Miércoles, 13 de enero.
Victoriano Santana*
De todas las virtudes que cabe esperar de un libro, hay una que destaca sobremanera en el volumen que nos convoca: su contribución a una parcela de la historia local relativamente reciente, pero que está llamada a ser centenaria por su naturaleza y asentamiento en la conciencia del pueblo que la cultiva.
Del mismo modo que los monumentos municipales se erigen como asideros de la memoria para que una colectividad no se olvide nunca de a qué ha de sujetarse para no caer como sociedad, los libros como este que tienes en tus manos cumplen con la función de ser el testimonio escrito de unos hechos que deben recordarse y en los que, de una manera u otra, todos nos reconocemos con independencia de nuestra oriundez, condición, ideología o solar conocido. Por eso me resultó muy estimulante asumir la edición de este título y por eso mismo, además, recibí con deslumbradora felicidad la invitación que su autor me hizo de cara al epílogo que ahora mismo lees.
Como ya expuse en su momento en el prólogo de "Gáldar, Aregaldan, Agáldar…" (Anroart Ediciones, 2011), un magnífico y esencial libro compuesto por un galdense de pro, como es el profesor don Nicolás Guerra Aguiar, de cuyo trato y amistad me precio, como entonces apunté, repito, cómo es posible "que un teldense de origen y santaluceño de corazón y habitación como yo acabe inmerso en una industria retórica tan singular como la prologal, y que por ello mis ladrillos léxicos terminen edificando la fachada textual de un volumen cuyos cimientos se asientan sobre una tierra, la galdense, que años ha formó parte de mis horas más significativas, aunque fuese por un periodo relativamente breve y por un motivo que no viene al caso reproducir en este ejercicio que nos ocupa". Esta misma cuestión vuelve nuevamente a mi memoria cuando te evoco, mi dilecto lector, y te imagino con un rictus de extrañeza por ser yo quien me dirija a ti ahora en este tomo cuando moro física, intelectual y emocionalmente en las antípodas del noroeste grancanario.
Mas te pido que, por favor, suavices el rostro, pues si en el extraordinario libro del profesor Guerra Aguiar había razones más o menos aceptables para consentir mi presencia, no menos dignas de consideración las hay en este que en tus manos tienes. Si no, dime: ¿Acaso no debe ser válido para obtener tu visto bueno el mucho aprecio que tengo hacia don Ángel Ruiz Quesada y la enorme gratitud que hacia él siento por los muchos y buenos servicios con los que me honró cuando llevamos a cabo una hermosísima iniciativa editorial, "Querencias. El sonido de la ausencia" (Beginbook Ediciones, 2015), que luego no terminó de salir como esperábamos a pesar del mucho cariño con el que los dos abordamos el proyecto? Una gratitud esta que hago extensible a los numerosos momentos en los que la cálida compañía del autor de estos apuntes sobre el Año Santo Jacobeo en Gáldar se hace presente cuando este humilde servidor que te escribe participa en algún evento que le toca protagonizar. Pocos hay tan leales como él y justo es que recoja cuanto siembra: el afecto y la alta consideración que este simple sureño tiene hacia nuestro buen Ángel.
Si lo que atañe al ámbito personal no es suficiente, elevemos el vínculo adentrándonos en el sentido connotativo que para mí tiene un término como “peregrino”, tan presente en el libro que nos ocupa como es lógico suponer dado su contenido. Me resulta imposible evitar la asociación del vocablo apuntado con el sentido que encierra la célebre metáfora manriqueña vida-ríos. En el jubileo, la corriente se metamorfosea en la vía de un peregrinaje que, a través de los siglos, ha representado la ruta que la vida nos depara: en unos tramos, senda arenosa; en otros, sólida vereda en la que dejamos nuestras huellas grabadas como testimonio de nuestro trayecto existencial. En este andar de peregrinos se yerra en muchos pasos; y es en la constatación de estas torcidas pisadas donde la grandeza de la indulgencia halla su mayor expresión, pues logra traspasar los límites de lo estrictamente religioso cuando adentra su razón de ser en el corazón de los hombres con independencia de su fe. Es por eso por lo que el Camino de Santiago emociona, porque forma parte de una cosmovisión cultural que abraza por igual a creyentes y ateos.
Aunque nos parezca que medio siglo en la vida de un pueblo que hunde sus raíces en una historia de varios cientos de años es insignificante, revisando las páginas de estos apuntes de Ruiz Quesada caemos en la cuenta de que no es así. Este libro refleja cómo se ha asentado en la conciencia colectiva el valor que atesora el sentimiento del jubileo, una expresión que no es ajena a lo que representa una palabra como “agradecimiento”, que reparte sus dones en este volumen a partir de dos perspectivas: por un lado, la del peregrino que da las gracias por el perdón recibido; por el otro, la del historiador (nuestro autor) que nos da cuenta de cómo el templo de la efeméride se ha erigido con las manos de muchos que, cercanos a nosotros, todavía pueden y deben recibir nuestra sempiterna gratitud por allanar con sus pasos el camino que seguirán miles de generaciones.
Dentro de cincuenta años, se hablará de un centenario que, probablemente, muy pocos llegaremos a ver (tengo asumido que seré uno de los que no lo verán); y dentro de un siglo, los caminantes de entonces continuarán su ruta recordando los ciento cincuenta años de aquellos primeros pasos. Para entonces, nadie de los que leen ahora este libro (ni tú, ni yo, ni…) estaremos presente en la conmemoración de 2115. Por eso, porque para entonces ninguno de los testigos de este volumen participaremos en esa celebración, es importante percibir la contribución que la obra de Ruiz Quesada realiza a la memoria colectiva porque con ella ha asumido el noble reto de unir a los que iniciaron el camino con los que ahora nos detenemos para contemplar el medio siglo de andanza, por una parte, y, por otra, con los que dentro de un siglo, dos, tres… sigan en la misma ruta.
El espíritu de monumento de estos apuntes es el que fluye de la intemporalidad arraigada en un hecho histórico (temporal, en consecuencia) que merece ser ubicado donde se sitúan los tesoros del patrimonio popular; esto es: la unión de Gáldar a una vía iluminativa seguida por millones de peregrinos en miles de caminos durante muchos siglos; una vía que, en la conciencia de las emociones, representa el trayecto que recorremos desde que iniciamos el tramo hasta que nos detenemos, justo donde nos puedan siempre hallar al volver la vista, un lugar que muy bien podría ser la esencia de estas páginas que nos envuelven.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.