Martes, 21 de julio.
Antonio Morales* En el marco del Festival del Sur-Encuentro Teatral Tres Continentes de Agüimes, se celebró la semana pasada un simposio dirigido por el ensayista, crítico y Premio Nacional de Teatro, José Monleón. Se abría así un espacio para la reflexión y el intercambio de ideas entre pensadores y creadores, en un momento en el que la humanidad atraviesa una gravísima crisis económica, medioambiental y de valores, que aumenta los desequilibrios y desigualdades, abre abismos entre los pueblos y sus habitantes y propicia un retroceso planetario de la democracia, los derechos humanos y la justicia social.
Se trataba de propiciar un encuentro, desde la visión de tres continentes distintos, para hablar sobre "El Pacto Incumplido", título de referencia del debate.
Nos proponía Monleón una reflexión compartida sobre el flagrante incumplimiento de los gobernantes mundiales, tras la segunda Guerra Mundial, después de la creación de las Naciones Unidas, de un conjunto de propósitos, normas y organizaciones encaminadas a la construcción de un planeta pacífico y democrático, donde la pluralidad cultural dejara de ser un problema, y que ha devenido en una reproducción de brutalidades, intolerancias y desigualdades que expresamente se daban por terminadas para siempre. Desde luego, la filosofía de la creación de la UNESCO o a la Declaración Universal de los Derechos Humanos pretendía no sólo poner en marcha unos determinados valores sino, fundamentalmente, derogar muchas de las normas que venían aplicándose hasta entonces y que tanto daño habían producido a la humanidad, alejándola de sus legítimas reivindicaciones para la consecución de la paz y el bienestar general. "Lo tremendo es que esta vez no debemos hablar de una revolución pendiente, sino de un pacto, de un acuerdo pacífico firmado en recuerdo de millones de muertos, que no ha querido cumplirse", apunta el ensayista.
Al hilo de todo esto, me planteo si realmente se trata de un pacto incumplido de manera premeditada o de la incapacidad de los gobernantes de hacer posible un mundo distinto desde unos gobiernos débiles, sometidos al poder de un sistema capitalista insaciable y de unos ciudadanos que hemos ido dejando en las manos de unos y de otros la plural y realmente democrática gobernanza mundial.
Escribía hace unos días en el diario Público el sociólogo Marcos Roitman, que "una economía de mercado, con rostro humano o salvaje, es incompatible con practicar la democracia. Sus cimientos son la explotación, la competitividad y el egoísmo, valores donde la democracia no tiene cabida, salvo para secuestrarla". Es más o menos lo que escribía Sami Naïr en El País, por las mismas fechas, al señalar a los culpables de la situación que vive el planeta en estos momentos: "mercados financieros, especuladores delincuentes, banqueros poco escrupulosos, dirigentes políticos cómplices y partidos políticos que han avalado de hecho este capitalismo especulativo sin ley alguna".
Hemos repetido hasta la saciedad que ni la derecha democrática ni la socialdemocracia han sabido construir un modelo de gobierno democrático más allá de un mercado que los engulle, que los compra y que les permite una horquilla de logros sociales encaminada a frenar revueltas, a tranquilizar conciencias y a crear ciudadanos acomodados, desmotivados y, por tanto, cómplices en mayor o menor medida. Han claudicado, desde hace muchos años, han caídos rendidos ante el poder económico y han sido incapaces de librarse del corsé de los poderes externos controladores del Estado.
Para el politólogo estadounidense Seymor M. Lipset, "la democracia se ha reducido a la formación de una élite política en su lucha competitiva por los votos de un electorado básicamente pasivo".
En un libro extraordinario, que recomiendo ("Cómo ocupar el Estado", Ed. Icaria), Hilary Wainwright afirma que "la violencia económica y militar representa los últimos recursos a los que acuden aquellos que temen la capacidad del pueblo. Esto supone que todos los que creemos en otro mundo trabajemos para convertir la resistencia en organizaciones estables que demuestren, en el día a día, la gran capacidad de los ciudadanos para el autogobierno democrático". Para esta excelente periodista inglesa, se hace absolutamente necesario abandonar el "estadocentrismo" y hacer frente, de manera directa, a la capacidad de las instituciones reaccionarias del Estado de soportar y reprimir las presiones democráticas.
Sólo desde la supremacía absoluta del ciudadanismo, de la ciudadanía como protagonista de la acción pública transformadora, podremos avanzar en la búsqueda y la consecución de nuevos modelos económicos, sociales, políticos y éticos. Dice Joan Subirats, en el prólogo del libro citado, que "precisamos recuperar el sentido radical, transformador, igualitario y participativo que la democracia ha tenido siempre y que en los últimos años ha ido perdiendo, secuestrada por una visión excesivamente institucionalista e institucionalizadora, que le ha ido limando aristas y tensiones, hasta situarla (en esa versión descafeinada y pasteurizada) en el riesgo de convertirse en un apéndice más de las nuevas y globales formas del capitalismo hegemónico".
No me sustraigo a la tentación de volver a utilizar una frase de Rafael Argullol que transparenta lo que estoy defendiendo en este texto: "los necios casi nunca saben que lo son y los canallas casi nunca reconocen serlo, pero unos y otros, alimentándose mutuamente, han acabado creyendo que en el mundo sólo hay lugar para ellos".
No me atrevo a afirmar que se ha incumplido un pacto. Más bien se ha impedido que se cumpliera un pacto por un sistema de canallas amparados en los mayores necios, que desde los gobiernos mundiales se han prestado a jugar de comparsas de un sistema devastador, con la complicidad de todos nosotros claro. El profesor de la Universidad de La Laguna, Juan Claudio Acinas, nos habla de una ley sociopolítica, la ley de la entropía ideológica, que "proporciona un indicador de alta probabilidad estadística, según la cual, poco a poco, vamos reemplazando causas por intereses que sólo nos preocupa asegurar".
No se trata de caer en la dicotomía ingenua de la lucha del bien contra el mal, aunque no deja de tener razón el estribillo del grupo musical Reincidentes que dice: "Mire usted, yo me cago en la relatividad/claro que hay buenos y malos y los habrá", pero si que es absolutamente necesaria la lucha por una auténtica democracia ciudadanista capaz de asumir el control real del poder público. Que sea capaz de rearmarnos de ideas y transformación democrática radical frente a la violencia generada por el capitalismo más brutal y los poderes políticos que se prestan a su juego, que siembra este mundo de guerras fraticidas, que abre abismos de injusticias y desigualdades entre los pueblos, que destruye el medio natural, que permite la humillación y la pobreza de millones de seres humanos...
Es importante la discusión, el análisis y el intercambio de ideas, pero lo es mucho más el que, precisamente desde ahí, ocupemos la realidad. Como dijo hace muchos siglos Tom Paine, "de modo general, puede parecer que las revoluciones crean genios y talentos. En realidad, no hacen más que despertarlos. Hay en el hombre una masa con sentido en estado latente que, de no ser activada, permanecerá adormecida y descenderá, junto a él hasta la tumba. Dado que el conjunto de esas facultades debe ser empleado en beneficio de la sociedad, la construcción del gobierno debe actuar de manera que despierte, con una acción tranquila y regular, toda esa capacidad que siempre renace en la época de las revoluciones". ¿Será este el momento o nos volveremos a dejar llevar para volver a incumplir con nosotros mismos?
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes.