodea y a preguntarse por el sentido de la vida. Percibe que su destino y el de sus hijos ya está determinado y no se prevé que vaya a ser mucho mejor que el reservado a cualquier otro ser animal o vegetal: morir y ser olvidados. Poco a poco, se va consolidando en su entendimiento que hay un mundo fascinante e inmenso por descubrir. De manera inevitable, terminó mordiendo la manzana y comenzó a hacerse preguntas y a querer responderlas, y a empezar, como nos dice el narrador, «a sentir nostalgia de todo cuanto no conocía». Dado que no podía salir de su finca (su cárcel) porque debía garantizar el sustento familiar, halla el modo de que los viajeros (los que sí saben del mundo) vengan hasta donde está él. En aquel lugar tan solitario, montó una tienda de aceite y vinagre que tuvo mucho éxito; tanto que un día, con la embriagadora sensación de haber conseguido algo por lo que ser recordado, algo que de algún modo justificaba su existencia, tomó la decisión de suicidarse.
En el capítulo cinco, “El niño y el sabio”, Landero retoma las consignas que a comienzos de curso daba a su alumnado cuando era un docente de lengua y literatura en secundaria. Todas parten de una resignación (somos lo que somos y estamos como estamos) y una necesidad: fijar metas factibles, sin que ello deba presuponer que son fáciles, pues nada lo es; y desembocan en unos consejos para lograr encajar lo cotidiano dentro de las rutinas de escritura: percibir la vida como «una aventura irrepetible», entrenar la imaginación; cuestionarlo todo con el fin de aprender de todo y, en consecuencia, ser constantemente permisibles a las novedades: «contra la modorra de la costumbre, la vigilia del asombro». Insiste nuestro autor en la originalidad, a la que estamos condenados; y nos enumera los tres componentes esenciales para arar los huertos de la creatividad: lentitud, soledad y concentración.
Los “amores lánguidos” de Florentino y Cipriana, velados en sus castos encuentros por la abuela Frasca, la tía Cipriana y el autor cuando era niño, dan paso, en el sexto capítulo, titulado “Un noviazgo”, a una nueva parábola cuya interpretación oriento hacia la conveniencia de que haya un ambiente propicio para que la creación literaria sea posible. En el relato, el favorable entorno se refleja en la metafórica influencia que ejerce la luz en el ánimo: donde está presente, la lengua fluye y, con ella, la vida misma; con la oscuridad llega el silencio, «las palabras dan miedo, suenan extrañas, como huecas, como ruidos propios de animales más que de personas».
“Iluminaciones”, el séptimo capítulo, muestra al lector (a ese discente en poesía que concibo atento al maestro Landero) el enorme valor que atesora lo que se considera intrascendente cuando se concibe como un surco donde plantar los esquejes que florecerán en la obra. Para detectar esta cualidad de lo trivial conviene invocar el espíritu de curiosidad y asombro de la infancia; de ahí que, como nos recomienda el autor, sea aconsejable encontrar acomodo en la escritura, aunque sea «en calidad de polizón», el niño que fuimos. La anécdota sobre las palabras sentenciosas del tío Francisco que se narra en el episodio es un ejemplo de cómo, de repente, una situación aparentemente insustancial adquiere la capacidad de instruirnos de manera inopinada y de ubicarse de tal modo en la memoria que no solo no es posible el que nos olvidemos de ella, sino que además tampoco es evitable su exposición porque «si dulces son de por sí los viajes, más dulces y hermosos son aún los imaginados o los recordados», como nos señala nuestro autor, puesto que lo recreado es bello en tanto que se ajusta a lo que se desea revivir.
Una interesante observación orienta la enseñanza que encierra el capítulo ocho, “Hombres y mujeres”: establecer el alcance de lo práctico y de aquello que, por su oquedad, posee un valor relativo para la supervivencia en sentido estricto. Se adentra nuestro autor en una imagen sobre la utilidad o no del arte que conviene no desatender porque determina la actitud con la que se acomete el proceso creativo. Nos cuenta cómo en su infancia «mientras las mujeres iban y venían, los hombres se ocupaban de los temas propios de su rango, que eran siempre graves, arduos y trascendentes, y que por eso precisaban de largas reflexiones, de hondas y lentas chupadas al cigarro, de resoplos y de suspiros, y de mucho cabecear y removerse en la silla y derramar la mirada en el suelo». De una manera sutil, nos va conduciendo Landero hacia una verdad que los jóvenes poetas, abrumados por el descubrimiento de la belleza que encierran las palabras, no llegan a captar en su plenitud: que la literatura se sostiene sobre lo vacuo en tanto que la supervivencia, ese día a día que nos mantiene vivos, exige pragmatismo, concreción en las decisiones, diligencia en las acciones; en suma, los pies en el suelo. Por eso, como señala nuestro autor, cabe establecer una analogía entre los géneros literarios y la actitud vital de los sexos: «en el gran libro de la humanidad, la épica era cosa de hombres y el costumbrismo de mujeres».
«Los hombres se ocupaban del porvenir, que era siempre incierto, en tanto que las mujeres vivían correteando por el presente, siempre ligeras y siempre laboriosas. Es más, si las mujeres sacaban tiempo para todo, a los hombres les ocurría que la vida entera les resultaba demasiado breve para llevar a cabo sus proyectos, de tan ambiciosos como eran, y que por tanto no merecía la pena intentar siquiera realizarlos, sino que era mejor pasar directamente a los lamentos y entregarse sin más a la melancolía de lo que pudo haber sido y que, por cosas del destino, por pura mala suerte, se quedó en ilusión, en humo, en sueño, en nada».
Si no pudiera disponer de El huerto de Emerson en su totalidad y me exigieran quedarme solo con algunas páginas, tengo claro cuáles serían: las que van desde la 149 hasta la 157, que son las que corresponden a la impresionante plegaria al señor de la invención y de la gramática, una extensa invocación para ahuyentar los fantasmas de la incapacidad y para solicitar, al mismo tiempo, el socorro permanente de las musas en la ardua empresa de componer una pieza afín a la que se gesta en nuestras voluntades. Es este un estremecedor y maravilloso rezo que, para las paganas huestes de Apolo, equivale al padrenuestro cristiano y que, a mi juicio, da sentido absoluto a esa visión de producto didáctico con la que contemplo este título.
Tras la plegaria, retoma en el décimo capítulo dos pérdidas ya indicadas en páginas anteriores del libro: por un lado, la de esa capacidad para asombrarse de un modo singular que conlleva la adultez y, por el otro, la de apelar a la imaginación con el propósito de explicar lo desconocido y misterioso. Evoca en este episodio el Madrid que conoció cuando siendo un niño salió de su Extremadura natal para entrar a estudiar interno en un colegio religioso. Dos anécdotas del momento permiten el despliegue de dos interesantes planteamientos: el primero, que se fundamenta en el recuerdo de una singular familia que llamaba la atención por su manera de actuar, se centra en una pregunta sobre los límites entre la libertad expresiva que reclama toda manifestación artística y la burla abierta e intolerable; el segundo, por su parte, ahonda en la desaparición del don de ver el mundo con los ojos de la fantasía, como le pasaba a Landero, quien estaba convencido de que existían personas que habían conseguido la inmortalidad y que vivían sus vidas sin testigos y sin miedo a ser descubiertos. «Pero los tiempos han cambiado y ya no soy capaz de reconocerlos», confiesa resignado.
En “El viejo marino”, la undécima pieza, habla del interés que suscitan las novedades y cómo, una vez dadas, quien las ha compartido con la comunidad deja de ser objeto de atenciones. El que cuenta se encuentra sujeto a la obligación de tener siempre algo nuevo que decir, algo que asombre y maraville, algo que entretenga y que justifique la espera de su llegada. Esta necesidad de hallar lo desconocido para luego entregarlo condicionará su existencia. Será el precio que el poeta ha de pagar si desea ser recibido con toda clase de parabienes cuando publique algo distinto a su obra precedente. Ha de ser consciente de la efimeridad de la celebración; de que, acabada la fiesta y el regocijo, el homenajeado ha de emprender un nuevo periplo que le ha de posibilitar la adquisición de tesoros con los que poder regresar y volver a sentir, en el reencuentro, que es nuevamente recibido con alegría.
El viaje literario del capítulo anterior encaja, en el duodécimo, “Mar desde el huerto”, con la declaración —que hago mía al ciento por cien— de la secreta condición sedentaria del autor, lo que le lleva a preferir los trayectos que marcan las páginas de los libros a los de los medios de transporte. Coincido con él cuando afirma: «No me gusta viajar, pero me encantan los viajes, y en general prefiero soñar la vida que vivirla»; y no puedo dejar de defender a su lado el valor de la recreación como quintaesencia del ejercicio escritor: «Después de viajar, me gusta, necesito soñar el viaje. Diríase que la experiencia vital no está completa hasta que no contamos o nos contamos lo vivido». De eso va la literatura y de todas las variaciones que un mismo estímulo puede provocarnos a la hora de arar en nuestro huerto con lo único inexplorado que nos queda: los detalles, las honduras del alma y los secretos sueños de cada cual, como nos apunta Landero.
El antepenúltimo estadio de este amigable prontuario aborda lo que somos al ser contemplados por ojos ajenos. “Cuando éramos tan guapos”, el título del capítulo, nos muestra la relativa aceptación que hemos de tener hacia las valoraciones que recibimos, pues los gustos se alteran y las hermosuras que antaño perturbaban pasan a causar indiferencia y menguan las esperanzas que nos mostraban la luz. De un modo u otro, todo termina perdiendo lo que tuvo porque la realidad, hija de la experiencia, se impone y los años la aderezan de rutinas y desencantos que traen consigo nuevos enfoques. Ahí entra la lectura como refugio donde resguardarnos de las conexiones que no encontramos a nuestro alrededor; y como paraíso en el que es posible detectar la singular belleza de las cosas con la simple evocación que las resucita y no con los sentidos que las perciben al instante. En una confesión se sintetiza el espíritu de este apartado del libro: «a mí me ha gustado más soñar la vida que vivirla».
“Imposturas” es el penúltimo capítulo, el decimocuarto. A mi juicio, detrás de la figura del abogado Francisco Bermejo y de las dos revistas que bajo su dirección se elaboraban (El Financiero y Relaciones financieras) se esconde la imagen de alguien a quien le importa poco lo que publica: «Seguro que el negocio estaba en otra parte, y a saber qué tejemanejes se traerían unos y otros entre manos», nos cuenta Landero. A mi juicio, en estas páginas se ocupa el extremeño de los editores y, de manera más concreta, de esa conciencia que poseen acerca de los espacios por donde según ellos han de transitar los autores y las obras que gestionan.
Las citadas publicaciones se realizaban en un piso que tenía dos zonas: una era la redacción propiamente dicha, que ocupaban el Landero y dos colegas; la otra era la parte noble y luminosa del inmueble (un lugar implícitamente vedado). Este doble compartimento del sitio viene a representar dos posiciones: por un lado, la que corresponde a lo que uno considera que es o pretenda dar a entender que es («En aquellos tiempos había que irse a París, como en peregrinación, tanto para ser escritor como sobre todo para parecerlo») y, por el otro, la que suele disponer la realidad editorial con independencia de la calidad o no del producto cultural.
La última lección, “Días de invierno”, que sirve de epílogo, es una hermosa pieza en la que se apela a una analogía que singulariza y une a cuantos ven en la creación literaria una necesidad: la universalidad del impulso; o sea, el que grandes autores (Cervantes o Lope de Vega, como apunta Landero) y otros medianos o chicos compartan el empuje que les conduce a llenar las hojas de sus cuadernos con lo que sea. Escribir por escribir, por apaciguar el instinto, por calmar el deseo de fijar lo que no se ha de olvidar. El mismo estímulo intelectual y artístico que movió al padre de don Quijote y no dejó quieto al que revolucionó las comedias con su arte nuevo es el que ha empujado a Luis Landero a componer las obras que ha firmado; y es idéntico (salvando las más que evidentes diferencias en talento, calidad y fortuna que me separan de los apuntados) al que me ha lanzado a elaborar esta escueta reseña.
Tres veces, tres —la de la “calidez”, la de la “placidez” y la del “provecho”—, me he acercado al bello huerto; con esta han sido cuatro. Esta última incursión es doble: por un lado, porque es la de las “gracias” multiplicadas a su autor por este impresionante y embriagador vademécum poético; por el otro, porque es la de un “deseo” bibliófilo: que nunca me falte la cercanía con este libro. Con él cruzo la frontera que divide el año 2021 de 2022 y bien quisiera, neocaminante, lo confieso, atravesar en su compañía y en la tuya la que separa el siglo XXI del XXII; pero sabemos que eso no será posible. A ti, Luca Martín Franz, llegado el 17 de agosto de 2021, por estar cuando todos nos hayamos ido, te corresponderá difundir para entonces la luz de estas hermosas páginas donde aprenderás el valor de soñar la vida.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor. (soltadas.sadalone.org)