Miércoles, 24 de diciembre.
Fiel a la tradición de los últimos años, Victoriano Santana nos envía la felípica de este año; o sea, el otro discurso de Nochebuena del rey, el que al autor le gustaría oír y leer. El alternativo. Este no es supervisado por el Gobierno y, probablemente, el jefe del Estado jamás lo dría.
Es un ejercicio literario que sirve para proyectar una visión del mundo diferente a la que ofrece la Casa Real con este tipo de alocuciones.
Ni que decir tiene que todo se formula desde el respeto hacia la institución. La condición de republicado convencido que ampara al autor no ha de traducirse en menoscabo alguno, ni grosería hacia quien representa en este momento a todos los españoles/as.
La de este año contiene un plus informativo: la "posición" de malestar del orador ante el libro que su padre, el rey Juan Carlos I, acaba de publicar, "Reconciliación". He aprovechado la ocasión para anlizar algunos pasajes de esta biografía que, a juicio del autor, tanto perjudica a la Casa Real. Es incomprensible que alguien que debería defender la monarquía, por ser quien es, haya sacado un libro que tan poco bien dice de ella. En fin...
Victoriano Santana*
Buenas noches y gracias por permitirme acompañaros unos instantes en una noche tan especial, de encuentro y celebración, que os deseo, junto a la reina, la princesa Leonor y la infanta Sofía, que sea feliz y tranquila.
Comencé mi discurso del pasado año hablando de la Dana, que había golpeado «con inusual fuerza varias zonas del este y sur de España, especialmente en Valencia», y lo mismo haré en el que ahora nos convoca. Es inevitable. Debo volver nuevamente a recordar esta catástrofe porque aún sigue viva en nuestros corazones. Como dije entonces, «las personas que perdieron la vida y los desaparecidos merecen todo nuestro respeto y no debemos olvidar nunca el dolor y la tristeza que han dejado en sus familias. Miles de personas vieron cómo lo que hasta hacía poco era su pueblo, su barrio, su trabajo, su casa, su negocio, su escuela, quedaba reducido a escombros o incluso desaparecía. Un hecho difícil de asumir, pero del que todos deberíamos poder sacar las enseñanzas necesarias que nos fortalezcan como sociedad y nos hagan crecer».
Vuelvo sobre el terrible asunto por la doble tragedia que lo ampara. Por un lado, el costo de vidas —ese bien supremo que siempre hemos de proteger—, por ese lacerante tormento que en su momento nos envolvió en una profunda angustia y un intenso pesar que monopolizó nuestros sentimientos y nos permitió percatarnos una vez más de lo frágiles que somos. La mala suerte puede hacer que, de forma inesperada, fortuita e instantánea, ese aludido bien supremo que es la vida nos sea arrebatado.
Esta conciencia filosófica de la existencia y de lo que es el azar adverso se vio azotada por el latigazo de otra desgracia, esta vez evitable o, al menos, que tenía que haber sido evitada; un siniestro que circunda lo peor de la condición humana: la mentira, el cinismo, la indolencia…; o sea, la crueldad, pues no sé de qué otro modo calificar el talante de un considerable número de los señalados en este —doblemente— aterrador suceso.
El 29 de octubre, en el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, se realizó un homenaje a las víctimas de la DANA, que coincidió con el primer aniversario de la tragedia. Presencié, en los rostros de familiares, el sufrimiento y la impotencia, la rabia y la desesperación. Nada que ver con lo que había contemplado un año antes en las zonas de la catástrofe. Ahora era distinto porque venía tamizado con la actitud de muchas autoridades, que parecían manifestar una suerte de atroz e incomprensible indiferencia. Nunca lograré entender lo que podía pasar por sus cabezas en ese instante. Los increpaban y recibían quejas —yo creo que justificadas— por su asistencia al acto, y ellos seguían allí, impasibles, como si estuvieran libres de aquel hondo malestar colectivo que se respiraba, como si se hallaran por encima del bien y del mal. Era comprensible aquella furiosa fogarada que se produjo. En los últimos meses, hemos visto a los reprendidos haciendo declaraciones en sedes institucionales, tergiversando la información, inventándose situaciones, diseminando bulos sin pudor, como si cualquier burda patraña sirviera para dar por bueno lo que, a todas luces, era, es y será repudiable.
Quienes son incapaces de solidarizarse con las víctimas o de mostrar un mínimo de afectación con el dolor ajeno se deberían plantear si son idóneos para ejercer responsabilidades políticas. Quienes carecen de empatía y simpatía carecen de cuanto es imprescindible para ser representantes del pueblo. En esto que ahora os cuento pensé; y también en cómo había sido posible llegar a este grado de desgaste —en ocasiones, envilecimiento— del marco institucional desde el que se gestiona el día a día de la ciudadanía. Los incendios de Galicia, Extremadura y Castilla y León de agosto confirmaron mis peores temores.
Me preocupa muchísimo constatar que, más veces de las admisibles, la frontera entre la maldad y la ignorancia es tan vaporosa que se vuelve imperceptible, favoreciendo que ambos conceptos se entremezclen de manera peligrosa y que individuos perniciosos estén al frente de colectivos, ejerciendo altas responsabilidades. Estos tipos a los que aludo solo pueden rodearse de personas tan dañinas como ellos, sujetos que valen más por lo que callan que por lo que hacen o dicen. Unos y otros instalan su autoridad sobre una alarmante ausencia de escrúpulos, que se testimonia en su interés por asumir el desempeño de funciones para las que no están capacitados. ¿Las consecuencias? Las inevitables: el inmenso sufrimiento de la población cuando deben tomar decisiones ante situaciones cruciales. Por su incompetencia, acrecientan los problemas que pretendían solucionar en vez de atajarlos.
Sé que la mentira, bajo todos los disfraces con los que se nos presenta, ha existido desde el origen mismo de la humanidad. No soy nuevo en el mundo. De ahí que, visto todo con un enfoque más comunal, lo grave no sea tanto la falsedad en sí —el desvío de la verdad con el propósito que sea— como la connivencia de quienes, conociéndola, estando al corriente del engaño, la promueven, la defienden, la sostienen, miran hacia otro lado, permiten su difusión. Su aceptación como medio para destruir al adversario político emponzoña las instituciones, las ensucia, porque da validez a una manera inmoral de actuar, a una forma de intervenir ante las responsabilidades colectivas que carece de ética. He percibido en este 2025 que en breve nos dejará una suerte de helor continuado ante la constatación de la insensibilidad y el descaro con el que se han ido arrojando sin límites, como ráfagas de proyectiles, embustes que han contribuido a horadar aún más los ya desgastados y, en según qué partes, frágiles cimientos del Estado.
Este demencial ataque al sistema me obliga a reconocer, aunque no me haga mucha gracia, que coincido con mi padre cuando afirma, en ese innecesario libro que acaba de publicar, que «nada está garantizado: las instituciones que hemos construido y que creemos sólidas pueden tambalearse bajo el yugo de políticos sin moral, más preocupados por su poder personal que por su país. En España, como en cualquier otro lugar, debemos permanecer alerta. El momento es crítico». Sí, el momento es crítico, como señala. Estoy de acuerdo. Preciso: es más crítico que en otras ocasiones de nuestra historia reciente porque ahora, en este instante, en esta parcela espacio-temporal que nos ampara, nuestros enemigos ya no dudan en mostrar su rostro, iluminado por el negro sol de la destrucción.
Hace unos días, el diez de diciembre, presidí el acto de promesa del cargo de la nueva fiscal general del Estado, doña Teresa Peramato Martín. Mientras se desarrollaba el breve evento, tomé en consideración lo que nos había conducido a ese momento: la dimisión de su antecesor por una sentencia que, grosso modo, apunta al calificativo de injusta y sitúa a quienes la han dictado por el carril de una prevaricación que a nadie debería causar indiferencia, pues hablamos de garantes, desde el lugar que ocupan, de la integridad del Tribunal Supremo. Si las altas instancias jurídicas del país no están a la altura de lo que se espera de ellas, ¿qué futuro nos aguarda? ¿El caos? ¿La ingobernabilidad? El poder judicial es el responsable de la paz que nos reconcilia con la vida que queremos y podemos vivir porque sobre él hemos asentado el Estado de Derecho que nos ampara. Es el pilar de la equidad, el guardián de las esencias constitucionales, el velador del equilibrio. Si quienes son sus agentes protectores fallan, el Estado falla; y si el Estado falla…