Miércoles, 19 de abril.
Victoriano Santana*
Reconozco mi debilidad por libros como este que ahora nos convoca. Breves. Intensos. Personalísimos. Luminosos e iluminados. Poéticos y, a la vez, deudores del ensayo de trazos filántropos y solvencia artística, fiel en su escritura a las preferencias que declara la autora en “Buscadores de formas”; y, a la par, atentos a ese espíritu que emana de las antologías y los convites afectuosos: ofrecer y brindar con aquello que complace al anfitrión; y, al mismo tiempo, ungido de las virtudes que atesoran los vademécum medicinales: por un lado, informar de lo esencial para que perdure y se disponga siempre de este conocimiento; por el otro, mostrar cómo sanar lo que quiera que se sienta o se perciba en un estado contrario a la salud y a lo salutífero. Sé de algunos títulos que persiguen los propósitos expuestos; el que nos ocupa los cumple en su totalidad.
Me gusta tener conmigo el libro. Cerca. En mi despacho y en mi particular botica de remedios para el alma y el entendimiento: mi biblioteca. Me gusta esta panacea y la certeza de que su disponibilidad es absoluta. Me gusta ese “siempre” que veo adherido a mi ejemplar. Sí, me gusta; y me agrada, además, pensar que no he tenido prisa alguna por leerlo porque la misma obra me ha susurrado: «despacito, saborea». Por eso no me he preocupado por llegar a la página 199. El tomo me ha acompañado desde que viera la luz en junio de 2022. Me he dado tiempo para componer estas humildes notas que siempre supe que, de un modo u otro, debía realizar. ¿Habré cumplido así con la feliz sugerencia de la autora que nos traslada en el texto titulado “Prescripción inversa”: «No sería mala idea, debido al panorama reinante, proponer con urgencia una normativa de prescripción inversa […] Consistiría en decretar el respeto a un prudente paso del tiempo para poder enjuiciar la valía de una obra. Así se respetaría también a los lectores. Se les haría justicia, además, a nuestros antepasados, escritores excelsos que merecen un lugar destacado en la literatura»? ¿Ha sido adecuado mi silencio ante un título que desde el principio me ha empujado a gritar sus virtudes?
Las 95 pequeñas piezas que componen el tomo —de dos páginas cada una— han ido acomodándose en mi intelecto a medida que llegaban; ordenadas en esta ocasión, una después de la otra: tras la primera, la segunda; tras esta, la tercera, etc. Ahora sé que daba igual la secuencia que siguieran. Quizás haya un criterio que justifique la disposición de los textos tal y como aparecen en el volumen: sin enumerar y sin divisiones internas que ayuden a concebir los contenidos comunes de las posibles distintas agrupaciones de escritos. Lo he buscado —he sucumbido a la tentación de encontrarlo—, pero no he sido capaz de hallarlo. Siempre que creía tener un hilo por donde tirar, este acababa por romperse y toda hipótesis terminaba por no llevarme a ningún lado. Tras la experiencia lectora, confieso que muy poco me importa este fracaso indagador; es más, hasta lo agradezco porque consolida mi posición sobre la valía de este título: como las grandes obras —las muy muy muy grandes—, puede leerse a partir de cualquier página; es más, recomendaría dejar al azar la elección de la incursión. Sea como fuere, lo que ha de suceder ya se sabe qué será: que el libro siempre te acogerá con la calidez que transmite todo lo que se muestra con devoción y cariño por lo expuesto. Poco importa desde donde comiences el camino, lo relevante para el caso es que lo emprendas.
Proclamo el privilegio de haber vivido una experiencia gratificante y sumamente enriquecedora con el abordaje de estas perlas de amor por la lectura y por la cultura que huyen de cualquier zafiedad sujeta a voluntades pedantescas e impostados conocimientos, de cualquier volátil anhelo de fama y de proyección, de cualquier predisposición a la soflama y a la vacuidad más arbitraria. Al contrario. Todo aquí se halla en la estancia donde habita lo penúltimo, que es el lugar de la humildad, el de la ausencia de un protagonismo no buscado, el de la constatación de que se tiene algo que apetece compartir y que no debe ser asimilado como una verdad absoluta. De ahí esa esencia de anotación marginal que trasladan las piezas, igual a las que dejamos en los bordes de los libros, en esos espacios en blanco donde nos es lícito escribir, trazar rayas, situar asteriscos, dibujar corazones, poner cruces, recalcar signos de interrogación o inmisericordes negativas hacia cualquier postulado leído, como si mantuviéramos (que lo mantenemos, en el fondo) una relación dialógica con el narrador. En sus apuntes se hallan nuestras oportunidades para ir más allá de la lectura, para tomar el testigo —como en una carrera de relevos— y continuar donde Rodríguez Court nos da el pie: bien a la estación inmediata constituida por las obras y autores nombrados, bien al ámbito donde nosotros, bajo su amparo, nos damos licencia para trascender adentrándonos en la escritura.
A pesar de la solidez del magisterio que atesoran estas páginas (representado en buena medida por el selecto conjunto de citas y fragmentos procedentes de títulos relevantes que ha escogido con exquisito acierto para sostener sus líneas de pensamiento sobre la literatura y las condiciones en las que se formalizan los roles de lector y escritor), que supera con creces a la de muchos popes que van por ahí pavoneándose como eminencias académicas, todo rezuma modestia y transmite bondad. Qué suerte hallar a quien acoge y acaricia el entendimiento sin pretender otra cosa que conceder y concederse el placentero calor que da el saber compartido. Otro fin no busca este libro; ningún otro objetivo cabe encontrar en él que supere al acto de tirar de una hebra inopinada para componer con el pensamiento el ovillo que daría pie a una pieza literaria si los ánimos confluyeran en ese interés. Cada escueta estancia en sus páginas es —recalco una vez más la idea— siempre la antesala para una creación y recreación del receptor. Nuestra boticaria nos habla del placer de leer, pero no se queda en los límites que fija una mera afición, no, sino que va más allá, pues se adentra en lo que es la lectura con instintos de escritura; la “re-creativa”, la del militante de la palabra que acoge mensajes y los transforma, los amolda, los reescribe; la del que hurga por debajo de la superficie repleta de negros islotes alfabéticos que flotan en los blanquecinos mares donde es posible todo, sin que tenga necesariamente que ser original, y descubre el infinito palimpsesto que conforman los osarios de la poesía desde el origen mismo de los tiempos (“Inmortalidad alternativa”).
A esta lectura de los instintos cabe añadir la de los instantes, las pinceladas de la admiración; los matices, los detalles que iluminan, destellan, y que sirven para adentrarse en el universo de los escritores por la puerta de atrás, como el espectador al que le es dado el privilegio de entrar por donde lo hacen los actores y utilleros en un teatro y consigue ver la trasera de todo: de los decorados, de los entramados, de los asientos que se cubren con las espaldas, los culos y los muslos de los asistentes a la función. Este es, según se perciba la luz sobre la calidez de la lectura, un hermoso libro de homenajes particulares que la autora ofrece a un buen número de títulos —que encabeza el Quijote, por supuesto— y de literatos como John Banville, Julian Barnes, Saul Bellow, Adolfo Bioy Casares, Maurice Blanchot, Roberto Bolaño, Jorge Luis Borges, Albert Camus, Emmanuel Carrère, Louis Ferdinand Céline, Sergio Chejfec, John Maxwell Coetzee, Michéle Desbordes, Marguerita Duras, Francis Scott Fitzgerald, Louis-René des Forets, Jonathan Franzen, Rodrigo Fresán, Juan Gelman, Natalia Ginzburg, Ángel González, David Grossman, Vasili Grossman, Peter Handke, Elizabeth Hardwick, Ernest Hemingway, Stefan Hertmans, Víctor Hugo, Lars Iyer, Jean-Yves Jouannais, Franz Kafka, Yasunari Kawabata, Hiromi Kawakami, Daniel Kehlmann, Imre Kertész, Danilo Kiš, Luis Landero, Ben Lerner, Mario Levrero, Clive Staples Lewis, Clarice Lispector, Claudio Magris, Sándor Márai, Pierre Michon, Patrick Modiano, Augusto Monterroso, Alice Munro, Robert Musil, Vladimir Nabokov, Justo Navarro, Juan Carlos Onetti, José Emilio Pacheco, Orhan Pamuk, Ricardo Pligia, Ednodio Quintero, Julio Ramón Ribeyro, Rainer Maria Rilke, Philip Roth, José Saramago, Alberto Savinio, Carlos Skliar, Elizabeth Smart, Mark Strand, August Strindberg, Enrique Vila-Matas, Idea Vilariño, David Foster Wallace o Mo Yan, por citar algunos. En el reconocimiento está la gratitud y, con ella, la generosidad al ofrecernos un repertorio de obras que merece la pena conocer para conseguir ese ajuste de cuentas con nuestras ideas, con nuestro interior, como nos apunta en “Letraheridos”, un acertado neologismo que sirve de título para una de sus piezas y donde leemos esta, a mi juicio, enriquecedora reflexión:
«Nos apropiamos de anécdotas, escenas, párrafos o expresiones y los libros renuncian a reclamar su autoría. Aceptan con naturalidad el trasvase de voces literarias al tejido imaginario común. En algún lugar permanecen, diluidas en un palimpsesto y configurando una familia espiritual. De ahí quizás la admiración de los lectores por aquellos escritores capaces de incitarlos a leer su obra y también la de sus escritores favoritos».
Ese privilegio es el que nos concede Elisa Rodríguez; un regalo colmado de ejemplaridades, de instantes de lucidez en los que logramos vislumbrar, como ocurre cuando leemos su pieza “Ignorantes”, que la literatura es útil para dar luz donde hay oscuridad. Ilumina respuestas, calma dudas. Por eso las religiones se sostienen sobre los grandes pedestales que le ofrece la voz poética y los artificios de la retórica. Es más, de las enseñanzas de nuestra autora se colige que de nada sirven las bellas palabras si no consuelan ni aplacan iras; de nada, si no transportan y relativizan; de nada, si estancan el tiempo y no disipan el hastío; de nada, si no te hacen mejor persona. Por eso hay incursiones en sus páginas a temas que agrandan la conciencia del planeta que nos acoge y la determinación con la que se conciben —«Los verdaderos escritores, pájaros solitarios, sobrevuelan con su canto las contingencias del mundo y sus adversidades» (“¡Los poetas están muertos!”)—; asuntos acercadores de contenidos que, por su naturaleza, mueven a plantear disyuntivas creativas y a edificar singulares procesos de composición en los que se abordan cuestiones tales como la defensa de los animales (“Solo una jirafa”); la violencia en general (“Miedo al hombre” o “Sociedad letal”) y, en particular, la que se dirige contra las mujeres (“Miedo al…” o “Amor tirano”); los asesinatos legales (“Pena capital”); la eutanasia (“Morir su muerte”); la empatía (“Ficción y realidad”); el sentido de la vida (“Para qué ser feliz”), etc.
No estamos ante una obra artificialmente optimista, un desbarro de naturaleza romanticona que habla de la lectura como si lo hiciera de koalas color pastel o de Winnie the Pooh. No. Aquí, a pesar de las benefactoras intenciones de su autora, no hay frasecitas edulcoradas de estímulo y de amor libresco idóneas para grabar en camisetas y tazas de café con el fin de regalarlas a bibliófilos exhibicionistas (más atentos a la cantidad de gruesos tomos que leen que a la calidad de lo que consumen). No, repito. Aquí, en este volumen, hay toda una declaración de posiciones en forma de «buena sacudida», como la que ella desea recibir de cuanto lee: que «me agarren y me remuevan» (“Baile de citas”), nos dice que espera de los libros; rematando su postura con un «elijo privarme de la seguridad de un ancla enterrada en el fondo del agua». Rodríguez Court nos muestra en todo momento y de manera ejemplificada cómo es y puede ser esta literatura perturbadora. De ahí su compartida inclinación hacia las expresiones que califica como enigmáticas, oscuras…, pues contribuyen a mantener la capacidad mental en movimiento, despierta (“Citas ininteligibles”): «Si una sola frase consigue remover nuestro intelecto, cabría preguntarse sobre las innumerables cavilaciones que provoca una obra literaria entera» (“Lectura de la vida”).
Aunque carezcamos de una tabla de contenidos que explicite los temas que aborda el título, yo creo que —con los elementos de la comunicación como fuente inspiradora— es posible agrupar el conjunto sin errar mucho en cuatro grandes categorías: los lectores ocuparían en el célebre esquema el lugar de los destinatarios; las lecturas, el de los mensajes; los escritores harían lo propio con el sitio de los emisores y para el canal no sería descabellado pensar en las editoriales. No hay dudas con el código: la lengua castellana. Con esta clasificación de los artículos, La penúltima lectora —por lo que aborda y por lo que es— se erige en un producto “metacomunicativo” que, desde el punto funcional, se vuelve metaliterario y poético a un tiempo; y, a la vez, en ese ir y venir constante entre lo objetivo y lo subjetivo, representativo y expresivo; y, a la par, de algún modo, gracias a la capacidad de la escritura para mantener nuestra atención, fático; y apelativo cuando nos hace partícipes de esa «buena sacudida» que espera Rodríguez Court de los libros que lee y que nos transmite a través de una prosa incapacitada para dejar indiferente a un destinatario concienciado y que, de algún modo, se sabe transformado tras una experiencia de lectura.
En “Buscarse a sí misma”, nos cuenta nuestra autora una anécdota: una joven participa en las labores de búsqueda de una chica durante todo un día. Al finalizar la jornada, se percata de que es a ella a quien han estado tratando de localizar. Nos dice la escritora: «Así viajan también los personajes de la alta literatura. En línea recta y sin un posible regreso a Ítaca […] Se reencontró consigo a la caída de la noche, pero tal vez transformada ya en otra». Un detalle: más que «los personajes de la alta literatura», yo pienso en los lectores, en nosotros, pues somos quienes, tras un viaje literario meritorio, estamos “condenados” a darnos cuenta de que, gracias a esas palabras prodigiosas que se han ido asimilando poco a poco, éramos más desconocidos de nosotros mismos; tanto, que no somos capaces de encontrar al final de cada trayecto poético ninguna ruta posible para regresar al origen, al punto de partida. Tras una asunción libresca, un alejarnos más de lo que fuimos y un nuevo acercamiento a lo que hemos de ser.
De sus atenciones a los lectores, destaco algunas ideas compartidas que me parecen, sin ser novedosas por sí mismas en sentido estricto, brillantes como estancias intelectuales sobre las que reflexionar para determinar el alcance que poseen estos destinatarios del producto literario. Me gusta ese apunte que hace en “David Foster Wallace” acerca del poder supremo e indelegable para que un acontecimiento narrativo suceda o no: basta con cerrar el libro para que un crimen que debía contarse unas páginas más adelante no ocurra. Nada que ver este cierre, este fin precipitado y voluntario, con la negrura que provoca el desconocimiento no buscado, esas oscuridades que el lector querría saber y que, por decisión del autor o de la editorial, jamás podrá ver iluminadas, como leemos en “Nieve” y como nos sugiere en “Modo linterna”: «La creación literaria también se nutre de áreas oscuras para visibilizar otras. Alumbra al tiempo que esconde». “Incompletitud” es la voz que he utilizado en otras ocasiones para definir esta situación que provoca, por ejemplo, que nunca lleguemos a saber qué fue de Sancho Panza tras el entierro de Alonso Quijano.
En “Pequeños equívocos” leemos cómo esta ignorancia, cuando encuentra sitio en el ánimo de los que por naturaleza son espíritus creativos, puede ocasionar la aparición de potenciales escritores, o sea, de agentes de la ficción. El amplio panorama de enfoques que traen consigo las interpretaciones variadas sobre un mismo tema se aborda en “Dignidad” y, de algún modo, bajo el prisma de los sentimientos condicionados a los instantes, en “La Balsa de Medusa”: todos los años, miles de visitantes contemplan el horror que representa el cuadro de Géricault y llegan a emocionarse con la escena a la vez que olvidan que, en la vida real, en el mundo que hay fuera del recinto museístico, «otros muchos desconocidos siguen naufragando en tierra y en el mar». ¿Cómo resolver la paradoja? «La literatura permite a los lectores identificarse con el dolor de los personajes», nos dice Rodríguez Court en “Soledad existencial”; en otras palabras, la poesía consolida los sentimientos empáticos, logra tejer en los receptores, con los hilos de la solidaridad, una malla con la que atrapamos el mundo.
Para que esté en su punto una fértil y bienhechora imaginación (como la del hospitalizado que, en “Sentido de la posibilidad”, da esperanzas y alegrías a sus compañeros de habitación), para que el instrumento fundamental que hace posible la existencia de perspectivas y estilísticas adhesiones esté bien afinado, nada mejor que la lectura constante y el aislamiento: «También los lectores suelen explorar el terreno de las posibilidades. Aislados solos en sus cuartos, viajan a lugares ignotos sin desplazarse. ¡Cuánta dicha en su soledad, de espaldas al ensordecedor ruido!» (“La otra soledad”). ¡Cuánto asidero, diría yo, a la evasión absoluta! Como ese «Me voy para siempre a leer» que hubiese deseado decir Tomás Montejo, el protagonista de Hoy, Júpiter de Luis Landero, cuando era más joven (“Amar la literatura”); o como el que nos cuenta la autora en “Lectura activa”: «Hay algo misterioso en la imagen abstraída de los lectores. Aislados de los demás, parecen cortados de la realidad. La vida sigue su curso y se separa de ellos, como se separa de los individuos mientras duermen». El terreno de las posibilidades solo se puede explorar desde la soledad y con la convicción de que solo en la evasión será posible la omnipresencia: «Está en la sala y a la vez está en otro lugar y en otro tiempo».
Este ejercicio de calibración permanente tiene una razón de ser: el lenguaje sobre el que se articula el fenómeno poético, ese “cómo” que para mí siempre es mucho más relevante que lo anecdótico, lo que se circunscribe a los “qué”. Coincido con Rodríguez Court cuando afirma: «raras veces recuerdo la historia, los argumentos y las ideas y venidas de los personajes. Apenas le doy importancia a la trama. Durante la lectura de un texto literario centro antes mi atención en el estilo, los recursos narrativos y la estructura». (“El perro de Levrero”). Este valor de las formas escritoras, esta posición de relatividad sobre los contenidos, condiciona el acceso a la poesía que subyace en los testimonios que merecen calificarse de imperecederos por su belleza estética e intelectual. No es un ingreso fácil porque, como señala en “Oscuridad”, «captar las ideas de una obra literaria requiere de una inmersión en sus sombras. Aunque se usen palabras familiares, se precisa captar el contenido del texto». Todo proceso de aprehensión implica un estadio superior al del mero entendimiento, al del desciframiento que permite el conocimiento de los significados denotativos de las voces y del manejo de la sintaxis. Es algo más; y más difícil de asir. En “La lengua del silencio” se nos plantea que la noción de inefabilidad queda asociada a un modo nuevo de ver la realidad, de procesarla y de proyectarla hacia lo interior (como lector) y/o hacia lo exterior (como escritor).
Esta singularidad en la manera de percibir el mundo justifica el valor que tiene para la creatividad aquello en lo que, por lo general, no solemos reparar. En el marco donde se desarrollan las atenciones de la autora a las lecturas (que vendrían a ser los mensajes en nuestro planteado esquema de la comunicación) hallamos no pocos apuntes sobre las que podríamos definir como virtudes de lo nimio. En “La mosca de mi infancia”, por ejemplo, Elisa Rodríguez nos muestra cómo el placer lector equivale al de la contemplación de lo más intrascendente que, sin darnos cuenta, convertimos en el centro absoluto de nuestras atenciones; llega a nosotros como el punto luminoso entre la oscuridad de las desdichas (“Guerra y trementina”), como lo destacado entre lo vulgar por su gélida cotidianeidad, por ejemplo: el percance tan doméstico de José Emilio Pacheco en un solemne acto institucional (“Caída de pantalones”). Mas cuando cesa el estímulo y el instante sublime vuelve a la rutina, como señala en “Lectura de la vida”, «se imponen los prejuicios» y «las historias de las personas suelen contemplarse con la lupa estricta de las convenciones»; en otras palabras, el loco que en la literatura se nos antoja un admirable soñador se torna, con los ojos de la realidad, en un individuo que, por culpa de haber perdido la razón, nos parece peligroso, lo que justificaría todas las precauciones que adoptemos si nos encontramos próximos a él. Y la talla, sin los ropajes que la fe acuerda reconocer como manifestación de grandeza, no deja de ser una madera labrada que bien pudo ser una silla o una cuchara para remover el potaje (“La virgen desnuda”).
Lo que cuenta es la ficción. Esa es la clave de las lecturas. Ese es el timón que ha de coger el lector para acercarse a la obra literaria y concederle la entidad que se merece. Ello implica aceptar que la realidad en toda escritura pasa a un segundo plano, que importa más la recreación que el detalle minucioso de lo que es verdadero. En sostener esto nuestra autora es constante (“Réplicas”, “Adoctrinamiento”…) y tajante (“Garbanzos negros”, “Ficción literaria”, “Exceso de cotidianeidad”, etc.): «Me produce cansancio tanta charlatanería en torno a la literatura basada en supuestos hechos reales» (“Realidad sobrevalorada”). Acepta y transmite que «la literatura consigue remover conciencias, pero no tiene la voluntad de transformar la realidad. Tampoco podría cambiarla. Es un viaje imaginario y a él debe su fuerza» (“Carne de cañón”). Es, además, como indica en “Valor y miedo”, una hipótesis de vida tan real como la que hay fuera de los libros; una existencia esta que, cuando se sujeta a los recuerdos y a la endeblez con la que se recrean, no deja de ser en el fondo una ficción (“Autobiografía”).
Suscribo cuanto defiende. Me uno a esa necesidad de proclamar a los cuatro vientos que el arte está por encima de todo: «La creación artística es un valor que reconocemos incluso cuando no coincide con nuestros valores morales o hasta cuando los contradice. El arte no guarda relación alguna ni con ideologías ni con juicios morales» (“Carne de cañón”); «¿Acaso deben coincidir el autor y los personajes en sus opiniones?» (“Adoctrinamiento”). La escritora se adentra con esta cuestión en un debate complejo que, gracias a su capacidad comunicativa, logra hacer asequible en líneas generales; aunque no quede exento de interesantes vaivenes que darían pie a no pocas controversias. Pregunto: ¿Puede admitirse la revisión de textos para acoplarlos al vapor anímico de la sociedad del momento? En este sentido y a modo de ejemplo, ¿procede el interés mostrado por reescribir un número indeterminado de obras de Roald Dahl para que se adapten en sus expresiones a lo que se supone que demandan sus previsibles nuevos lectores? De entrada y sin tener ganas de salir de los bordes del conflicto ni ir más allá de los márgenes por donde se encauza la cuestión, me quedo con el juanrramoniano «¡No le toques ya más, / que así es la rosa!», que es de alguna manera estar de parte de lo que Rodríguez Court defiende.
Las piezas que dedica nuestra autora a los lectores y las lecturas son extraordinarias; las que concede a los escritores, sublimes. ¿Por qué? Quizás porque conoce bien el quehacer y su larga experiencia en la composición de telares le permite saber cómo fragua en el ánimo de los artesanos colegas suyos el proceso de creación, cómo se va desarrollando en el doble tramo que supone ir de la inspiración a la concepción y desde esta a la forma, dónde se halla el pulso preciso del creador ejemplar y en qué lugar se vislumbra el aparataje de los farsantes. Reconozco, en este sentido, que he disfrutado de manera singular con aquellos textos dedicados a los autores que hacen del postureo un modo de vida, los soberbios que muestran su incapacidad para apreciar el acto místico que conlleva la creación literaria, los que tienen más interés en llamarse “escritor” que en escribir (“Dejar de ser escritor”), los que desconocen que dar con lo que no se debe realizar es más importante que atender a lo que sí merece la pena (“Una casa vacía”), los que «pretenden adquirir grandeza literaria a base de sacar musculatura y exhibirla a jornada completa en lugares diseñados para señorear» (“¡Los poetas están muertos!”), los dispersos que «carecen de escrúpulos y se vanaglorian de su capacidad para combinar el oficio de la escritura, fácil y rápida, con una vida social plena» (“Prescripción inversa”), los que nos alejan de la literatura cuando «eligen la gloria instantánea de los cien metros frente a la soledad del corredor de fondo» (“Libros versus libros”), los iletrados que banalizan la creación poética y que desprecian la herencia de los clásicos y la mal llamada lectura culta (“Marcadores de huellas”), los que se jactan de sus publicaciones sin haber leído (“Prescripción…”) y convierten toda redacción en un orinal de sus emociones (“Escritores”), en una farfolla que conduce al interés por sacar voluminosas novelas que se muestran cortas de aliento y carentes de valor literario en la mayoría de los casos (“Defensa de la brevedad”); en suma, aquellos que, en conjunto, no merecen otro calificativo que el de principal tumor de la literatura por la posición que ocupan como emisores, pues con no decir nada, con su silencio, con su decisión de no elaborar mensaje alguno, nos evitaríamos las tragedias que provocan.
«Abundan los individuos autoproclamados escritores por la gracia de su rendimiento cuantitativo. Creen importante escribir solo para añadir un libro a otro. Mientras más libros publiquen, piensan, mayor gloria alcanzará su nombre. Encuentran su asentamiento en el actual contexto de crisis de la literatura» (“Marcadores de huellas”).
Al otro lado de estas hilachas sin verdadera vocación por las letras —no, al menos, como la que, en un sentido diferente, posee la judía Sofía Ósipovna, quien consume la última gota de su existencia satisfaciendo su ansia maternal en la cámara de gas y se abraza con fuerza a un niño desconocido y condenado también a morir asfixiado (“La punzada de la vida”)—; en el lado opuesto a los insignificantes, a los que no temen perder su biografía dada su carencia de prestigio (“Dilema”), están los que sí merecen la pena, los que se inventan con cada escritura (“Érase una vez”) y se preocupan por que sea posible lo que aparentemente no lo es (“Mover montañas”), los ungidos por la necesidad de ese buen hacer que contempló un día nuestra autora en la figura de un admirable lustrador: «tuve la sensación de estar viviendo una experiencia de sintonía entre la realidad y la literatura. La lentitud, el esmero, la durabilidad y la demora, características congénitas de la creación literaria, adquirían de pronto significado en la vida tangible» (“El limpiabotas”); los que son honestos consigo mismo, como el joven que desaprovechaba las ocasiones que tenía para vaciar el plato de comida que le habían puesto porque necesitaba dejar claro que le disgustaba ingerir lo que contenía (“Disidencia”), y como quien no llora porque no le apetece hacerlo aunque la situación parezca determinar que debería (“Lágrimas”), y como el que se plantea que, al margen de que conduzca a la normalidad, la docilidad puede ser la antesala de la insatisfacción absoluta por la vida (“Obediencia a ciegas”). Autores estos que, desde su integridad, asumen la condición paradójica que los contempla: soltar todo lo que se desea decir —supremo desahogo— bajo el convencimiento de que alguien lo va a leer, pero conscientes de que quizás nadie lo haga. Cada libro acabado es, en el fondo, una conversación finalizada con una suerte de alter ego que te ha maltratado no dejándote dormir, poseyéndote durante la vigilia, inmiscuyéndose en tus relaciones personales, como se desprende de la acertada observación que Rodríguez Court hace de Noor, un participante de la novela 10.04 de Ben Lerner, en “Sí, pero no”.
De las diferentes nociones consustanciales al proceso de escritura que maneja nuestra autora, me quedo en esta ocasión con tres: la primera, la humildad, cualidad inapreciable en los fantasmones y faroleros, y que en “Vanidad” se plantea a través de la hermosa imagen de unos astronautas que, desde la distancia, a pesar de la misión que tienen, consideran más valiosa la visión de la Tierra que la de la Luna. En “Darse un baño de tumba”, leemos: «Abrir los ojos, escribe [se refiere a Carlos Skliar], es, en cierto modo, pedirle perdón a todo aquello que alguna vez hemos ignorado. En los bordes laterales de los ojos, ha escrito antes, habitan todas las cosas que nos hablan y decidimos no mirar». La segunda es la constancia, presente en piezas como “Fracasa mejor”, “Ganar la aurora fracasando” o “Sueños”, donde leemos cómo la perseverancia ha de conducirte al mayor encaje entre lo que se desea (en el texto, un tono de verde) y lo que se obtiene; entre lo que se pretende y lo que se es capaz de componer. El tercer y último concepto es el de la soledad, el verdadero tributo que paga el escritor y que, como los topógrafos (magnífica analogía), supone mantener una visión sincrónica de lo que se tiene ante sí (“Buscadores de formas”). Es necesario alejarse del estrépito (como el que producen ese herrero y calderero de “El silenciero”, impecable alegoría de los vacuos) para aprender a convivir con el sosiego, el único estado donde la escritura trascendente es posible: «En el ruidoso teatro de la realidad, la introspección y la soledad parecen carecer de valor. La literatura, en cambio, suele darles un lugar destacado» (“Leer el silencio”).
El cuarto elemento de la comunicación apuntado hace ya unos cuantos párrafos es el canal, que lo he sujeto a lo que vendría a ser el mundo editorial. En La penúltima lectora se nos habla de premios (“Concursos literarios”), una cuestión que genera un buen número de controversias (¿todo lo que se reconoce vale?, pregunto). Tantas discusiones suscita el asunto como las que trae consigo el dirimir si el recipiente condiciona o no la lectura. En “Libros versus libros” leemos:
«La gente lee cada vez menos y, en consecuencia, cada vez peor. El problema no reside en la progresiva sustitución del libro impreso por el electrónico. Estriba antes en el enaltecimiento del envase en detrimento del contenido. Importa la estética del artefacto. Interesa adquirir cuanto antes el último modelo del e-book, de la tableta y del móvil con sus sucesivos aumentos de pantalla».
Aunque no comparta del todo la influencia de la novedad electrónica como factor que minimice las apetencias por los libros (no veo choque alguno entre el deseo de disponer del «último modelo del e-book» y el placer lector), sí estoy de acuerdo en la percepción generalizada de que se lee menos y, por tanto, mucho peor aquello que hemos venido a reconocer como un patrimonio cultural que, formalizado como obra literaria, sentimos que nos representa de algún modo. Leer se lee y no pocos en estos días, gracias sobre todo a la tecnología accesible (otra cosa no, pero sin saber leer es muy difícil moverse en Internet); eso sí, en la mayoría de los casos, hablamos de escritos de ínfima calidad o carentes de sustancia.
O como, sin salir del ámbito de las discusiones, acarrea el apasionante debate que suscita el libro electrónico y el que ofrece su contenido impreso en papel. Teniendo en cuenta que «no ha cambiado la organización textual propia de la era Gutenberg: la palabra, la línea, el párrafo, la página» (“Escritura digital”), como muy bien nos apunta la autora, las preferencias de un entorno u otro tienen que ver con percepciones particulares de la vida y del proceso: la comodidad o la transportabilidad, por ejemplo; la necesidad de disponer de ciertas facilidades que permitan mejorar la actividad (dirían los proclives a un sector) o la constatación de que el libro de papel da de comer a muchas familias (sostendrían los defensores del otro bando), el precio, etc. En este punto, es muy interesante las consecuencias que ha traído consigo el auge de los formatos alternativos al tradicional y que tiene a ese prototipo de escritor ya señalado —el merecedor de la mayor de nuestras indiferencias— como efecto más nocivo. Comparto con Rodríguez Court lo que al respecto apunta en “Marcadores de huellas”:
«La digitalización de la vida parece propiciar una considerable proliferación de estos especímenes. El poderoso mercado en torno al libro impreso hace aguas. Sin embargo, previamente a su caída, o transformación, se envalentona como embravece y ataca con sus garras un animal acosado. Nunca antes, creo, se ha publicado tanto y de bastante cuestionable calidad. Tampoco nunca antes, creo, han pagado los autores noveles tanto dinero a editoriales encargadas de editar sus manuscritos».
Este libro es uno más de esos pocos que vienen para quedarse y con los que se convive en una relectura y recreación constantes, como esa joven de Hemingway de la que habla el texto “La extraña”, que llega a la vida de uno y se convierte en un motivo para evocar su existencia y presencia en cualquier lugar; por ejemplo, sentada leyendo en un banco, como nos señala nuestra escritora y, de alguna manera, como nos sugiere la imagen de la cubierta frontal del tomo.
A la autora debo uno de esos gestos solemnes que uno fantasea como antesala de su muerte y que ahora, para el caso que te cuento, no sería más que una emocionante imitación por mi parte. En los preludios del articulado que nos ha convocado, se reproducen varias citas. La que proviene de la novela El bosque de la noche de Djuna Barnes sintetiza a la perfección lo que es ser un verdadero lector —un amante devoto de la palabra impresa— y, de alguna manera, lo que viene a ser el sentido de evasión de la realidad que confiere la lectura y, con ello, el modo en el que la eternidad se hace tangible. A medida que discurría mi periplo por las páginas del libro de Rodríguez Court, observaba que el fragmento leído al principio —el extracto en cuestión— adquiría más y más peso conceptual para mí, mayor significación, de manera que, al acabar, no pude evitar poner un marcapáginas tras el índice y pensar que ese simple acto era, en el fondo, como el «de aquel príncipe que estaba leyendo un libro, cuando el verdugo le puso la mano en el hombro diciéndole que había llegado el momento, y entonces él, al levantarse, colocó un cortapapeles entre las páginas para no perder el punto y cerró el libro». Así terminé de leer La penúltima lectora. Así lo acabaré siempre.