10 de diciembre de 2022

Opinión: El derecho a no ser religioso (4 de 5)

 Sábado, 10 de diciembre.                                                                                                  

José Armas Barber

Preocuparse de los demás sólo puede ser producto del miedo a asumirse plenamente uno mismo. La autonomía del individuo se lleva aquí a un extremo en que se destruye a sí misma, ya que se confunde con la negación de los seres que están a nuestro alrededor, y supone por tanto una autonegación.
En el momento en que se formulan las dos reivindicaciones de autonomía, la colectiva y la individual, los autores no imaginan que puedan surgir problemas entre ellas. Se piensa la soberanía del pueblo atendiendo al modelo de la libertad individual y, por lo tanto, su relación es de contigüidad. Condorcet es el primero que señala el peligro. Cabe decir que Condorcet, representante de la Asamblea legislativa, goza de buena posición para observar los eventuales desvíos del poder al que representa. Formula sus advertencias sobre el excesivo empecinamiento de la autoridad colectiva en la libertad individual cuando aborda problemas de la educación pública. Según Condorcet, la escuela debe abstenerse de adoctrinar ideológicamente. “La libertad de esas opiniones será meramente ilusoria  si la sociedad se apropia de las generaciones que nacen y les dicta lo que deben creer”. Por eso es preciso sustraer los territorios de la acción del poder público y preservar así la capacidad crítica de los individuos. “El objetivo de la formación no es conseguir que los hombres admiren una legislación ya hecha, sino hacerlos capaces de valorarla y de corregirla”.
No es sólo el Estado el que puede privar de su libertad a los habitantes de un país, sino también determinados individuos especialmente poderosos, que pueden reducir la soberanía popular.
Como un ejemplo de deterioro de la soberanía popular relativos a las relaciones internacionales, es el de la globalización económica. En la actualidad los Estados pueden defender sus fronteras con las armas si es preciso, pero ya no pueden detener la circulación de capital. Un individuo o  un grupo de individuos, que, sin embargo no gozan de la menor legitimidad política, pueden clicar en su ordenador y dejar el capital  donde está o transferirlo a cualquier parte, es decir, abocar  un país al paro o evitarle una catástrofe inminente. A los sucesivos gobernantes de un país como Francia les habría gustado mucho reducir el paro, pero no está tan claro que siga estando en su mano. El control de la economía no procede de la soberanía popular. Nos guste o no, tenemos que constatar los límites impuestos a la autonomía política.
Otro ejemplo que podríamos poner es el de la prensa.  Creemos que tomamos decisiones por nosotros mismos, pero si todos los grandes medios de comunicación nos martillean desde la mañana a la noche y día tras día con el mismo mensaje, disponemos de poca libertad para formarnos nuestras opiniones. Nuestras decisiones se basan en la información de disponemos. Esa información, aun suponiendo que no fuera falsa, ha sido seleccionada, escogida y agrupada para dirigirnos hacia una conclusión en lugar de hacia otra.
En la actualidad en algunos países es posible (si se tiene dinero suficiente) comprarse una cadena de televisión, o cinco, o diez, y emisoras de radio, y periódicos, y hacerles decir lo que uno quiere para que sus clientes, sus lectores y sus espectadores piensen a su vez lo que uno quiere. En este caso ya no se trata de democracia, sino de plutocracia. El que tiene el poder no es el pueblo, sino sencillamente el dinero.
Si la opinión pública es muy poderosa, restringe la libertad del individuo, que acaba por someterse a ella, Rousseau era muy sensible a esta dimensión de las sociedades modernas, y por eso recomendaba criar a los hijos en relativa soledad, lejos de las presiones de la moda y de ideas preconcebidas. 
Pero este aislamiento parece una postura excesivamente radical ante el problema. Potenciar el espíritu crítico que consagra la Ilustración, recordemos a Kant cuando dice que todo debe estar sometido a la crítica, es quizá uno de los factores que puedan poner remedio a este tipo de situaciones.
Pero no toda postura crítica sea en sí misma admirable. Si aprovechamos la libertad de expresión propia del espacio público democrático para adoptar una actitud de denigración generalizada, la crítica se convierte en un juego gratuito que nada produce, salvo la subversión de su propio punto de partida. Demasiada crítica mata la crítica. El discurso crítico sin contrapartida positiva cae en el vacío. El escepticismo generalizado y la burla sistemática tienen de sabiduría sólo la apariencia.
Lo que amenaza la autonomía de la sociedad no es sólo el poder real establecido por derecho divino. Desde los orígenes de la historia europea nos hemos acostumbrado a distinguir entre el poder temporal y el poder espiritual. Si cada uno de ellos dispone de autonomía en su ámbito y está protegido contra las intrusiones del otro, hablamos de una sociedad laica, también llamada secular.
Sería lógico pensar que en la parte del mundo marcada por la tradición cristiana esa relación estuviera reglamentada de entrada, ya que Cristo anunció que su reino no era de este mundo, que la sumisión a Dios no interfería lo más mínimo con la debida al César. No obstante, desde el momento en que el emperador Constantino impuso el cristianismo como religión de Estado, en el siglo IV, surgió la tentación de apropiarse de todos los poderes a la vez. Veamos por qué se produce esa tendencia. Se dirá que el orden temporal reina sobre los cuerpos, y el orden espiritual sobre las almas. Pero almas y cuerpos no son entidades que sencillamente se yuxtaponen, sino que en cada ser forman inevitablemente una jerarquía. Para la religión cristiana el alma debe dirigir el cuerpo. De ahí se sigue que corresponda a las instituciones  religiosas, es decir, a la iglesia, no sólo dominar directamente las almas, sino también controla indirectamente los cuerpos y, por tanto, el orden temporal. Por su parte el orden temporal intentará defender sus prerrogativas y exigirá mantener el control de todos los asuntos terrenales, incluido el de una institución como la Iglesia. Para proteger su autonomía ambos adversarios están pues tentados de invadir el territorio del otro.
Para justificar sus ambiciones, los partidarios del poder espiritual ilimitado redactan (en 754) una falacia que llegaría a desempeñar un papel muy importante en el conflicto: la Donación de Constantino, un seudodocumento según el cual el primer emperador cristiano confiaba al papa no sólo el cuidado de las almas de los fieles, sino también la soberanía de los territorios de toda Europa occidental. En la segunda mitad del siglo XII, siendo papa Alejandro III, esas pretensiones quedarán codificadas en la doctrina llamada plenitudo potestatis, plenitud de poder. Según dicha doctrina, el papa detenta dos poderes simbólicos, el espiritual y el temporal, mientras que el emperador sólo detenta este último. Por lo tanto el papa es su superior jerárquico.
El poder temporal se pone sencillamente al servicio del proyecto religioso. Por oposición a éste, se desarrolla al mismo tiempo una forma totalmente distinta, que tiende a hacer de la Iglesia un instrumento como otro cualquiera al servicio del poder temporal. Esta actitud la encarnan los emperadores más vigorosos (como el propio Constantino), a veces llamada “cesaropapismo”. Sus diversas variantes se oponen a  la teocracia, pero no a la aspiración de la plenitud de poder: tanto si el Estado está al servicio de la Iglesia como si sucede a la inversa, ambos querrían poseer el poder íntegramente.