Antonio Morales*
Le van quedando pocos asideros a esta democracia de mínimos que estamos
viviendo. La jefatura del Estado hace aguas por todas partes, salpicada por la
corrupción, en un mar de lío de faldas, elefantitis y rechazo de la
transparencia y rendición de cuentas. El Gobierno surgido de las urnas, miente,
hace dejación de sus obligaciones, sucumbe a las exigencias de los mercados más
codiciosos, deja las decisiones soberanas en sus manos y arrastra consigo hacia
el rechazo y el desprecio ciudadanista a un Parlamento títere, a los partidos
políticos, a los sindicatos y la política. Deja tras de sí una espiral de
recortes de derechos laborales, sociales y civiles; de empobrecimiento y
exclusión social; de quiebra de la equidad y la igualdad. Y la Justicia no le va a la
zaga: ante un país intervenido nos debería quedar la justicia como referencia,
pero, desgraciadamente, según sus propias encuestas, un 60% de los españoles
considera que funciona mal. Los retrasos seculares, la falta de jueces, su
enorme corporativismo, la ocultación deliberada de múltiples expedientes
abiertos a los jueces, su excesivo conservadurismo, su boato decimonónico, la
falta de respeto a los ciudadanos con demoras sin tino, impuntualidades y
carencia de modales, etc, no contribuyen a modificar la opinión pública, a
pesar incluso de haberse gastado el CGPJ dinerales en campañas de lavado de
imagen. En los últimos meses, además, el Poder Judicial parece haber consumado
un esfuerzo para abrir brechas con la ciudadanía y nos ha mostrado la peor de sus
caras en una serie de hechos que cuestionan su objetividad e imparcialidad,
garantes de las libertades ciudadanas.
El asunto Garzón supuso, sin duda, el primero de los aldabonazos más recientes.
En medio de la instrucción del caso Gürtel y de la apertura de un proceso para
la investigación de los crímenes del franquismo, el Tribunal Supremo echa por
tierra la carrera de uno de los jueces que más había sintonizado con el sentir
popular. Coincidiendo con la estrategia del PP y de la extrema derecha, siete
jueces del Supremo, “una casta de
burócratas al servicio de la venganza”, según Jiménez Villarejo, hicieron
prevalecer, frente a la opinión de los fiscales y otros jueces que también intervinieron
en el proceso, los derechos de una delincuencia organizada, que alegó un
pretendido desbaratamiento de las estrategias de defensa. Sucedió lo mismo con
los que pretendían mantener impunes los crímenes de la dictadura de Franco. De
un plumazo se cargan a uno de los jueces más valorados, se frena un caso de
corrupción que salpica de lleno al PP y se impide investigar los crímenes
del franquismo. Frente a cientos de casos archivados o durmientes de
acusaciones de prevaricación contra jueces, la diligencia con la que se juzga a
Garzón produjo serios cuestionamientos al proceso por parte de expertos
españoles o internacionales como Human Rights, que no dudó en atribuir la
sentencia a “represalias”. Pero lo
consiguieron y eliminan, a toda velocidad, a un juez progresista, defensor de
los derechos humanos y reconocido internacionalmente. Gaspar Llamazares no dudó
en afirmar que “nunca un tribunal tan
alto pudo volar más bajo”.
Lo que sucede con el “caso Urdangarín” no mueve un ápice el escenario. Frente
a aquello de que “la justicia es igual
para todos”, lo cierto es que el Rey supo por adelantado que Iñaki
Urdangarín iba a ser imputado por presunta apropiación de fondos públicos, lo
que le permitió preparar las estrategias con antelación, según apuntaron
distintos medios de comunicación. A pesar de que tanto el Supremo como el CGPJ
aconsejan penar a los cónyuges, casualmente la infanta Cristina, miembro del
consejo de administración de Nóos y titular del 50% de la sociedad patrimonial
Aizoon, utilizada supuestamente para desviar fondos públicos, no ha sido
imputada y, ni siquiera, llamada a declarar como testigo, al contrario que la
esposa de Diego Torres, socio del yerno real, que sí lo ha sido. La portavoz
del CGPJ llegó a plantear el pasado mes de febrero que no “todos los imputados son iguales” y que no se puede “estigmatizar” la imagen de Urdangarín.
Por supuesto que lo de Carlos Dívar también clama al cielo. El presidente
del CGPJ y del Tribunal Supremo nos sorprende a todos con unas copiosas facturas
de gastos fastuosos, en fines de semanas pletóricos de satisfacciones en
Marbella, y no pasa nada. El fiscal cierra filas en su favor y se le acepta su
informe, al contrario de lo que sucedió con Garzón. Los miembros del alto
tribunal se enfrentan entre sí y se pide la dimisión del denunciante; se
aumenta el cuestionamiento de la justicia, y no pasa nada. Pero lo cierto es
que se ha producido un despilfarro considerable de dinero público en unos
momentos durísimos y, como se haría en cualquier institución, no se ha abierto
ninguna investigación, ni se le ha imputado, ni se le llama para que declare y
dé las explicaciones necesarias. Dívar, que expresó hace un tiempo que “hace falta mucho valor para ser juez”
y, más tarde, que no era tolerable tratar de prevaricadores a miembros del
supremo ni dudar de la honestidad y el trabajo del órgano de gobierno del Poder
Judicial, “que soy testigo en ambas
instituciones de las horas y del sacrificio que consigo llevan”, considera
una “miseria” el dinero gastado en
actos dudosamente oficiales y permite que la mayoría de los vocales
trabajen de martes a jueves solamente. Es lo que él llama “tener la conciencia tranquila”. Austeridad, ajustes,
recortes y la máxima autoridad del poder judicial y otros de sus miembros viviendo
a cuerpo de rey (nunca mejor dicho). Pura transparencia y dedicación. Como dice
José Antonio Martín Pallín (“¿Para qué servimos los jueces?”. E. Catarata), “no basta con jurar o prometer acatamiento a
la Constitución
para tener convicciones democráticas. Es necesario integrar en la vida de cada
uno, los sentimientos, los principios y los valores que deben estar presentes
en la aplicación de la ley”.
Y podríamos seguir hablando del archivo de la causa abierta contra el
banquero Botín por fraude fiscal, de la orden del fiscal general del Estado
para que no se recurra el veredicto del Jurado Popular a favor de Camps, del
indulto al consejero del Santander Alfredo Sáenz, de la anulación de la
expulsión como juez de José Antonio Martín… Pero llega Gallardón y, para
arreglarlo todo, nos propone una justicia aún más retrógrada, clasista,
conservadora y reaccionaria. Se trata en definitiva de alejar la justicia de
los ciudadanos con menos posibilidades económicas aumentado enormemente las
tasas judiciales y retornando al sistema de elección del Poder Judicial de
1980, lo que afianza el dominio de casta de los jueces más conservadores.
Frente a la creación de más juzgados, a la búsqueda de más rapidez y eficacia,
a un acceso más numeroso y más plural de los jueces a la carrera judicial, el
PP nos pretende devolver a un pasado más oscuro, endogámico, menos
democrático. Mercedes Gallizo afirmó hace poco que “un estado implacable con los débiles y débil con los poderosos
pervierte el sentido de la justicia, del derecho y de las leyes”. Es más o
menos lo mismo que dice Martín Fierro en unos versos citados por Martín Pallín: “La ley es tela de araña./En mi ignorancia
lo esplico:/no la teme el hombre rico,/nunca la tema el que mande,/ pues la
ruempe el bicho grande/ y solo enrieda a los chicos”.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes.