Antonio Morales Méndez*
Hace algunos años, quien esto escribe mantuvo un cierto enfrentamiento mediático con un magistrado de la Sala Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Canarias. La realidad, es que el Juez se dio por aludido, quizá le informaron mal, en unas manifestaciones que realicé sobre una medida cautelar que perjudicaba enormemente al Ayuntamiento de Agüimes en relación con el Polígono Industrial de Arinaga y su Junta de Compensación y que nada tenían que ver con su persona.
Unos años después, este Juez, nombrado Presidente de la Sala, dicta una sentencia contra el Ayuntamiento desproporcionada, injustificada y que no se ajusta a derecho, lo que nos obliga a recurrir al Tribunal Constitucional y al Consejo General del Poder Judicial, además de a iniciar acciones judiciales encaminadas a defender a una institución pública frente a una decisión que consideramos tremendamente arbitraria.
En aquel primer desencuentro con el Magistrado del que les hablo, escribí algunas reflexiones que trasladé a los medios de comunicación. Esta vez, y porque considero una obligación la defensa de una justicia independiente e imparcial en un Estado de Derecho, vuelvo a hacerlo con el ánimo de llamar la atención sobre algunos aspectos del poder judicial que me parecen muy preocupantes. Al tiempo, quiero dejar absolutamente claro que así como en la política, por ejemplo, no todo el mundo es igual ni responde a los mismos patrones de conducta, en el mundo de la justicia sucede exactamente lo mismo. Está claro que la mayoría de sus miembros son profesionales que intentan realizar su trabajo con total honestidad, huyendo de la contaminación política, de poder, y de casta, a la que un sector importante es bastante proclive.
Ya Montesquieu señaló que los jueces debían ser sólo la boca muda que pronuncia las palabras de la Ley y que en absoluto debían detentar ningún tipo de poder.
Para Gregorio Peces-Barba, "la realidad incontrovertible y necesaria en las modernas sociedades de la creación judicial del Derecho, disputando espacios al Parlamento y a las leyes, ha producido en muchos jueces una conciencia de su poder amparado en su independencia y en el estatuto constitucional y legal que les protege, que está produciendo, en algunos supuestos, desviaciones graves y abusos relevantes que dan la sensación de arbitrariedad, de falta de límites y de impunidad [......]. En supuestos que se repiten más de lo deseable se pueden convertir en imitadores de los abusos para cuyo control fueron, en parte, habilitados."
Alejandro Nieto, en su último libro, "El desgobierno de lo público", aunque ya analizó el tema mucho más en profundidad en "El desgobierno judicial", cita el Libro Blanco de la Justicia de 1997, que dice textualmente que "la sociedad percibe una cierta sensación de no existencia de responsabilidades de jueces y magistrados. Se suele decir que sólo cuando un caso concreto es esencialmente grave y aparece en los medios de comunicación social es cuando operan los sistemas de control y de exigencia de responsabilidades [.......]. Quizás por ello existe la sensación añadida de que denunciar unos hechos que se refieren a un juez es inútil, pues seguramente no sirve para nada y, en cambio, se corre el peligro de que el ciudadano tema que el juez o magistrado afectado se resienta necesariamente en su imparcialidad."
Según este catedrático, en el año 1996 "se recibieron en el Consejo 1413 escritos de denuncias contra los jueces, de los cuáles 899 se archivaron de plano y 514 originaron la apertura de diligencias informativas, pero sólo 20 dieron lugar a la incoación de expedientes disciplinarios" y, al final, solamente se impusieron siete sanciones, incluyendo a magistrados, jueces y jueces de Paz, y la sanción más utilizada fue la advertencia.
En un espléndido editorial del diario El País, del lunes 17 de Abril de 2006, se afirmaba con rotundidad que "cierto es que la propia familia judicial se autoprotege. Sólo así puede explicarse que algunas de las escasas medidas adoptadas por el CGPJ para disciplinar a jueces y magistrados hayan terminado siendo anuladas por el Tribunal Supremo, cuya Sala Tercera de lo Contencioso Administrativo se ha erigido en última instancia depuradora de las decisiones del órgano de gobierno de los jueces".
José Jiménez Villarejo afirma que, además de los instrumentos previstos para exigir responsabilidades a los jueces, tenemos el derecho que nos viene dado como ciudadanos del que emana todo poder, "y en particular el de administrar justicia", de expresar libremente nuestro rechazo a algunas prácticas judiciales. "Por ello, cuando los ciudadanos manifiestan públicamente su discrepancia con una actuación judicial que jurídicamente no tiene fácil explicación, pero si parece tenerla en clave política, no se colocan fuera de la Ley ni de la Constitución. Esos ciudadanos están haciendo valer su derecho al juez imparcial. Y esto, además de no lesionar la independencia judicial, puede ser una saludable contribución al buen hacer de los jueces.”
Dicho esto, que me parece de perogrullo, aunque todavía nos acobardemos en demasía al hacer uso de nuestro derecho constitucional a discrepar, me parece mucho más grave el constatar que detrás de todo esto, y lo peor es que sin generar debate en la sociedad y en los medios de comunicación, existe una larvada guerra de poder entre los poderes judicial, ejecutivo y legislativo, fundamentales ambos en un estado democrático.
Los encuentros y desencuentros estratégicos; los intentos de control de cada una de las partes sobre la otra, el desprecio con que, a veces de manera soterrada, otras de manera pública, se tratan en los medios de masa; las escandalosas luchas por el control político-judicial del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial; los intentos de desprestigio generalizado de la política y los políticos a los que se prestan, sin profundizar, muchos medios de comunicación, son algunos ejemplos relevantes.
Paralelamente y desgraciadamente también, se aprecia una tendencia socio-mediática a denostar todo aquello que resulta de las urnas, fruto de la decisión popular, de tal manera que cada vez cuesta más defender la gestión pública desde un cargo electo y estoy convencido de que no pasará mucho tiempo en el que sólo se presentará a unas elecciones el auténtico sinvergüenza, aquel al que no le importe que lo señalen.
En consecuencia parece llegarse a la conclusión de que todo cargo electo (poder ejecutivo y legislativo) es corrupto y de que todo el que ha sacado unas oposiciones para entrar en el poder que no elige el ciudadano (poder judicial), se convierte en un santo guardián de la Ley y el Orden. Sin excepciones.
Sin embargo, la realidad nos presenta un escenario distinto: ¿Acaso Pascual Estivill no ha sido juez? ¿Y no lo es este exmagistrado que ha intentado mediar en el caso Andratx? ¿Y qué hay de los jueces con condenas por procesos abiertos por homofobia, sexismo..., o la magistrada procesada por olvidarse de un preso que pasó meses y meses en la cárcel... o los miles de expedientes con retrasos sin justificar, aunque otros miles estén justificados, o algunas sentencias muy cercanas, sin aparentes posibilidades de recurso, dictadas con toda la mala uva del mundo, o los que tenemos por aquí mismo procesados, o el millón y medio de sentencias sin ejecutar, o de los que se les ha "olvidado" renovar la prisión provisional de algunos narcos o han liberado al llegar al limite de la prisión preventiva, tras cuatro años sin instruir la causa, como sucedió con el Comando Matalaz de ETA; o la fuga de "El Negro", comisionado de los cárteles de Bogotá para el desembarco de la cocaína en Europa, excarcelado con una fianza de 30.000 euros; o los integrantes de Jarrai liberados tras cuatros años de prisión preventiva...?
O tantos otros que obligatoriamente nos llevan a afirmar que ninguno de los poderes que conforman nuestro ordenamiento constitucional resultan en absoluto infalibles; que los mecanismos de control de cada uno de ellos, de los jueces y de los políticos, deben funcionar con la precisión de la relojería suiza. Que no vale enterrar la cabeza como los avestruces. Que tenemos que formular urgentemente todos, jueces y políticos, propuestas encaminadas a corregir todos los déficit resultantes de una falsa concepción del papel que nos toca jugar en un país democrático con todas las consecuencias. Porque nos va en ello la salud de nuestro sistema. El que tanto nos costó conseguir.
Unos años después, este Juez, nombrado Presidente de la Sala, dicta una sentencia contra el Ayuntamiento desproporcionada, injustificada y que no se ajusta a derecho, lo que nos obliga a recurrir al Tribunal Constitucional y al Consejo General del Poder Judicial, además de a iniciar acciones judiciales encaminadas a defender a una institución pública frente a una decisión que consideramos tremendamente arbitraria.
En aquel primer desencuentro con el Magistrado del que les hablo, escribí algunas reflexiones que trasladé a los medios de comunicación. Esta vez, y porque considero una obligación la defensa de una justicia independiente e imparcial en un Estado de Derecho, vuelvo a hacerlo con el ánimo de llamar la atención sobre algunos aspectos del poder judicial que me parecen muy preocupantes. Al tiempo, quiero dejar absolutamente claro que así como en la política, por ejemplo, no todo el mundo es igual ni responde a los mismos patrones de conducta, en el mundo de la justicia sucede exactamente lo mismo. Está claro que la mayoría de sus miembros son profesionales que intentan realizar su trabajo con total honestidad, huyendo de la contaminación política, de poder, y de casta, a la que un sector importante es bastante proclive.
Ya Montesquieu señaló que los jueces debían ser sólo la boca muda que pronuncia las palabras de la Ley y que en absoluto debían detentar ningún tipo de poder.
Para Gregorio Peces-Barba, "la realidad incontrovertible y necesaria en las modernas sociedades de la creación judicial del Derecho, disputando espacios al Parlamento y a las leyes, ha producido en muchos jueces una conciencia de su poder amparado en su independencia y en el estatuto constitucional y legal que les protege, que está produciendo, en algunos supuestos, desviaciones graves y abusos relevantes que dan la sensación de arbitrariedad, de falta de límites y de impunidad [......]. En supuestos que se repiten más de lo deseable se pueden convertir en imitadores de los abusos para cuyo control fueron, en parte, habilitados."
Alejandro Nieto, en su último libro, "El desgobierno de lo público", aunque ya analizó el tema mucho más en profundidad en "El desgobierno judicial", cita el Libro Blanco de la Justicia de 1997, que dice textualmente que "la sociedad percibe una cierta sensación de no existencia de responsabilidades de jueces y magistrados. Se suele decir que sólo cuando un caso concreto es esencialmente grave y aparece en los medios de comunicación social es cuando operan los sistemas de control y de exigencia de responsabilidades [.......]. Quizás por ello existe la sensación añadida de que denunciar unos hechos que se refieren a un juez es inútil, pues seguramente no sirve para nada y, en cambio, se corre el peligro de que el ciudadano tema que el juez o magistrado afectado se resienta necesariamente en su imparcialidad."
Según este catedrático, en el año 1996 "se recibieron en el Consejo 1413 escritos de denuncias contra los jueces, de los cuáles 899 se archivaron de plano y 514 originaron la apertura de diligencias informativas, pero sólo 20 dieron lugar a la incoación de expedientes disciplinarios" y, al final, solamente se impusieron siete sanciones, incluyendo a magistrados, jueces y jueces de Paz, y la sanción más utilizada fue la advertencia.
En un espléndido editorial del diario El País, del lunes 17 de Abril de 2006, se afirmaba con rotundidad que "cierto es que la propia familia judicial se autoprotege. Sólo así puede explicarse que algunas de las escasas medidas adoptadas por el CGPJ para disciplinar a jueces y magistrados hayan terminado siendo anuladas por el Tribunal Supremo, cuya Sala Tercera de lo Contencioso Administrativo se ha erigido en última instancia depuradora de las decisiones del órgano de gobierno de los jueces".
José Jiménez Villarejo afirma que, además de los instrumentos previstos para exigir responsabilidades a los jueces, tenemos el derecho que nos viene dado como ciudadanos del que emana todo poder, "y en particular el de administrar justicia", de expresar libremente nuestro rechazo a algunas prácticas judiciales. "Por ello, cuando los ciudadanos manifiestan públicamente su discrepancia con una actuación judicial que jurídicamente no tiene fácil explicación, pero si parece tenerla en clave política, no se colocan fuera de la Ley ni de la Constitución. Esos ciudadanos están haciendo valer su derecho al juez imparcial. Y esto, además de no lesionar la independencia judicial, puede ser una saludable contribución al buen hacer de los jueces.”
Dicho esto, que me parece de perogrullo, aunque todavía nos acobardemos en demasía al hacer uso de nuestro derecho constitucional a discrepar, me parece mucho más grave el constatar que detrás de todo esto, y lo peor es que sin generar debate en la sociedad y en los medios de comunicación, existe una larvada guerra de poder entre los poderes judicial, ejecutivo y legislativo, fundamentales ambos en un estado democrático.
Los encuentros y desencuentros estratégicos; los intentos de control de cada una de las partes sobre la otra, el desprecio con que, a veces de manera soterrada, otras de manera pública, se tratan en los medios de masa; las escandalosas luchas por el control político-judicial del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial; los intentos de desprestigio generalizado de la política y los políticos a los que se prestan, sin profundizar, muchos medios de comunicación, son algunos ejemplos relevantes.
Paralelamente y desgraciadamente también, se aprecia una tendencia socio-mediática a denostar todo aquello que resulta de las urnas, fruto de la decisión popular, de tal manera que cada vez cuesta más defender la gestión pública desde un cargo electo y estoy convencido de que no pasará mucho tiempo en el que sólo se presentará a unas elecciones el auténtico sinvergüenza, aquel al que no le importe que lo señalen.
En consecuencia parece llegarse a la conclusión de que todo cargo electo (poder ejecutivo y legislativo) es corrupto y de que todo el que ha sacado unas oposiciones para entrar en el poder que no elige el ciudadano (poder judicial), se convierte en un santo guardián de la Ley y el Orden. Sin excepciones.
Sin embargo, la realidad nos presenta un escenario distinto: ¿Acaso Pascual Estivill no ha sido juez? ¿Y no lo es este exmagistrado que ha intentado mediar en el caso Andratx? ¿Y qué hay de los jueces con condenas por procesos abiertos por homofobia, sexismo..., o la magistrada procesada por olvidarse de un preso que pasó meses y meses en la cárcel... o los miles de expedientes con retrasos sin justificar, aunque otros miles estén justificados, o algunas sentencias muy cercanas, sin aparentes posibilidades de recurso, dictadas con toda la mala uva del mundo, o los que tenemos por aquí mismo procesados, o el millón y medio de sentencias sin ejecutar, o de los que se les ha "olvidado" renovar la prisión provisional de algunos narcos o han liberado al llegar al limite de la prisión preventiva, tras cuatro años sin instruir la causa, como sucedió con el Comando Matalaz de ETA; o la fuga de "El Negro", comisionado de los cárteles de Bogotá para el desembarco de la cocaína en Europa, excarcelado con una fianza de 30.000 euros; o los integrantes de Jarrai liberados tras cuatros años de prisión preventiva...?
O tantos otros que obligatoriamente nos llevan a afirmar que ninguno de los poderes que conforman nuestro ordenamiento constitucional resultan en absoluto infalibles; que los mecanismos de control de cada uno de ellos, de los jueces y de los políticos, deben funcionar con la precisión de la relojería suiza. Que no vale enterrar la cabeza como los avestruces. Que tenemos que formular urgentemente todos, jueces y políticos, propuestas encaminadas a corregir todos los déficit resultantes de una falsa concepción del papel que nos toca jugar en un país democrático con todas las consecuencias. Porque nos va en ello la salud de nuestro sistema. El que tanto nos costó conseguir.
*Antonio Morales Méndez es Alcalde del Ayuntamiento de la Villa de Agüimes.