5 de noviembre de 2025

Colaboración: En el lino de un camino alonsoquesadiano

 Miércoles, 5 de noviembre.

Victoriano Santana*

De las variadas facetas “alonsoquesadianas” que he podido reproducir en el transcurso de este hermoso año dedicado a Rafael Romero Quesada que ya va tocando a su fin (autor y editor de la antología dispersa y musical “Camino”, siempre la última palabra; docente, expositor, juntaletras, etc.), hay una que, cuando se ha dado la ocasión para ello, me ha resultado sumamente gratificante y entrañable: la de lector. No un lector accidental, circunstancial, eventual, atento a la coyuntura del momento: hoy se habla de tal, y leemos a tal. Tampoco uno especializado, docto, de prolongada y escrutadora mirada. Supero al primer tipo; ni de lejos llego al segundo. Ese lector que anida en mis consideraciones es uno que, a falta de un nombre más ajustado, identifico como “lector familiar”.
En mi mundo “alonsoquesadiano”, el adjetivo “familiar” sitúa al poeta en una posición que se fundamenta más por el afecto que ha consolidado el trato durante muchos años —por ese roce que hace el cariño— que por el conocimiento profundo adquirido acerca de todos y cada uno de los detalles intrínsecos a su producción literaria. En otras palabras: que lo quiero más que lo conozco. Para percatarme del alcance de esta familiaridad apuntada, que se asienta, de entrada, en esa percepción de que siempre su voz lírica ha estado ahí, próxima, orbitando en mi universo lector desde el dichoso instante en el que tomé conciencia de que existía la poesía; para intuir el porqué de esta cercanía tan doméstica, repito, ha sido necesario que se diera este 2025 tan singular; y, con él, una feliz declaración institucional dedicando el Día de las Letras Canarias al admirable Alonso Quesada; y con ello, el interés por realizar el mentado florilegio; y a partir de su publicación, los encuentros para —con tanta afición como humildad— mostrarlo en diferentes foros e invitar a los presentes a que hallen en sus páginas aquello que le regocije.
A lo largo de este año, he tenido la oportunidad de preguntarme cuándo comenzó a ser uno de los míos. La inspiración y la memoria, aliadas en esta ocasión, me llevaron de la mano a una respuesta clarividente, constituida por una verdad absoluta que, de manera inopinada, me ha ayudado a explicar el afectuoso fenómeno: mi condición teldense. Nací, me crie y viví hasta el final del siglo XX en Telde. Quesada no era de Telde, como saben, pero sí su íntimo amigo Saulo Torón, que murió siete días antes de que yo cumpliera un año. En ese Telde de los ochenta y noventa que recuerdo (el de los setenta no es factible como remembranza seria), Saulo era indispensable, sobre todo entre quienes formábamos parte de las tropas escolares: a su calidad poética (o sea, a esa capacidad deliciosa y entrañable de conmovernos a través de la palabra) se le unía una suerte de sencillez expresiva que lograba adaptarse con admirable precisión a los sujetos lectores con independencia de su bagaje lingüístico y cultural. Saulo llegaba a estudiantes de EGB, de BUP y universitarios a la perfección, aunque los niveles de comprensión literaria fueran —como es lógico suponer— diferentes entre ellos; y, a la vez, llegaba bien a los adultos, con o sin formación, tuvieran la edad que tuvieran y dedicaran sus horas de vigilia a lo que buenamente pudieran, quisieran o debieran. Su naturalidad, su hablar de sus cositas personales, su humildad, su llaneza discursiva, su… convertían a Saulo en un poeta accesible. Por la misma vía de la accesibilidad llegó también Alonso. Los dos eran igual de cercanos, igual de emocionantes, igual de amoldables.
Tomás Morales, no. Lo siento por el moyense. A Tomás lo queríamos porque era amigo de Saulo y Alonso, pero a los que en los ochenta y noventa andábamos en lides escolares nos costaba —supongo que había excepciones—. Necesitábamos mimbres líricos, paciencia y entrenamiento para conseguir acercarnos a él con garantías de disfrute. Saulo y Alonso, por el contrario, al margen de sus profundidades —a las que solo era y es factible acceder con la destreza de la preparación académica y la suma de lecturas y análisis—, gozaban de ese aplauso que produce en los jóvenes lectores ese «lo entiendo» y «me gusta». Disponían del mismo modo de aproximación que poseen las letras de las canciones y, en consecuencia, nos encandilaron con facilidad: la primera impresión nos mostró la belleza (el enamoramiento); con el tiempo, los recitados internos, las analogías introspectivas, la curiosidad, la indagación… alcanzamos el embelesamiento (el amor). Fue así como los hermanos Alonso y Saulo pasaron a ser mis primos, y con su compañía he estado desde que me fue posible decir ante algunos de sus lejanos poemas «lo entiendo» y «me gusta».
El Alonso que siempre me ha interesado es el de El lino de los sueños (1915) y el de Los caminos dispersos (1944); y, en cierta medida —condicionado por culpa de sus poemarios—, el de La Umbría (1922). ¿De qué Alonso se trata? Del lírico por antonomasia; del resignado, como tiendo a concebirlo. Me atrae el Alonso que en una esquina rumia con sus pensamientos y pesares, y que contiene, frena, aplaca ese impulso hacia la ironía, la socarronería, la retranca; hacia la crítica negativa enfundada en una suerte de desenfadado estilo. Me seduce ese perenne taedium vitae que pareció acompañarle en vida y que hice mío tan pronto como navegué en las páginas de su ópera prima.
Esto ha influido en mi relación con el poeta. Como la relatividad es una poderosa fuerza argumental, no tengo problema en aceptar que menos interés poético me han suscitado sus prosas (crónicas, reportajes, narraciones y teatro, con excepción de La Umbría)a las que arribé más tarde, y ese Poema truncado de Madrid, de 1920, sostenido alrededor de un viaje frustrante de Rafael a la capital en 1918. Este relativo «menos interés» no es desinterés, ni flojedad anímica, ni apatía, ni desdén, ni… Por supuesto que no. Tampoco es un cuestionamiento sobre las calidades de estas escrituras, que en abundancia se constatan. La cuestión está asociada a una especie de añoranza, de nostalgia, de apego… a ese pasado de los descubrimientos, a esos ancestrales versos que se arrimaron a mi entendimiento cuando este, en mi prehistoria lectora, indagaba a la búsqueda de formas líricas con las que emocionarse. Llegué más tardíamente a esa, sin duda alguna, prosa atractiva, que siempre he ubicado en el peldaño inferior de mis querencias porque el bardo de la amanecida aún orienta “el lino” de mi velamen hacia los “caminos” donde hallo, desde la “umbría”, esa mismidad donde habita el alma, o sea, el ropaje del intelecto que me representa. Esta elección se me antoja similar a la que hago con Cervantes: en un lado, el Quijote; en otro, el resto. Y eso que el resto es bueno, muy bueno.
Quesada fue para mí, desde el primer instante, un vate diferente, no solo por su cercanía, intimismo, alejamiento de florituras y sonoridades («poesía seca, árida, enjuta, pelada, pero ardiente; poesía de salmo», al decir de Unamuno), sino porque no hablaba del amor como pensábamos que hacían sus homólogos. Su amada no era una mujer a la que poder abrazar, besar y esperar pasar con ella lo que queda de existencia. Quesada satisfizo sus cuitas literarias acerca del amor galante entregándose a la muerte, a la que amó contemplándola como paisaje, como mar, como noche y como ausencia; y, sobre todo, como soledad. Para mí, la bicefalia de Alonso no fue tanto la que se vertebró entre el oficinista eficaz y el admirable poeta, como entre un yo que vive consciente de la muerte y un yo “muerto” (a-isla-do) que recuerda cómo era su pretendida vida; entre el “estar” de Rafael Romero Quesada y el “ser” de Alonso Quesada. Es fascinante. Cuanto más ahondo en sus dos monumentales poemarios (El lino de los sueños y Los caminos dispersos), más percibo estos desdobles. ¿Qué amores entre dos iba a contar quien consigo mismo se bastaba para narrarse líricamente?
Ese Alonso familiar, colega, compañero de primigenias andanzas poemáticas, es el que ha vuelto por la ruta de la remembranza en este 2025. Es el Alonso de los reencuentros y de ese «sí, claro, por supuesto» cuando la duda pudo acuciar en los prolegómenos de la señalada antología dispersa: ¿Volver otra vez a Alonso Quesada tras lo que ya se ha dicho y publicado? Sí, claro, por supuesto. El camino hacia el poeta, aunque sea compartido, no deja de ser un viaje personal que, iniciado, mantiene la frescura y el arrobamiento de las primeras veces; de ahí que siempre apetezca retornar con él a su casa, a su oficina, a los periódicos, a las calles, a los afines…; en suma, a esa voz poética que, hablando de sí, habla de nosotros. Conviene, pues, regresar al poeta y con él deslumbrar y desentrañar a todos esos alonso-quesadas que nos habitan.
Por eso reemplacé el impactante “siempre” de la pieza que dedicó a Tomás Morales («Siempre es la palabra última…») por “camino”, porque esa ha sido la única manera con la que he conseguido asimilar y sentir a Alonso Quesada. Él es el que camina hacia el mar: hacia el manriqueño, «que es el morir», y hacia el que nos aísla y, a la vez, nos conecta. Un mar, en ocasiones, cargado de esperanzas en el corazón “alonsoquesadiano” y, a la vez, de desengaños (como le ocurrió en su periplo de 1918, que alimentó su Poema truncado de Madrid). Ese mar que llegó a idealizar como travesía que es necesario recorrer para alcanzar lo deseado se me asemeja al mismo Mediterráneo que Cervantes contempló en 1610, anhelante de marchar a Nápoles para trocar el rumbo de sus azares después de un sinfín de infortunios.
El ingenioso alcalaíno tuvo tiempo para reivindicarse como escritor, pues publicó hasta su fallecimiento (1616) el setenta por ciento de su producción tras la decepción de Barcelona (el lugar donde precisamente fracasó don Quijote frente al Caballero de la Blanca Luna). Esta suerte no le cupo a Rafael. Ni aunque fuera consciente de la admiración, respeto y gratitud que cosechaba entre sus próximos y, por extensión, entre sus coetáneos. Ni aunque un desgarrador dolor atravesara la conciencia lírica isleña y nacional con su muerte. Tan joven y con tanto que ofrecer. La fortuna, disfrazada de coyunturas adversas, diseminó de un modo enfadoso e incomprensible el ascendente itinerario del reconocimiento y la consagración reservado al poeta desde mucho antes de su óbito. Todo lo demoró. Todo lo complicó. Todo lo enturbió. Un extraño silencio, inquietante, sospechoso… retrasó más de lo admisible la ubicación de Alonso donde debía, que es donde está. La pregunta es inevitable: ¿La explicación a lo ocurrido solo puede enmarcarse dentro de los límites del mal fario?
Consuela imaginar por respuesta que, tan pronto como el 4 de noviembre de 1925 nuestro familiar alcanzó el más allá, algún asno tras el que se enmascaraba algún dulce compañero Juan, gozador «de una infinita paz de Nirvana», le dijo juntando su hocico al oído del recién llegado Rafael Romero Quesada que aguardase, «que los caminos / solo están en el alma»; y que aguantase —«aguanta y aguanta…»—, porque en 1940 nacería quien, con su quehacer, le daría por fin la fama de la que era merecedor, la cual, como la cervantina, abarcaría el orbe completo. Su nombre: Lázaro Santana Nuez.
*Victoriano Santanta es doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.