Miércoles, 27 de marzo.
Victoriano Santana*1. LOS PREJUICIOS. ORBITANDO LA EXPERIENCIA
1.1. SIN LIBRO: ELUCUBRACIONES Y EXPECTATIVAS | Suculenta, cuanto menos, es la controversia que ha podido suscitar la publicación de la reconocida como última novedad literaria (que no necesariamente editorial) de Gabriel García Márquez: En agosto nos vemos. Digo «última novedad literaria» porque los hijos del escritor han declarado que «ya no hay ninguna novela misteriosa» escondida en el Harry Ransom Center de la Universidad de Austin (Texas), donde se custodia el archivo del escritor, ni en otro lugar ajeno a la citada institución académica: «no hay más libros porque no hay más libros no terminados, este es el último sobreviviente», señaló el primogénito del novelista, Rodrigo, en la presentación de la obra el pasado 5 de marzo en el Instituto Cervantes. Y digo «no necesariamente editorial» porque intuyo que todavía querrán sacar quienes pueden hacerlo cuanto tengan a mano del colombiano (reediciones, estudios críticos, facsímiles, recopilatorios, etc.) durante muchos años más. Y digo lo de «suculenta controversia» porque el genio de genios ha logrado situar de un modo involuntario su póstuma en el punto donde el debate que suscita su aparición es casi tan apetecible como el objeto conflictivo, o sea, el título; al menos, dentro del ámbito en el que se desenvuelven los deseos y los intereses (publicar, destruir, compartir, silenciar, mercadear, homenajear…), así, en plural, pues son varios —enfrentados, contingentes y transversales— e implican, de un modo u otro, tanto al creador como a cuantos orbitan a su alrededor: deudos, entorno editorial, lectores, críticos, etc.
Llegada la noticia del libro, los prejuicios configuran la discusión. Lo que a unos enfada (señalando sin titubeos a los hijos del autor y al sello —«codiciosos» los llaman—) a otros alegra (algo nuevo de Gabo es siempre un maravilloso regalo); algunos temen que la obra socave el prestigio del autor y no pocos, entre los que me encuentro, tenemos claro que lo de menos en este caso es considerar si la novela es o no una obra de arte, una pieza literaria admirable, una composición digna de encomio, un vigoroso producto merecedor de formar parte de nuestras más bellas prosas hispanas. Todo esto es lo de menos, repito, puesto que Gabo, en este punto de su trayectoria existencial y literaria, tiene ya poco que demostrar porque la obra que en vida se conoció y reconoció, convertida en ambrosía de lectores, críticos, editores y que fue admirada con sinceridad por quienes nada tenían que ver con las letras, lo han situado al otro lado del límite que separa la efimeridad de la inmortalidad. Convendremos que ahora mismo el único modo de aniquilar lo que es y lo que representa Gabriel García Márquez para la literatura universal sería la demostración de que no es el autor de Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975) o El amor en tiempos del cólera (1985). Por debajo de esta línea de flotación, creo con firmeza que la figura del cataquero es insumergible.
Lo interesante del debate que ha suscitado la publicación es toda la novelería —nunca mejor dicho— que ha generado y que envuelve a una obra que, en principio, es una ficción y que, como tal, debería justificarse por sí misma, sin que detrás haya parafernalia alguna que despiste el propósito principal de todo texto narrativo: entretener y permitir a quien lo degusta que localice en su intelecto palancas que, activadas, le faciliten la ampliación de las perspectivas que atesora de su relación con el mundo. De ahí que el ramal de la controversia, que se fundamenta sobre los legados literarios y las posibles contradicciones con las instrucciones premortem del autor, se me antoje un tanto peregrino. Determinar si, lúcido o confundido, dio o no permiso nuestro autor para la publicación de la novela no deja de ser una muestra de blablablá que, como tal, no conduce a ningún lugar que merezca la pena porque bordea lo que importa en este caso: la obra literaria.
Con lo divulgado hasta ahora en los medios sobre la póstuma y con lo que sé acerca de la cuestión (o creo saber), me atrevo a plantear una primera observación que —lo asumo— no traspasará el ámbito de la especulación: si la condición sine qua non para que Gabo conservara los borradores de un proyecto editorial y no los eliminara (como afirman sus herederos que hacía con los quehaceres torcidos) era su esperanza de que progresaran y culminaran en una obra meritoria, no habiendo maltratado ni mandando a reducir a cenizas En agosto nos vemos, es lógico suponer que algo de esperanza o benevolencia hacia el producto sentía. La no destrucción de ninguna de las cinco versiones que había del texto, fechadas entre junio y julio de 2004, ni sus copias, ni el material digital, ¿no es una señal de que, quizás, aún esperaba algo de ella? Es cierto que las datas son lejanas, que 2004 se fundió con Memoria de mis putas tristes, la última ficción larga que vio publicada en vida, y que de ahí hasta que la nube negra se depositó en su macondiano cielo estuvo entretenido en otros menesteres; y que así fue hasta que se debió quedar sin los avales del tiempo y de la capacidad para finiquitar la empresa: en 2012 tenía dificultades para trabajar porque su pérdida de memoria era severa; en 2014, el 17 de abril, falleció.
Lo que el padre dijo sobre la novela nos ha sido revelado de tal modo por sus hijos que, con intención o sin ella, han abierto una puerta a la controversia. Si hubieran afirmado que el autor quería que se publicara la obra quedara como quedara, todos habrían aceptado sin cuestionar el producto mercantil y asumirían sin rechistar el resultado del ejercicio literario como ese último gran regalo que Gabo quería dar a sus lectores; pero no fue eso lo que dijeron en el prólogo (del que hablaré más adelante) ni en la referida presentación. Introdujeron el matiz de la pérdida de memoria del autor para sostener que no estaba en condiciones de decidir si la obra merecía o no la pena que se publicara, ni tan siquiera para tomar la decisión de que se destruyera. Esta declaración tan honesta como osada —que se podían haber ahorrado para no alimentar la sospecha de que querían ganar dinero a costa de su padre porque este había declarado que el «libro no sirve, hay que destruirlo»—; esta, llamémosla, temeraria confesión, es el punto de arranque para hacernos una idea de la magnitud del envite.
Leyendo a vuelapluma lo que la prensa recoge, uno piensa con extrañeza y cierta incomodidad en la palabra “deslealtad” hacia el progenitor («acto de traición» es la expresión que utilizan sus hijos en el prólogo). Digo “extrañeza” e “incomodidad” porque algo parece no encajar en la situación expuesta. Me explico: traduzco en interés lucrativo de los descendientes el que Netflix financie una serie basada en Cien años de soledad (que, dicho sea de paso, nulo interés me suscita, como todos los productos audiovisuales de ficción del escritor colombiano), pero “algo” —entrecomillo el pálpito—, “algo” me dice que no he de ser tan severo con este movimiento de los hermanos García Barcha para sacar lo ultimísimo de su padre. ¿Quizás haya influido el hecho de que conocemos el que será primer capítulo del libro desde el 18 de marzo de 1999, cuando en la clausura del foro de la Sociedad General de Autores (SGAE) sobre “La fuerza de la creación iberoamericana” lo leyó ante un auditorio entregado y «con el aliento contenido», según cuenta Rosa Mora en su crónica de El País del día siguiente? ¿Quizás algo tenga que ver que supiéramos del tercer capítulo de la novela el 25 de mayo de 2003, cuando el referido periódico lo publicó anunciándolo como uno de los seis cuentos que formaría parte de la obra en la que estaba trabajando y lo reprodujo bajo el título “La noche del eclipse”?
En suma, que En agostos nos vemos comenzó a caminar hace tiempo y, lo que es más relevante para el caso, ya eran públicos muchos detalles del proyecto: los adelantados dos capítulos de los seis que compone la versión final de la novela representan, a tenor del número de páginas del tomo, el 31% de la materia; en otras palabras, en 2003 (hace más de dos décadas), aproximadamente un tercio de la iniciativa ya estaba compuesto, aunque en el fondo sabemos o intuimos que no es así y que el porcentaje debía ser mucho mayor, lo suficiente al menos como para que el escritor se atreviera a mostrar algo que consideraba, si no hecho, sí casi acabado. Nada ni nadie le obligaba a ofrecer lo compartido. Lo hizo por iniciativa propia.
La situación de la póstuma me ha hecho pensar y repensar en la que en su momento se dio con Alabardas de José Saramago (2014), obra en la que estuvo trabajando su autor hasta casi el último aliento —el mismo que a todos nos congeló un caluroso 18 de junio de 2010—, aunque desde octubre de 2009 no pudiera dedicarse a la escritura en sentido estricto. Hasta casi finales de febrero de ese año consta que seguía con el proyecto editorial; no en vano, por esas fechas se decantó por el título final —Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas—, desechando de este modo el que hasta ese momento parecía tener la preeminencia: Producciones Belona, S.A. El tiempo transcurrido entre la muerte del portugués y la publicación de su obra póstuma es, dentro de lo que cabe, breve; probablemente, porque la materia novelesca —bastante sólida a tenor de su planificación e incipiente desarrollo— venía condicionada por un interés superior al literario: movilizar la conciencia de los lectores ante el uso de las armas y la gran paradoja que las envuelve cuando se utilizan en nombre de la paz o cuando trabajan en su construcción individuos que, por su manera de ser y de actuar, prefiguran el calificativo de intachables, como ocurría con Artur Paz Semedo, el protagonista. El escaso margen entre la desembocadura del autor y la luz del incompleto libro no han impedido admirar la muestra de lo que hubiera sido el título de haber dispuesto Saramago de algo más de tiempo y de mejores condiciones.
Reconozco que la consideración de Alabardas me preparó de algún modo para esperar lo que diera de sí En agosto nos vemos. La obra del portugués está inacabada, pero eso no me ha impedido considerarla un producto literario de primera. Es un ejemplo más de lo que la experiencia lectora me va demostrando con el paso de los años: cuanto más se acrecienta esta y más me entierro entre lecturas, más me percato de lo poco que en el fondo me importan los finales de las obras de ficción. Solo me interesa el trayecto, el camino, el instante que sigue a la reanudación del viaje por las páginas, el destello que el mensaje provoca en el intelecto. Y creo que esa es la actitud con la que deberíamos enfrentarnos a la última de Gabo. Se leerá porque echamos de menos al genio de genios, a quien hemos releído tantas veces que, sin duda, en no pocas ocasiones nos habremos encontrado con la necesidad de resolver si algún fragmento que hemos adherido a nuestro intelecto con absoluta naturalidad es una perla del maestro o, por el contrario, una tan luminosa como fugaz y efímera muestra de brillantez particular; y le perdonaremos lo que haya que perdonarle, si es que estamos en condiciones de perdonarle algo, que esa es otra. Memoria de mis putas tristes (2004) es un planeta al lado de estrellas como Crónica de una muerte anunciada (1981) o El coronel no tiene quien le escriba (1961), pero la novela fue recibida en su momento con el cariño y la complacencia de quienes solo tenemos palabras de gratitud hacia el colombiano. ¿Alguien duda de que, al margen de las polémicas que apetezcan plantear, se hará lo mismo con su póstuma?
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.