2 de diciembre de 2020

La Transición como prólogo y epílogo de un relato inconcluso. Notas para una historia agüimense 3/7

 Miércoles, 2 de diciembre.

Victoriano Santana*

Prólogo a La Transición en Agüimes (1977-1983) de Fernando T. Romero Romero (Beginbooks Ediciones, 2020).
D / Entre la Ley de Sucesión y la propuesta de López Rodó en 1957 de convertir a Franco en una suerte de regente o, en el caso más extremo, que volviera a la vida privada;[1] y entre esta entusiasta sugerencia del que fuera subordinado de Luis Carrero Blanco al denominado peyorativamente como Contubernio de Múnich (1962); y entre este encuentro hasta la Junta Democrática de España (1974);[2] en suma, entre todos estos picos dados durante el Franquismo y los correveidiles sobre el interés del dictador por dejar el poder[3] (situaciones todas que, a mi juicio, justifican la consideración de la etapa como prólogo de la Transición) ha fluido siempre un deseo firme que los cohesiona: que el cambio de régimen debía producirse[4] y que esto solo es aceptable si en el horizonte se espera que amanezca la democracia.
Pero si los políticos reformistas estuvieron movidos durante los últimos años del régimen por una especie de fuerza centrífuga, que les impidió formar coaliciones y formular un programa a partir de la unión de grupos, los políticos rupturistas afirmaron y buscaron desde el primer momento aliados y socios para sus propuestas. Ocurrió ya en los años cuarenta, cuando socialistas y monárquicos disidentes se buscan y se encuentran con el propósito de ofrecer a los británicos, a los que se suponía una voluntad de acabar con el régimen de Franco, un plan de transición común; vuelve a ocurrir en los cincuenta, cuando se forma, por una parte, la Unión de Fuerzas Democráticas mientras que, por otra, el PCE anuncia su política de reconciliación nacional, que en la práctica no es otra cosa que la política de mano tendida a los católicos. Múnich es un momento de esa tendencia hacia la coalición entre socialistas y democratacristianos, como lo será, más de diez años después, la Junta Democrática, en torno al PCE, y todavía un año más tarde la Plataforma de Convergencia Democrática, en torno al PSOE. [JuliáC]
¿Cuándo comenzó la Transición? Como proyecto, como anhelo, desde el instante mismo en el que, repelido el golpe de Estado, da comienzo una contienda bélica muy desigual entre la república y los que eran apoyados por los nazis y los fascistas; como realidad factible, como proceso del que han de obtenerse unas consecuencias, como situación vista en clave de productividad, la Transición comenzó desde el instante en el que murió Franco. Solo entonces fue posible vislumbrar la luz tras la oscuridad, aunque la muerte del dictador no supusiese de facto el cambio automático a un régimen nuevo.
La legalidad y las instituciones franquistas permanecían intactas y el sucesor designado por el Caudillo «a título de rey», Juan Carlos de Borbón, en el acto de proclamación como jefe del Estado celebrado el día 22 –cuando todavía estaba abierta la capilla ardiente de Franco en el Palacio de Oriente, por la que desfilaron varios centenares de miles de personas– juró ante las Cortes «cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional» […] Murió Franco, pero no el franquismo y la imagen más ilustrativa del continuismo era la permanencia de Carlos Arias Navarro en la presidencia del primer gobierno de la monarquía. Y no lo era menos la designación de Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes. Este fue el primer nombramiento del nuevo jefe del Estado [Molinero].
Si bien podemos aceptar que durante la primera mitad de la década de los setenta existía un más que sólido consenso, ya explícito, ya soterrado, en torno a la necesidad de que terminase la dictadura,[5] lo cierto es que, estando vivo el Generalísimo, esto no pasaba de ser una quimera. Todo estaba condicionado a su voluntad. El ejemplo más claro de esto está en las últimas ejecuciones del Franquismo,[6] que mostraron a la comunidad internacional el grado de inflexión con el que ejercía su responsabilidad; y eso que, por su deteriorada salud, sabía que muy lejano no estaba su final. Ni cuando estaba a un paso «de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio», como anotó en su testamento político, dejó de mostrar su tiranía, respaldada en ese momento por la beligerante actitud del círculo más afín al búnker que merodeaba el Pardo.
Entre las distintas facciones del régimen, los dos últimos años de la vida de Franco presenciaron un agresivo retorno de la no reforma, del inmovilismo, con apoyos en sectores de las Fuerzas Armadas y de la burocracia sindical, que se llevaron también por delante a ministros con vitola de liberalizadores como el de Información, Pío Cabanillas, o el de Hacienda, Antonio Barrera de Irimo [JuliáC].
La muerte del almirante el 20 de diciembre de 1973 fue un giro de los acontecimientos que escapó a cualquier «atado y bien atado» del Generalísimo. La muerte del fiel Carrero Blanco debió perturbar profundamente al dictador porque ya no disponía del comodín que representaba ese “ganar tiempo” que antaño le sirvió para mantenerse en la jefatura del Estado. Con su desaparición, no solo perdía a quien, entre otras funciones, tenía la misión de vigilar a su sucesor; sino que se alteraba el camino de una transición que, por suerte para España, se había allanado de manera fortuita.
A mi juicio, el nombramiento de Carrero como presidente del Gobierno, cargo que el dictador había asumido hasta el 9 de junio, respondía a tres propósitos: el primero, descargar de trabajo al jefe del Estado, que unía a su edad su más que notable deterioro físico;[7] el segundo, prolongar el régimen, aunque fuera de otra manera (ya dirían los norteamericanos cómo); y, el tercero, el más importante porque atañe a la representación de la nación, controlar al que iba a ser jefe del Estado, el rey Juan Carlos I, para que cumpliese con el compromiso que representaban las leyes del movimiento que había jurado en 1969.
En 1957, ante los procuradores en Cortes, el nuevo presidente del Gobierno se encargó de dejar bien claro que no cabía esperar la llegada de la monarquía porque España, desde 1947, era un régimen monárquico:
De manera que cuando el Caudillo falte, España seguirá siendo la misma Monarquía que es hoy, es decir –aclaró– no será la Monarquía absoluta, la que sirve a los privilegios de una minoría; tampoco la liberal, que no es más que una República coronada, con todas las lacras congénitas del liberalismo, entre otras, la de abrir la puerta al comunismo, sino la Monarquía tradicional de España, la que forjó «nuestra unidad, la de Isabel y Fernando, con su emblema, el yugo y las flechas, que José Antonio dio a la Falange para combatir y rescatar a España de la República atea y extranjerizante en cuyas garras había caído». […] El camino de España estaba trazado por el cauce indeformable del Movimiento Nacional y la persona que un día se siente en el trono de España será un hombre perfectamente identificado con cuanto el Movimiento representa, un rey que desde su alta magistratura servirá al bien común de todos los españoles con absoluta lealtad a los principios del Movimiento Nacional [JuliáA]
Aunque el príncipe contaba con el apoyo de Carrero,[8] lo cierto es que, como afirma TusellB, se hallaba imbuido de dos legitimidades: por un lado, la que le había conferido Franco al nombrarlo sucesor y, por el otro, la que le otorgaba su pertenencia a la Casa de los Borbones. La influencia de Juan de Borbón en su hijo podía ser un problema que convenía no dejar suelto. Tusellrecuerda cómo el heredero de Franco llegó a afirmar que «me había pasado años haciéndome el tonto en este país», lo que, a juicio del historiador, viene a indicar «que, pese a las apariencias, su línea de pensamiento estaba clara y se vinculaba de forma inequívoca a lo que su padre representaba». Franco tenía claro que, llegado el momento, de esa sujeción debía ser responsable su mano derecha, o sea, el que era su vicepresidente desde 1967.
¿Controlar a quien había concedido la posibilidad de tener en su mano todo el poder que él detectaba? El dictador sabía que el rey necesitaba de un gobierno y de un entorno que le fuera proclive y que lo aceptase más allá del simple reconocimiento de que debía su puesto gracias a su voluntad. Juan Carlos aprendió bien pronto estas necesidades, de ahí que ponderase siempre su vínculo con el ejército.
Don Juan fue un exiliado rodeado de discrepantes con Franco, mientras que su hijo era también el sucesor de este último y una persona que durante años mantuvo un muy estrecho contacto con la clase dirigente del franquismo. Un ejemplo de la discrepancia existente puede ser el distinto enfoque con relación a los mandos militares. “Yo me daba cuenta de que la clave estaba en el Ejército; era necesario integrarme en él para poder contar con él”, ha dicho el Rey; tal propósito no hubiera podido ser cumplido por su padre [TusellB].
Eso sí, debía tener en cuenta una circunstancia como la que señala el general Fernández-Monzón:
Preparar la transición política, el cambio de régimen a una democracia, era algo que no se podía pedir a los generales de Franco, a los oficiales que habían ganado la Guerra Civil, y que la tenían vivísima. Pero sí se nos podía pedir a los militares profesionales que nos habíamos formado en la posguerra y que no solo terminaríamos por imponer ese plan al resto de los militares, sino incluso al mismísimo almirante Carrero Blanco.
Carrero era quien podía suministrarle ese gobierno y ese entorno. Además, situándolo donde lo ponía, los movimientos del monarca estarían más atados, sobre todo de cara a la ancestral habilidad familiar para “borbonear”, pero…
En un principio, Franco había confiado en que el almirante Carrero Blanco vigilaría el proceso. Sin embargo, cuando Carrero Blanco fue asesinado el 20 de diciembre de 1973, Franco no incluyó a don Juan Carlos entre los que contribuyeron a decidir al sucesor. El grupo de franquistas de extrema derecha que le rodeaba había conseguido convencer a Franco de que fiarse tanto de Carrero Blanco había sido ya error suficiente. Doña Carmen Polo y la camarilla de El Pardo se habían quedado horrorizados al saber que Carrero había ya prometido a Juan Carlos que, en lugar de permanecer como guardián del régimen, iba a dimitir. Al parecer, el arrepentido Carrero le había dicho a la hija de Franco, Carmen, que sentía amargamente haber hecho semejante promesa. En palabras de su ministro José Utrera Molina: «Lo que Franco consideró atado y bien atado, de hecho, quedó roto». En su mensaje de fin de año, el 30 de diciembre de 1973, Franco introdujo una corrección en el texto mecanografiado de su alocución, a la que añadió de su puño y letra las palabras «no hay mal que por bien no venga», que parecían ser un reconocimiento de que consideraba haberse equivocado al fiarse de Carrero Blanco [PrestonC]
En el relato de la Transición, el atentado contra el presidente del Gobierno representa uno de los puntos clave del extenso prólogo que para mí es el Franquismo; quizás el siguiente a la muerte de Franco, pues creo que la historia del proceso no sería la misma si el tándem Juan Carlos I y Torcuato Fernández Miranda[9] hubiese tenido que lidiar las reformas que deseaban llevar a cabo teniendo a Carrero como tercero en discordia y no a quien le sustituyó, Carlos Arias Navarro.
El sucesor en la jefatura de Gobierno no pudo cumplir con lo que se esperaba de él, a tenor de quiénes habían movido los hilos para auparlo hasta el puesto; pero no porque en su voluntad hubiese aparecido una vía alternativa que le llevase a reducir la herencia franquista y aquilatar su estima hacia la monarquía, pues sus relaciones con el rey fueron manifiestamente mejorables, sino por la propia manera de ser del sustituto: demasiado voluble, demasiado miedoso, demasiado ineficaz. Arias, en los casi treinta y un meses que estuvo al frente del ejecutivo y contra su voluntad –todo sea dicho–, hizo más por el cambio que muchos de los que se preciaban y se han preciado de ello. Mayor broma del destino no cabe. Por eso, si la muerte de Franco fue el comienzo de la etapa que nos ocupa, la introducción debe ser para el final de Arias y la posterior sustitución por Adolfo Suárez González.
[1]. Dionisio Ridruejo publica en la parisina revista Mañana. Tribuna democrática española (n.º 8, 1965) un artículo titulado “El otro Plan López Rodó” donde da cuenta estos planes: «López Rodó pensaba en una verdadera operación política que, según su mentalidad, le complacía expresar también, sobre poco más o menos, en forma o fórmula de arbitrismo administrativo. Puesto que el poder personal era inseguro, la misión de su grupo había de consistir en sustituirlo por un cuadro de instituciones más complejas. “El poder personal del general Franco ha concluido”, fueron, sobre poco más o menos, sus palabras, ante las que sonreí como ante las palabras de un niño. El complejo constitucional que debía, a toda marcha, sustituir a ese poder, había de ser, sin duda, la Monarquía. Pero una monarquía cuyo establecimiento no pudiera depender de fuerzas reactivadas o improvisadas ni de personas exteriores al círculo tecnocrático: esto es, una monarquía que no resultara del testamento de Franco, sino que fuera su operación en vida. El plan, que López Rodó consideraba de ejecución inminente, consistía así en: A) La inmediata proclamación de la Monarquía, con Franco como Regente. B) La inmediata proclamación del príncipe Juan Garlos como Rey de España con pleno derecho, que se haría automáticamente efectivo al cumplimiento de su mayoría de edad, quedando entonces Franco en la reserva. C) El aún más inmediato desdoblamiento del Ejecutivo mediante el nombramiento de un Primer Ministro, líder de equipo, que lo sería por tiempo determinado, inaugurándose así una rotación de equipos responsabilizados, con lo que la pieza superior y moderadora –la Jefatura del Estado– no sufriría mayor desgaste».
[2]. Que luego, gracias a Antonio García-Trevijano, se uniría a la Plataforma de Convergencia Democrática (1975) para dar pie a la que se conoció como Platajunta, el nombre popular con el que fue conocida la Coordinación Democrática.
[3]. «En la primavera de 1957, como ya había ocurrido diez años antes, corrieron toda clase de rumores acerca de una retirada en vida del Caudillo, idea que el mismo Franco, según López Rodó, expresó en más de una ocasión a Carrero» [JuliáA].
[4]. El general Rafael Latorra Roca compuso a lo largo de su vida una serie de cuadernos donde relataba el devenir de un régimen en el que él, precisamente, desarrollaba una destacada labor. En una de las anotaciones que realizó en 1962, expuso que la dictadura, como todas desde que el mundo es mundo, caerá; «lo que hay que pedir a Dios que lo haga con el menor estrépito posible». También llegó a referirse a la soberbia del dictador cuando insiste en «que él no se retira y que el actual estado de cosas perdurará después de su muerte» y subrayó que España «no puede continuar viviendo en la forma actual, cultivando la mentira o silenciando la verdad como norma» [Claret].
[5]. El final de las dictaduras de Portugal y Grecia, caídas precisamente el mismo año, 1974, alimentaron en el deseo colectivo de que en España pudiera ocurrir algo similar. Súmesele a ello lo que TusellB señala como “legitimidad intelectual”: «Tanto en 1945 como en 1975, los regímenes dictatoriales carecían de legitimidad intelectual, pero en esta segunda fecha todavía se padecían las consecuencias de la crisis de las ideas democráticas posterior a 1968. En los años setenta, además, los Estados Unidos, principal potencia democrática, no aparecían como los liberadores ante el fascismo tras una guerra contra él».
[6]. José Humberto Baena, Juan Paredes Manot, José Luis Sánchez Bravo, Ángel Otaegui y Ramón García Sanz fueron fusilados el 27 de septiembre de 1975. No recibieron el indulto de un jefe del Estado que, treinta y tres días después, el 30 de octubre, consintió que el príncipe volviera a sumir sus funciones dado el empeoramiento de su estado de salud desde el día 21. La reacción internacional a su inclemencia, ¿no contribuyó a agravar su salud? ¿Qué consiguió con la decisión de no indultar a los condenados? ¿Facilitó al régimen y a su sucesor el tránsito que, como sabía e intuía, era inminente? ¿Hubiese firmado el indulto el jefe de Estado interino si se hubiera aplazado la ejecución treinta y tres días?
[7]. Los años no perdonan: cuando dejó el cargo, seis meses le faltaban al dictador para su 81 cumpleaños, que celebró dos semanas antes del fatídico atentado de quien le sustituyó, que asumió la presidencia del Gobierno con 69 años.
[8]. En buena medida porque, atentos a la tesis de Fernández-Monzón, el primer objetivo político del que fuera presidente del Gobierno había sido conseguir el voto favorable al nombramiento de Juan Carlos como sucesor que el 22 de julio de 1969 dieron los procuradores en las Cortes.
[9]. Torcuato Fernández-Miranda y Hevia, catedrático de Derecho Político y profesor del futuro Rey durante los años sesenta, época en que ocupaba la Dirección General de Universidades, «señaló [a Juan Carlos] que podía ser “no un pequeño caudillo, sino un gran rey”, haciéndole ver que las leyes fundamentales del régimen franquista “obligan, pero no encadenan” y que, por lo tanto, se podía “ir de una situación a otra desde la ley”» [TusellB]. Juan Fernández-Miranda hizo una muy interesante biografía sobre su tío abuelo, el referido profesor y político, titulada El guionista de la Transición [Plaza & Janés, 2015]. Al margen de los detalles panegíricos –más abundantes de lo aceptable–, considero muy recomendable su lectura.