Miércoles, 29 de junio.
«[…] el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio […]»
Albert Camus, La peste (1947), cap. V
Por fortuna para la humanidad, hombres como Francisco Morote siempre han existido. Han sido y son los próceres, los prodigiosos, los benefactores que, con sus pasos, han contribuido y contribuyen a enriquecer la vida de sus semejantes; y son también sus maestros, aquellos que supieron trasladar a sus discípulos una imagen sobre cómo ha de ser el mundo que se necesita, los que lograron mostrar a sus discentes un punto de vista alternativo que caló en su entendimiento y que terminó por ser el sustento de cuanto ha hecho posible que los consideremos inmortales. Pensadores, científicos, estadistas, artistas…, desde hace milenios, nos han conducido de un modo u otro a este siglo XXI que ahora nos contempla, repleto de miserias, es cierto; mas lleno, henchido, de maravillas. ¿Mejorable? Sí, claro, todo siempre es perfectible; pero, sin duda, superior a lo que ha habido de aquí para atrás. Ninguna etapa de la historia, por muy virtuosa que haya podido ser y muy nostálgicos sus afines, se desea en el fondo repetir. La Edad Dorada no existe y la de los áureos, la de quienes, a la vanguardia de su tiempo, colocaron en el tortuoso camino de sus coetáneos baldosas para que pudieran avanzar más y mejor, no ha dejado nunca de darse.
El autor de este libro, inmortal maestro de inmortales, es uno de esos hombres de oro aludidos que, entre tantos calificativos positivos, se ha hecho acreedor de uno que lo define a la perfección: esencialmente bueno. Su bondad le conduce a desear el bien a todos sin distinción. Su concepción de la totalidad es coherente: hay en su obra un lugar para los seres humanos y, junto a estos, para las especies botánicas y zoológicas, con las que compartimos el planeta en igualdad de condiciones. Como su pensamiento se articula con el propósito de defender a ultranza ese exclusivo hogar que poseemos, la Tierra, sus miras intelectuales y filantrópicas se orientan hacia nuestros semejantes, los únicos seres que han sido capaces de convertirse en agentes transformadores de la superficie terrestre, de la biosfera y de la biodiversidad. Este hecho, que jamás se había dado en los cuatro mil quinientos millones de años que tiene el planeta, condujo a Eugene F. Stoermer y, más tarde, a Paul J. Crutzen a popularizar a principios de siglo el término “Antropoceno”. Con esta voz pretendían asentar la idea de que tras el Pleistoceno y el Holoceno había surgido una nueva etapa geológica dentro del periodo Cuaternario. En uno de los textos de este libro, al hilo del cambio climático, aborda el tema enfocando y proyectando su interés en mostrar cómo los humanos están causando daños graves en el medioambiente y, al mismo tiempo —como si no pudieran evitar el instinto autodestructivo—, en cuanto necesitan para sobrevivir: paz, libertad, seguridad, alimentación, salud, solidaridad…
Aunque el panorama que nos presenta no es el que debería ser, las atenciones que nos dedica son un grito de esperanza y convicción de que es posible vivir en un mundo mejor; un mundo más igualitario, más justo; un mundo de todos y no de unos pocos; un mundo, en suma, más radiante. El mundo que nos propone está más próximo a la felicidad y carece de lastres argumentales que motiven la conclusión de que habla de un lugar que habita en la imaginación y no en la realidad ni de que se deja llevar por el impulso de fundar una suerte de utopía cuya única validez se halla en la ficción porque no es así. Al contrario. Nada más factible, posible, tangible y realizable que todo cuanto nos expone como sugerencias para lograr ese altermundo, pues solo requiere de aquello que ha permitido estimular los cambios trascendentes a lo largo de los miles de años de historia que nos preceden: la voluntad de mejorar.
Morote cree con firmeza en la fortaleza que tienen los deseos transformadores colectivos y sabe cómo alentarlos haciendo uso del exclusivo y singular recurso que tenemos los seres humanos para sobrevivir, la única capacidad que nos diferencia del resto de las especies con las que compartimos el mismo planeta: una inteligencia que nos permite razonar, dialogar y escoger bajo parámetros científicos qué es lo que nos conviene. Por eso es un hombre generoso: porque no se ha guardado para sí su creencia ni su conocimiento; porque ha decidido invertir tiempo y energías a lo largo de su vida para trasladar la esperanza altermundista a través de sus pensamientos, sus análisis, sus conclusiones… Este libro es un reflejo de la preocupación que siente por nuestro presente y, de alguna manera, porque es humano y los afectos próximos sujetan de un modo especial, por el futuro que vivirán los suyos cuando de él nos quede solo la memoria y la palabra. En esta inquietud se fundamenta la razón filantrópica de sus miras y es aquí donde hallo, en un discreto y siempre cálido lugar del discurso, en los intersticios de los renglones, en el backstage de cada hecho declarado y reflexión compartida, la imagen de su nieto Luis. ¿Qué mundo le estamos dejando? Cuando tenga la edad en la que su abuelo publicó En clave altermundista, ¿cómo será la sociedad? ¿Más ecosocialista, ecofeminista y ecopacifista que en la actualidad? Él es el emisario de estas palabras, el llamado a atravesar la frontera que separa los siglos XXI del XXII. ¿Le hablará a su nieto como ahora, a través de este libro, le habla su abuelo? ¿Serán sus temas los mismos e idénticas sus preocupaciones?
Tiene Luis, sin duda, una hermosa misión: lograr que el mensaje que contiene estas páginas siga vigente cuando ya no estemos. Dentro de cincuenta años, convendría que cotejara su realidad con esta certera crónica de la época que nos ha tocado, tan repleta de injusticias, de fallos en el sistema y de errores que no se han subsanado porque no ha habido interés para ello; un periodo donde buena parte del planeta no puede tener una percepción nítida de que vive, sino de que se sobrevive. Nuestro deseo, el de Francisco Morote y el mío, y por extensión y suposición el de toda la gente de bien que nos rodea, es que dentro de medio siglo —probablemente próximo a la jubilación— Luis relea el libro y concluya que por fin el mundo —su mundo— es y está tal y como su abuelo consideró que debía ser y estar. Cuando eso suceda, logrará aprehender con la hondura necesaria que en 2022 la obra asimilada era un producto acerca de un pasado que se deseaba arreglar en el presente y que aspiraba a que en el futuro se viera como una lejana historia sobre lo que el mundo fue; y, al mismo tiempo, que su abuelo —sabio y reconocido entonces y ahora—, consciente de las dificultades que suponía abordar el “altermundismo” y, con el término por bandera, del peso que han de tener voces como “solidaridad” y “compromiso”, se entregó en la teoría y en la práctica al generoso propósito de mostrarnos con la amabilidad de quien busca lo mejor para los demás qué debería ser extirpado y qué modificado; cuánto convenía ser añadido y qué era menester preservar.
«La educación es un arma de construcción masiva»
Marjane Satrapi, historietista franco-iraní
La impresionante obra que nos convoca está dividida en dos grandes partes: la primera, denominada “Capitalismo”, contiene ocho apartados y recoge un total de 67 artículos; la segunda, titulada “Altermundismo”, distribuye su contenido en nueve secciones y 64 textos. Los 131 escritos que la componen se fueron publicando en diferentes medios de comunicación a lo largo del siglo XXI. El conjunto viene a ser una continuidad de su Después de la Guerra Fría y otros artículos, que apareció en la Editorial Fundamentos, en 1999, y que estaba constituido por un repertorio de escritos que, siguiendo las mismas directrices científicas, didácticas e ideológicas que el que nos convoca, habían visto la luz durante la última década del siglo XX. Ambos títulos forman una unidad de pensamiento y de preciso quehacer fácil de percibir en la coherencia del mensaje que se comparte y en la solidez de la argumentación con la que se desarrollan los diagnósticos de las situaciones y las propuestas que se ofrecen como alternativa.
Dos relevantes decisiones marcan la diferencia entre ambos proyectos editoriales: por una parte, la supresión, en el que nos reúne, de cualquier detalle que informe de la fecha de publicación. Aunque mantienen los escritos un orden cronológico, no se ha dejado constancia alguna de cuándo vieron la luz. ¿La razón? Consolidar la idea de que el problema que se plantea y el remedio que se proponen no son puntuales, específicos de un momento determinado, sino que están integrados en un extenso periodo que, en la connotación del lector, no debe quedar sujeto a los límites temporales que marca la datación del medio donde se han divulgado.
Por otra parte, no se ha intervenido en la reiteración de los planteamientos, las citas, las conclusiones… que se dan en los artículos que comparten una sección. En una monografía, estas repeticiones podrían llegar a ser un antipático problema que dificultaría el acceso al texto; pero en una obra tan heterogénea y extensa como la que ahora nos convoca y tan dependiente de su naturaleza recopilatoria, no representa fallo alguno que exija una subsanación, pues contribuye a consolidar, por un lado, la noción de que nada de lo que se cuenta está desactualizado ni forma parte de un pasado ya superado: el mundo ha cambiado, pero en el fondo sigue siendo igual, como viene a proclamar el principio del “gatopardismo”. Por desgracia, todo cuanto se ha ido recogiendo en las últimas dos décadas de artículos sueltos y que ahora se ofrece agrupado por temas y contenidos más o menos comunes no ha desaparecido, y los crímenes contra los Derechos Humanos y nuestro Estado de bienestar se siguen perpetrando. Por otro lado, esta ausencia de datación facilita y promueve el que se pueda acudir al volumen sin necesidad de seguir la secuencia que marca el índice. De algún modo, en esta circunstancia participa la obra de esa virtud que atesoran sus homólogas imperecederas: que por dondequiera que se comience la actividad lectora siempre habrá un camino que merecerá la pena ser recorrido sin que haga falta saber cómo fue el inicio y el desarrollo del título hasta ese momento ni de fijarse en el intelecto cuál ha de ser o podría ser el final.
Además, el mantener las mismas citas en reiteradas ocasiones, las mismas ideas y los mismos datos en diferentes artículos tiene también mucho de letanía: es la retahíla de la conciencia, la oración de los males presentes y los bienes esperados. Los apuntes son terribles, la verdad es insoportable. Hay que repetirla, hay que anunciarla y proclamarla. No cabe el silencio. No es admisible la lectura pasajera, efímera, el vals de los ojos en los renglones, el salto de página, el desdén por el punzón. No. Han de clavarse los datos, fijarse, aprehenderse. Deben mortificar, dañar la estabilidad. Hablan de la desigualdad y de la injusticia, de la mala suerte y de la impotencia. Por eso no importa que se repitan; al contrario, es imperativo ser reiterativos en ellos. El olvido no ha de caber como excusa para la inacción, como tampoco la pereza ni la abulia.
Súmesele a lo señalado que nada hay más didáctico que volver sobre lo ya dicho, repetirlo, insistir en que conviene no deshacerse de lo apuntado para que se pueda constatar cómo encaja con lo nuevo. A la condición de maestro suma Francisco Morote otra que nos vincula especialmente: que fue, es y será siempre un docente vocacional, lo que no ha de extrañarnos, pues su padre y el padre de su padre —homónimos los tres— también fueron profesores. El peso de un siglo de magisterio en su ADN hace que le resulte inevitable el que aflore su actitud pedagógica en el discurso. De ahí el método socrático que, en sus exposiciones, representa un rasgo de estilo; de ahí ese lenguaje accesible, próximo, preciso, impecable, sin buscar ese alambicamiento propio de quienes consideran que solo lo que llega a una inmensa minoría es lo que merece la pena escribirse y leerse. De ahí ese convencimiento que he tenido desde el primer artículo de que es esta una obra adecuada y necesaria para nuestro alumnado (el suyo, el mío) de secundaria y para el que cursa estudios superiores, pues sostiene su naturaleza sobre el hecho de ser un libro de historia reciente de la economía y la sociedad centrado en aquellos aspectos que se han abordado en los medios —de ahí que los hayamos podido conocer— y que, a la vez, en estos mismos medios u otros afines se ha ocultado y manipulado. No se cuenta nada que no deba saberse y que nuestros jóvenes no puedan asimilar ni comprobar.
El mundo que los sistemas de distribución de contenidos y las redes nos ofrecen en la actualidad es hostil, enconado, irascible… y no se vislumbra perspectiva alguna de mejora. ¿No hay salida? Lo más perturbador del análisis es detectar que aquello que ha de estar en el pasado y seguir allí atesora una clase de incuestionable vigencia que nos conduce a una incertidumbre que, en ocasiones, puja por inclinarse hacia los peores presagios: el futuro no será distinto. Esos discentes que habitan en mi simulación deberían preguntarse, aunque solo sea de un modo retórico, si este presente y este pasado que nos expone Morote están llamados a ser permanentes. La duda hiere. ¿Será el futuro como el presente? Si así fuera, les diría el maestro, no tendría sentido pensar en el mañana como ese refugio donde depositar el deseo de un mundo mejor. Dejaríamos así de cumplir con el natural impulso de nuestra especie: utilizar la inteligencia para evolucionar perfeccionando el statu quo.
A pesar del panorama desolador que parece mostrarse, el autor no es pesimista. En el fondo, su fe en el ser humano es mucho más poderosa que cualquier opuesta posición que conduzca al derrotismo o la resignación. Por eso es la voz “esperanza” el término clave en este volumen, en esta pieza intelectual y académica indispensable, en este vademécum de historia reciente e historia probable que merece la pena morder y hacer morder, como la manzana edénica, para que se pierda el paraíso de la candidez y se sitúe al destinatario en un estado de conciencia del mundo circundante que lo habilite para actuar en su mejora. La sólida formación de nuestro autor, su abrumadora capacidad de análisis tan rigurosa como exquisita y una elevada dosis de sentido común contribuyen a que las previsiones de antaño expuestas en sus artículos se hayan convertido, por mor de los acontecimientos posteriores, en realidades constatables; de ahí que sea razonable considerar el valor de luchar por la implantación de todas las propuestas altermundistas que nos ofrece en sus páginas. No son las suyas cualidades de visionario o profeta, ni deudoras de varitas mágicas o inspiración divina para acertar con el diagnóstico, sino propias de un humanista que cree en el método científico.
En la claridad, sosiego y precisión de su mensaje, en el sentido dadivoso de su propósito y en la firmeza de su compromiso, me ha venido a la memoria en no pocas ocasiones mientras leía y editaba este volumen la magna figura de Julio Anguita, a quien siempre agradeceré el que nos mostrara, con su aplastante coherencia y sus magníficas explicaciones, cómo es posible concebir una sociedad donde no solo sea probable, sino inevitable, el bien común, la prosperidad, el equilibrio que a todos ha de igualarnos y unirnos. Entiendo que tuviera en su momento tantos adversarios y enemigos; e intuyo que, por los mismos motivos, no pocos opositores —por utilizar un término suave— ha tenido Francisco Morote a lo largo de su vida. Sin duda alguna, es este el precio que se paga por iluminar los caminos oscuros y mostrar dónde se hallan los malandrines escondidos en las zanjas del poder y maquinando para que se produzca una de las peores iniquidades de la condición humana: que los beneficios de una minoría sean los perjuicios de una mayoría.
Aceptemos que la verdad, cuando es tan clara y notoria, duele, y no poco, por cierto; pero es la que es —«dígala Agamenón o su porquero», como apunta Juan de Mairena a sus alumnos—, y la que sobrevive en estas páginas nos conduce a pensar que, en ocasiones (más de las aceptables), el egoísmo con el que justificamos la existencia de las desigualdades y las inclinaciones por desatender a quienes se hallan en peores condiciones que nosotros quizás no sea más que el reflejo de una actitud vital en la que, como si de las parcas se tratara, confluyen la maldad, la indolencia y la ignorancia. En otras palabras, el deleznable placer que deben experimentar esos “banksteres” y “petrogánsteres” —términos que usa Morote— junto con adláteres políticos y empresariales situados todos en posiciones destacadas y visibles —no se ocultan, como muy bien ha observado nuestro autor— cuando contemplan el sufrimiento de semejantes que son concebidos como enemigos a los que exterminar (si no, no se explica, por ejemplo, que algo técnicamente resuelto como el hambre no se haya puesto en práctica aún y que todavía existan ofensivas e hirientes cotas de inanición en la población de muchos lugares del mundo); más el pasotismo de quienes contribuyen a consolidar esa lacerante neutralidad que equipara en la balanza a los abusadores con los abusados siempre que niegan la importancia de cada actuación filantrópica individual y sostienen sin rubor que las acciones que aspiran a mejorar el planeta son tan efectivas como pretender disminuir la cantidad de agua de los océanos utilizando baldes; más el desconocimiento por incultura moral e intelectual de que es posible un mundo más justo y beneficioso para todos y se acepta sin cuestionar su validez lo que nos es dado como axioma: una suerte de escala de valores donde ya van prefijados quiénes son los buenos (los prosistema) y quiénes no lo son (los antisistema), cuando en realidad, con la debida perspectiva y con las cartas bocarriba, sin manipulados ases escondidos y duplicados, es al revés. ¿La verdad? Mátrix es el error.
«Si cuido de los pobres me llaman santo, pero si pregunto por qué son pobres me llaman comunista»
Helder Cámara, obispo brasileño
¿Hay algo perjudicial en lo que propone Francisco Morote? ¿Hay algo que sea nocivo? ¿Algo de lo que se reclama, defiende, expone cabe definir como injusto, inhumano, inmoral, inaceptable… desproporcionado? ¿Qué rechazo a lo que sugiere conviene apuntar? No sostiene nada que la inmensa mayoría del país, del continente, del planeta —incluidos aquellos que cobran por callar, no pensar, ser muñecos de ventrílocuo y, cual rehala, pulsar botones o levantar brazos cuando lo ordene el ovejero de turno— no considere razonable, justo, necesario. Confieso, llegado a este punto, que al recorrer las páginas de En clave altermundista una corriente de plácida concordia me inunda. Es como si hallara en ellas, agrupadas, bien organizadas, compuestas con exquisitez, todo el enorme conjunto de convicciones que he ido acumulando a lo largo de mi vida sobre cómo debería ser la sociedad a la que pertenezco. Yo quiero esa transición pacífica que determina el cambio de «un mundo capitalista neoliberal, de unos pocos y para unos pocos, a un mundo ecosocialista democrático, de todos y para todos»; y deseo —por eso estoy aquí, ahora, así, para ti, con esto— que todos tengamos claro que es necesaria esa transformación.
Yo defiendo, como él, [1] que la pobreza sea declarada ilegal, como lo es la esclavitud; y [2] que se reduzcan de manera efectiva las diferencias económicas y sociales entre países y entre clases, favoreciendo con ello una implantación absoluta de los derechos humanos por medios pacíficos; y [3] que se combine —sobre todo en los partidos de izquierda, que son quienes deberían estar más al tanto de esta necesidad— la lucha contra la indigencia y la exclusión de nuestros compatriotas «con la solidaridad y la mayor acogida posible hacia los pobres y empobrecidos inmigrantes y refugiados que huyen de la miseria y de las guerras de Asia y África»; y [4] que haya una banca pública bien supervisada y capaz de operar con criterios éticos y económicos sostenibles; y [5] que se ponga fin a los indecentes paraísos fiscales, «esos agujeros negros del sistema por los que se cuela, hasta ocho billones de euros como mínimo, todo el dinero de la evasión y de la elusión fiscal de los poderosos», según Morote; y [6] que se renacionalicen empresas y servicios públicos clave (luz, agua…), pues por culpa del absurdo afán privatizador de los responsables políticos y del interés crematístico de sus gestores se han vuelto costosos y precarios; y [7] que se impongan determinadas tasas, como la Tobin, que pongan freno a la especulación financiera; y [8] que sea posible una justicia fiscal donde las rentas tributen en proporción a los ingresos; y [9] que se lleve a cabo el cobro de esa gigantesca deuda privada que tienen con la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra los grandes bancos, las compañías transnacionales y los hiper-mega millonarios capitalistas; y [10] que se cree un Tribunal Penal Internacional para los Crímenes Económicos contra la Humanidad, como vienen reclamando muchas organizaciones en nuestro planeta (ATTAC, por ejemplo); y [11] que, junto a este, se instaure un Nuevo Orden Financiero Internacional (NOFI), «que reglamente y supervise el desregulado sistema financiero internacional, los mercados financieros, la banca especulativa, estableciendo impuestos disuasorios y solidarios», como sostiene nuestro autor; y [12] que se fije una Renta Básica Universal que permita configurar una sociedad donde sea posible concebir la supervivencia con un mínimo de dignidad y que sea factible de este modo la consolidación de un nuevo capitalismo; y [13] que se condone la deuda externa de los países más empobrecidos de África, Asia y Latinoamérica; y [14] que los saharauis tengan derecho a un referéndum de autodeterminación para decidir su futuro; y [15] que anide, en el territorio de las urgencias, la necesidad de proteger, promover y mejorar hasta la suprema excelencia los servicios públicos (sanidad, educación, asuntos sociales, pensiones…) que son fundamentales para nuestro Estado de bienestar y que tanto ha costado conseguir y que el impulso neoliberal, siempre austericida, ha desmantelado y precarizado en su habitual y demencial inclinación por privatizarlo todo; y [16] que vivamos en una democracia plena (el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo) y no en la irritable y dañina plutocracia (el gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos) que nos rodea; y [17] que no deje de estar encendida ni de mostrar su luz y calor la llama que dio origen y sentido al 15-M; y [18] que en este mundo, que debería ser de todos para todos, jamás se imponga entre los “tierratenientes” (los que se consideran dueños del planeta, como señala nuestro autor) la reafirmación de sus actos con esa despótica declaración atribuida a Luis XV: «después de mí, el diluvio»; y [19] que el siglo XXI, el que nos acoge, el que sobre las cenizas aún candentes del precedente está llamado a ser especial, sea de toda la humanidad, sin distinción de raza, sexo, credo, procedencia… y no de aquellos que solo lo conciben en función de las influencias que ejercen los diferentes bloques de naciones enfrentados; y [20] que el verdadero órgano de gestión de ese otro mundo posible más justo, más equilibrado, con menos desigualdades, sea la ONU, ese G-192 que, en su representación de la humanidad, se ha de oponer a los excluyentes G-7 y G-20 a la hora de atender a una incuestionable máxima: que los problemas globales deben gestionarse de manera global. Como nos apunta nuestro autor:
«La ONU, con todo su déficit democrático a cuestas es, pese a los esfuerzos por impedirlo, el marco donde se ha abordado, con todas sus insuficiencias, el problema del calentamiento global y el cambio climático y, también, el escenario del compromiso de la comunidad internacional para reducir, por medio de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, el hambre, la pobreza extrema y otras lacras que afligen a cientos de millones de personas que viven en los países empobrecidos».
Por supuesto que defiendo todo esto y que me uno al propósito de contribuir con el cambio que nos ha de llevar a una sociedad [21] que ha hecho suyas las ideas y valores ecosocialistas, ecofeministas, ecopacifistas y de defensa a ultranza de los Derechos Humanos —que no han de ser una sugerencia, sino de obligado cumplimiento por parte de todas las naciones del citado G-192—; una sociedad [21] que, sea donde sea —y desde la opinión pública internacional, la intelectualidad responsable y la movilización ciudadana—, es capaz de frenar los desmanes que promueven la globalización neoliberal y, de manera más concreta, el impulso de Occidente a considerar que la hoja de ruta de nuestro presente la ha de marcar Estados Unidos de América, y que lo que es bueno para los intereses de este país lo es también para el resto de los que han optado por ser sus afines; una sociedad [22] que es consciente de que no se equivoca cuando elige a representantes públicos que enfadan o causan desconfianza al poder económico y político por el simple hecho de proclamar y defender aquello que no encaja con lo que el establishment considera admisible; una sociedad [23] que sabe cuál es su enemigo y que, desde una asunción firme de lo importante que es una gran coalición de fuerzas de izquierda que consiga, por medios electorales, el poder gubernamental de los Estados con el fin de sujetarlos al bien común, está capacitada para emular ese “de la ley a la ley” de Torcuato Fernández-Miranda y convertirlo en un “de su democracia a nuestra democracia” con un solo acto de incuestionable coherencia: «no votando a los partidos de ideario neoliberal —prácticamente casi todos los de la derecha europea actual— ni a los partidos cuya tibieza y hasta complicidad con el neoliberalismo les haga indignos de contar con el apoyo de las clases populares», como nos sugiere el autor.
«Hemos alterado tan radicalmente nuestro entorno que ahora hemos de modificarnos a nosotros mismos para poder existir en él».
Norbert Wiener, matemático estadounidense
Sí, repito, defiendo, sostengo, proclamo, cuanto ha venido proclamando, sosteniendo y defendiendo Francisco Morote durante muchas décadas y que viene recogido en el presente volumen, una obra que me resulta imposible no calificar como un extenso, generoso y valioso catecismo de la solidaridad y del compromiso con los habitantes de la Tierra; una suerte de evangelio que no desmerece al religioso, pues habla del milagro de la verdad y de la fuerza de la esperanza, y fija el camino por donde ha de hallarse el remedio para las desigualdades. El mensaje sagrado del texto bíblico aquí se transmuta en uno de naturaleza social y ecológica (por encima incluso del que pudiera ser económico o político), que solo necesita del verbo científico para constituir el ensamblaje del discurso. Las efes entremezcladas del referente religioso —fe y ficción— se ven en la obra que nos convoca convertidas en un sólido argumentario sostenido con el debido rigor, el admirable humanitarismo y la demostrada magnanimidad de nuestro autor y que no aspira a más que mostrar que otro mundo es posible y que solo la voluntad por hallar el equilibrio es lo que hace falta. Los que están en lo alto han de bajar; y los de abajo, subir. En el punto donde se encuentren, ahí, en esa confluencia, se habrá de situar la virtud del siglo en el que vivimos. Quizás Paco y yo no lo podamos ver; esperamos que Luis, sí.
El aludido milagro de la verdad es el descubrimiento en las presentes páginas de que hay solución a los males que nos aquejan. Se sabe cómo realizar el cambio y se conoce cuáles serían sus beneficios. Llegados a esta certeza, es irremediable volver sobre las preguntas ya expuestas (recuerda: repetir es pedagógico y liberador): ¿Qué hace falta para que sea posible acceder a esa ruta que nos conduzca a un mundo mejor? ¿Qué lo impide? ¿Es una cuestión de maldad? ¿De indolencia? ¿De ignorancia? ¿Por qué no puedo evitar esa íntima inquietud de que muchos que necesitan de esa verdad, en el peor de los casos, terminarán despreciándola volviendo sus miras a otro lado? ¿Por qué tengo el triste convencimiento de que, en la menos mala de las situaciones, no faltarán quienes apelen a la expresión “quimera” para calificar el discurso que recorre este tomo, inhabilitándolo así como propuesta? ¿Cómo mostrar y demostrar el error en el que se hallan los aludidos cuando desdeñan, de un modo voluntario o no, que la esperanza y el convencimiento sobre los pasos que han de darse para conseguir lo que se quiere y se necesita son los únicos motores que han permitido a la humanidad avanzar y alcanzar este siglo XXI que ahora nos contempla y que, como señalé al principio, con independencia de sus miserias, está lleno, henchido, de maravillas?
Hemos de luchar por la paz auténtica, la permanente y consecuente, como nos indica nuestro autor, y no la que proviene de una actitud oportunista, coyuntural; y con ella, con la paz lograda, hemos de buscar aquello que nos dirija hacia el progreso real; y con su mayor o menor alcance, hemos de procurar que la igualdad sea inevitablemente global. Cuanto hemos de realizar requiere de esa conglobación que señala Morote. De la unión de personas, colectivos, pueblos, Estados, organismos… a favor del reto de construir el mundo definitivo, el que sabemos que queremos y que necesitamos (justo, solidario, pacífico y sostenible) va esta obra; y del compromiso —de un intenso, inmenso y hondísimo compromiso— para que los vínculos que guían el propósito sean indestructibles; y de una defensa a ultranza de la vida, de la nuestra y de la de ellos, de la de ustedes y de la de todo cuanto forma parte de lo que nos rodea. Por eso es este un libro bondadoso, aunque sea crudo en sus verdades, aunque duelan las desigualdades, aunque hieran las injusticias; por eso, es una obra que, casi sin proponértelo, te convierte en un militante activo del “altermundismo”, en un convencido de que es posible hacer de nuestro planeta ese espacio maravilloso que tenemos claro que es a pesar de que nunca lo podamos ver ni disfrutar como nos gustaría.
Con el tomo en mis manos y, en mi intelecto, la profunda admiración por su contenido y por lo que representa, solo me resta asumir el compromiso que me corresponde con la causa. Atenderé al deber que conlleva luchar por el “altermundismo”. Cuidaré de mi parcela, nuestra parcela; de ese huerto desde el que me será posible cultivar para compartir los humildes frutos, ya enumerados, de mi ecología, mi socialismo, mi feminismo, mi pacifismo y mi defensa de los Derechos Humanos; degustaré con mis semejantes cada pequeño logro, cada ínfimo paso que nos acerque a ese mundo deseado; e informaré a cuantos me acompañen que conmigo tengo el inmenso privilegio de llevar la buena nueva de la humanidad. Y cuando obtenga tras mi afirmación algún gesto de extrañeza, me bastará con mostrar un ejemplar de este libro y decir simplemente «hela aquí».
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.