Domingo, 23 de Diciembre.
Recién terminada la
Segunda Guerra Mundial, el economista francés
Alfredo Sauvy acuñó el término
Tercer Mundo para designar a uno de los bloques en los que las grandes potencias agruparon a los países según su condición. Así pues, se llamó
Primer Mundo al de los vencedores, al de las naciones desarrolladas y capitalistas.
Segundo Mundo fue el apodo de los países alineados en torno a la extinta
URSS. El resto, poblados por gente mayoritariamente analfabeta y poco desarrollada, muchos de ellos antiguas colonias de esos mismos estados, fueron aglutinados en el denominado
Tercer Mundo.
Aunque en cierto modo esta clasificación ha perdido vigencia, la situación ignominiosa que sufren estos pueblos se alarga hasta el presente. La organización social, política y económica de nuestro planeta contempla la existencia de dos realidades. Un
primer mundo, nidal de abundancia, opulencia y fortuna. Y un
tercero donde desventura, contrariedad y maldición campan a su antojo.
Y es precisamente esta realidad adversa, cuyo origen no es otro que el desigual reparto de la riqueza y los recursos, la que produce uno de los hechos más característicos de los últimos siglos: las
migraciones. Gente que fluye desde los países pobres a los ricos, que se asienta en un mundo nuevo, extraño y complicado, un espacio desde el que se añora familia, vida, casa y costumbres. Personas dependientes que se sienten solas y perdidas en medio de una multitud que los ignora.
Y mientras todo eso ocurre, nosotros, los habitantes del
Primer Mundo, estamos sumergidos en un mes sin parangón. Diciembre nos agobia con almuerzos de empresa, cenas en familia, compromisos y regalos. Y fingimos. Nuestro rostro vuelve a dibujar aquella sonrisa felona que embridamos hace casi un año. Nuestro corazón, indiferente durante mucho tiempo, ahora balbuce galanterías y miramientos. Tan confundidos estamos que hasta nuestros jefes y vecinos nos parecen menos cargantes. Paradojas del la vida. Es
Navidad.
Y como es
Navidad, tenemos que rompernos la cabeza aquí y ahora. Pensamos en regalos. Vagamos entre cientos de personas que deambulan de tienda en tienda. Miramos, comparamos, cogemos, soltamos… Me parece caro. ¿Te parece que le pega encima de la cómoda? Yo creo que…
Y claro, no tenemos tiempo de pensar en lo que ocurre al otro lado. Y es que al otro lado falta de todo. El acceso a la educación está limitado, especialmente para las mujeres y las niñas. La comida escasea y las esperanzas se desvanecen. Mientras los niños y las niñas de nuestro mundo combinan juego y atención familiar, al otro lado del mar, en los países menos avanzados, sus coetáneos apenas tienen atención familiar y los juguetes suelen ser un hermanito pequeño, un bebé de pocos meses, al que deben cuidar. Enorme responsabilidad para un crío.
Pero como estamos aquí, tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Ya que esto es así, y así tiene que ser, si alguien no lo remedia, que al menos sirvan estas fechas para espolear los honestos y sinceros sentimientos que, estoy seguro, viven en el corazón de muchos de nosostros, para que seamos capaces de ponernos en el lugar del otro, para que sepamos adivinar sus ilusiones y esperanzas.
Pero que esto no ocurra sólo ahora. Hagámoslo en todos las fechas. Elijamos opciones personales y políticas que no queden en la hipócrita buena intención, en el papel mojado. Superemos la barrera de
0,7. Seamos justos y devolvamos a ese tercer mundo los bienes que un día esquilmamos. Consagremos una parte de nuestro progreso y bienestar al amejoramiento de otras realidades.
Hagamos la vida más fácil a los que han dejado todo para buscar un futuro de esperanza. Honremos
la Navidad en nuestro corazón, pero honrémosla durante todo el año. Y mejor aún, durante toda la vida para que, poco a poco, hagamos de nuestro planeta, el planeta de todos.