Miércoles, 27 de agosto.
Antonio Cerpa*
En el momento que ustedes se
encuentren viajando por estos primeros párrafos, estarán leyendo las últimas líneas
que escribí para este artículo (aunque figuren al principio). No estaba pensado
para que fuera así. Cuando decidí "dar una vuelta" por los hechos que
descubrirán más tarde, no sabía a que lugares me podría conducir mi mente. Pero
conocidos éstos, he creído necesario explicarme. He intentado ser honesto y
presentar las conclusiones de mi debate interno con la mayor sinceridad
posible, pero entiendo que, con la que está cayendo, con el enorme deterioro
institucional que padecemos, con la desgraciada ola de corrupción y desvergüenza
que asolada la vida pública, la reflexión sobre determinados comportamientos
ciudadanos puede que no sea, en este instante, "lo más políticamente
correcto". Pero tenía necesidad de comunicar lo que yo siento, sin
censuras y sin miedos. Eso sí, dejando claro, que lo que aquí está escrito es sólo
la opinión de un ciudadano libre.
No acabo de encontrarme cómodo.
No se sí por la complejidad y lo delicado del tema, por las sensibilidades que
despierta, o por mis evidentes limitaciones en sabiduría... y en sentido común.
Tal vez cuando les diga cual es
la causa de mi inquietud, algunos de ustedes pensarán, y posiblemente con razón, "que estoy un poco pallá", que no hay motivos para el recelo y que
todo, en un sentido, o justamente en el contrario, debiera estar perfectamente
claro. Espero no obstante, que algunos de los que lean esto, además del blanco
y del negro, sean capaces de contemplar la gama de los grises. Personalmente me
sentiría más confortado.
Pero bueno, llevo escritas un
montón de palabras y aún no he sido capaz de explicarles qué me ha traído hasta
aquí. Parece evidente que el asunto me incomoda. Pero de eso ustedes no tienen
la culpa. Así qué, intentaré ir al grano.
Está de por medio un pilar
fundamental de nuestra convivencia y del estado de derecho: LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN. Y rodeándola, utilizándola, sirviéndose de ella, un millón de
intereses, algunos confesables, y otros, desgraciadamente, miserables.
LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y DE
PENSAMIENTO, es la fuerza que separa a una sociedad libre de una dictadura.
Pocas cosas son más sagradas en cualquier constitución democrática que la
defensa y salvaguarda de este derecho.
Pero mi inquietud, cuando escribo
estás líneas, no tiene que ver con los grandes principios. Estos,
afortunadamente, están claros: LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN es sagrada. Por ella,
por lo que representa, muchos hombres y mujeres han dado su vida y continuarán
dándola.
Mi preocupación, mi malestar, mis
dudas, tienen un origen más prosaico, más de calle, más de vida diaria. Y no se
cómo lo afrontarán ustedes, pero a mi me producen desazón y desconcierto. Y
también algo de rabia. ¿Quién sabe?, tal vez sea porque me muevo mal entre las
dudas y la inseguridad. Una vez más, un problema estrictamente personal.
De todas formas, permítanme
abusar de su curiosidad.
¿Se han asomado alguna vez a los
foros de cualquier publicación digital? ¿Han intentado transitar por entre los
comentarios al pie de los artículos de opinión, especialmente de los de opinión
política? ¿Han encontrado alguna vez un espacio de libertad con tanta mala
leche acumulada, con tanto desafuero exonerado, con tanto insulto gratuito, con
tanta presunción de superioridad intelectual y moral, con tanta impunidad
contra el honor, con tan poco espíritu constructivo? ¿No han llegado a pensar
que ese estado de enojo e irritación permanente generado por "gente que
oculta su rostro", acabará destruyendo toda posibilidad de convivencia?
Antes de seguir dando rienda
suelta a este primitivo desahogo, he de proclamar muy claro y muy alto, que
considero una maravillosa noticia el enorme avance democrático que han supuesto
las redes sociales y la apertura de los periódicos digitales a todas las voces
y a todas las opiniones. Se acabó el poder cuasi omnímodo de los
editorialistas, el inalcanzable púlpito de columnistas que se creían reyes y la
dictadura de los oligopolios de la comunicación. Se rompió, al fin, la urna de
cristal que separa y protege impunemente a quienes nos gobiernan, y celebramos
que un maravilloso tsunami de información descontrolada y sorpresiva, haya
descubierto de forma inopinada todas las vergüenzas del poder.
Las reglas del juego han
cambiado. Con mayor o menor dificultad, podemos responderles a todos. Sus
opiniones, sus tesis, sus proclamas ya pueden ser analizadas, cuestionadas,
aceptadas o rebatidas. Los eternamente sin voz, de repente, podemos disentir,
denunciar, argumentar, exigir, gritar. Y nuestros argumentos, nuestras
protestas y nuestros gritos, podrán cambiar las cosas.
Conquistado y celebrado este
derecho, a mi me gustaría decir que hay cosas en la utilización del mismo, que
no me gustan. Y aunque estoy convencido de que muchos opinarán de forma
distinta, y harán bien, siento la necesidad de compartir mi pensamiento por sí
pudiera servir para el debate, o por si permitiese ayudar a personas a las que
les gustaría decir lo que yo digo, pero que se sienten temerosas a la hora de
expresar sus ideas por miedo al linchamiento público.
Volviendo a los foros digitales,
a los comentarios a pie de artículo; no, no me gustan muchas cosas de las que
leo, no me gustan las críticas sin argumentos, los insultos gratuítos al que
piensa distinto, las consignas preparadas y programadas, la incapacidad para
escuchar (leer) antes de responder, la utilización de rumurología malediciente y
sin contrastar, la facilidad para situarnos moralmente por encima del otro,
nuestra incapacidad para ofrecer al adversario una vía de escape, de explicación
o de disculpa. Pero sobre todo, y aquí está el quid de la cuestión, NO ME
GUSTAN LOS ANÓNIMOS, LOS ALIAS, LOS SEUDÓNIMOS. No me parece bien que alguien
se ampare en las sombras para debatir o atacar a alguien que ha dado la cara
con sus acciones, con sus palabras o con sus escritos. Aunque estos pudieran
ser discutibles, e incluso reprobables.
A pesar de todo esto y aún
contando con las zozobras que me transmiten mi educación y mis tripas, LA
LIBERTAD DE EXPRESIÓN es un pilar tan fundamental en nuestro sistema de
libertades, que toda prudencia por salvaguardarla en plenitud, es poca. De ahí,
mi inquietud y mi cuidado.
Entendí a aquel señor o señora,
que un día me dijo que utilizaba seudónimo porque ya le habían partido la cara
una vez y no quería que volvieran a hacerlo. Le entendí porque, aunque su crítica
fue dura, muy dura, sus formas fueron educadas y respetuosas. Seguí sin estar
de acuerdo, pero en su caso no era fácil saber donde estaba la razón. Tal vez
no puedas exigir a todo el mundo un grado heroico de comportamiento cuando has
de enfrentarte, desarmado, a la impunidad de los que tienen el poder... y tu
futuro.
También me puse en el lugar de
aquel amigo de infancia y extraordinario periodista, luchador por las
libertades, culto y respetuoso, que tras expresar su opinión a través de
formidables y honestos artículos, fue injustamente vilipendiado y calumniado
con comentarios cobardes, gratuítos y sin fundamento, escritos por personajes
sin rostro, sin nombre y, por ende, sin responsabilidades. Y no quiso volver a
escribir en un medio que permitiera aquello. Me dolió y lo entendí.
LIBERTAD DE EXPRESIÓN.
Maravillosa conquista democrática. Pero, ¿dónde están sus límites?
Puede que las sociedades cultas,
educadas en valores de respeto y tolerancia, tengan respuestas para esto.
Una aclaración necesaria.
Aceptaré y respetaré siempre,
aquellos anónimos, alias o seudónimos que puedan venir motivados por el pudor,
la generosidad o un amor inconfesable.
*Antonio Cerpa estudió Sociología, fue sacerdote en Temisas y, actualmente, reside en Madrid.