Antonio Morales*
Con esto no nos están engañando.
El PP lo había explicitado claramente en su programa electoral. Casi once
millones de personas apoyaron con su voto la venta de lo poco que queda de lo público
en España. Hablaban de “optimizar los modelos de participación privada” en la
financiación, gestión, explotación y mantenimiento de las infraestructuras
ferroviarias y aeroportuarias. En realidad planteaban también privatizar, a la
manera de David Cameron, decían, los servicios sociales, la educación, la
sanidad y la dependencia. Y lo sabían y lo apoyaron también los casi siete
millones de votantes del PSOE que conocían claramente que Zapatero lo había
intentado en la legislatura que finalizaba. Unos y otros nos habían dejado
absolutamente claro que Renfe, AENA, Loterías, Paradores, Puertos, Correos y
algunas empresas más, propiedad del Estado, en su totalidad o parcialmente,
como Red Eléctrica o Enagás, seguirían la senda de las privatizaciones del bipartidismo
en los últimos treinta años. No nos debería coger de sorpresa entonces el
anuncio de la venta de AENA, tal y como pretendió el Gobierno del PSOE en 2010
(con la oposición del PP, por cierto), para hacer caja y cumplir con los
mandatos de las élites financieras.
Nada más comenzar la legislatura,
el Gobierno de Rajoy activó su plan de privatizaciones, lo llamaba de “liberalizaciones”, encaminado a recaudar más de 40.000 millones de euros. Pretendía cumplir con
los objetivos de déficit y nivelar el plan de ajustes privatizando todo lo que
quedaba por privatizar en un Estado diezmado por los gobiernos anteriores. La
operación incluiría, igualmente, la venta de una parte importante del
patrimonio inmobiliario y cuatro millones de hectáreas de bosques, montes públicos
y pastos. Hubo quién ofertó incluso la posibilidad de que se hiciera lo mismo
con la red de carreteras por un total de 14.000 millones. La intención era
enjugar el 39% del déficit público desprendiéndose de la mitad de las 3.800
empresas estatales que quedan en España.
Sin embargo, en los momentos
finales de Zapatero y en los primeros de Rajoy, las cosas venían mal dadas. La
crisis económica internacional impedía que se hicieran ofertas que se pudieran
considerar interesantes. Pero en los últimos meses los fondos buitre campan a
sus anchas por la piel de toro. Les ha empezado a apetecer escarbar en los
restos del naufragio. Saben que España está en venta por liquidación y se
frotan las garras. De hecho ya han empezado a engolosinarse con las primeras
ventas de acciones de Bankia y las participaciones de ésta en NH Hoteles o
Mapfre, acudiendo a los servicios de Morgan Stanley, JB Capital Markets,
Deutsche Bank o Bank of América. Los activos españoles están baratos y el
Gobierno necesita imperiosamente vender. Tienen que cumplir con el déficit, con
la deuda que han adquirido al sanear la banca y con el mandato de los mercados
neoliberales y la troika que ordenan “liberalizar” y jibarizar al Estado.
Este cúmulo de circunstancias ha
hecho que días atrás el Gobierno del PP se haya decidido a anunciar la
privatización de AENA en un 49%. Al tiempo, ponen en marcha una campaña mediática
que justifique y aliente la decisión. Los medios de comunicación se llenan de
empresarios que aplauden la medida con entusiasmo y aparecen por doquier
expertos de toda índole que la justifican amparándose en que así se consigue
una mayor eficiencia y competitividad. Y aunque a veces se utiliza la táctica
de deteriorar los servicios públicos para hacer deseable su pase a manos
privadas, lo cierto es que múltiples estudios han demostrado que la gestión pública
resulta más eficiente y más eficaz.
Estamos ante una vuelta de tuerca
más de la estrategia de la globalización neoliberal que ataca al interés
general y a la propia democracia para favorecer la desnacionalización de la
economía y la concentración del poder y la riqueza en manos de una plutocracia
que se erige en gobierno de los gobiernos elegidos por los ciudadanos. Se trata
de reducir el Estado a la mínima expresión y para eso hay que controlar a la
política y a los políticos, a las instituciones y a la propia ciudadanía, que
se convierte en un mero objeto para el consumo. El Estado, tras sanear las
empresas y ponerlas en valor, se vuelve de pronto incompetente, tras oportunas
y dirigidas cruzadas mediáticas a través de los medios que controlan, y tiene
que desprenderse de todo “para que la economía funcione”. Se expolian los
bienes públicos, muchas veces a precio de saldo, y se generan a su vez,
seguidamente, oligopolios (como sucede con la energía) que premian, tiempo
después, a los que han facilitado la operación desde la política con puestos opíparos
en consejos de administración.
El auge del neoliberalismo en la
década de los ochenta tuvo como laboratorio principal a Latinoamérica. Desde
allí se ponían en práctica las consignas de Reagan y Thatcher y economistas
estandartes como Friedman no dudaron en ejecutar sus más sangrantes
experimentos de la mano de dictadores como Pinochet y otros gobiernos sátrapas.
Pero España no se quedó atrás en el cumplimiento de políticas privatizadoras.
Desde mediados de los 80 hasta el final de los 90 se privatizaron más de 130
empresas públicas, que ingresaron en las cuentas del Estado más de 50.000
millones de euros. En la etapa de Felipe González se dieron pasos importantes
realizando casi 70 operaciones de venta de participaciones públicas. Se empezó
a desmantelar el INI y a poner en manos privadas empresas como Seat,
Enasa-Pegaso, Acesa, Tabacalera y, parcialmente, Repsol, Endesa, Gesa, Ence y
Telefónica. El Gobierno socialista hizo con todas estas ventas una caja de casi
dos billones de las antiguas pesetas. Con la llegada de Aznar en 1996, las
privatizaciones, revestidas de liberalizaciones, se precipitan. En esta época,
el Estado pierde definitivamente Telefónica, Gas Natural, Repsol, Endesa,
Argentaria, Tabacalera, Indra, Retevisión, Aldeasa, Aceralia, Red Eléctrica,
Iberia, Santa Bárbara, Trasmediterránea y una larga lista de casi cincuenta
empresas que reportaron unos ingresos de más de cuatro billones de pesetas. Los
propios organismos reguladores llegaron a recriminar al Gobierno la poca
transparencia de las operaciones y lo precipitado de las decisiones. Y tenían
razón, ya que, en vez de producirse la anunciada liberalización, se dio paso, mientras se despedían trabajadores a mansalva, a oligopolios ligados al gas,
la electricidad, el petróleo o las comunicaciones de la mano de personas
cercanas al entonces presidente Aznar o a su ministro Rodrigo Rato (Villalonga,
Alierta, Pizarro, Francisco González…). Estas empresas tienen hoy día unas
ganancias multimillonarias y de ser públicas contribuirían sin duda a paliar el
déficit y a garantizar las prestaciones básicas del Estado de bienestar que
demanda la ciudadanía. Algunas de ellas (como Endesa o parte de Repsol) han
pasado a manos de otras naciones que toman decisiones sobre sectores estratégicos
españoles. Y, además, cada día contemplamos cómo se suben las tarifas
desmesuradamente, cómo se hacen más laxos los cumplimientos medioambientales, cómo
ahorran en los mantenimientos, cómo, en muchos casos, se reduce drásticamente
la calidad de los servicios, cómo se minimizan las inversiones e innovaciones
tecnológicas…
Y todo ello con garantía de
reversión. Al tratarse en su mayoría de empresas que sostienen servicios
indispensables, si se vieran en algún momento en apuros, entonces papá Estado
estaría obligado a intervenir y a salvarlas de la ruina. Es lo que ha pasado
con la banca o lo que está pasando con las autopistas de peaje, cuyo rescate va
a suponer un desembolso de más de 2.400 millones de euros para las arcas públicas,
y eso tras negociarse una quita con la banca del 50%. Para hacerlo posible se
creará una sociedad de capital 100% público que, cuando esté saneada, se pondrá
de nuevo a la venta, para que otros se queden con lo mejor del pastel. Y vuelta
a empezar.
El Gobierno de Mariano Rajoy se
propone en estos momentos rematar la jugada y liquidar lo poco que le queda al
Estado de patrimonio público. Y pasa por encima del consenso, la transparencia
y el interés general de comunidades como la canaria que ve como sus
aeropuertos, unas infraestructuras vitales para su supervivencia, pasan a ser
gestionados por operadores privados que pueden tener intereses contrarios a los
de esta tierra. El turismo, la energía eólica y nuestras conexiones con el
exterior, entre otras cosas, quedan al albur de intereses económicos
particulares. Sin duda, un plus de poder estratégico para los futuros
compradores.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes. (www.antoniomorales-blog.com)