Fernando T. Romero*
Después de treinta y nueve años
de la muerte del dictador, se puede afirmar que la transición política a la
democracia, analizada ya con cierta perspectiva histórica, no fue tan ejemplar
ni modélica como muchos de sus protagonistas, con un análisis evidentemente
subjetivo, han pretendido instalar en el subconsciente colectivo de los
ciudadanos de este país.
No debemos olvidar que la vigente
Constitución fue producto de una negociación política entre dos bloques desiguales.
En uno de ellos se encontraba el sector reformista de la dictadura y los
entonces denominados “poderes fácticos” (básicamente el Ejército, la banca y la
Iglesia). Y en el otro bloque estaba la oposición mayoritaria antifranquista.
Está claro que la relación de poder entre ambos bloques favorecía enormemente
al sector proveniente de la dictadura.
Ambos bloques fueron consensuando
lo que el filósofo, politólogo y opositor al franquismo, José Vidal Beneyto
definió como una “democracia de clase”, entendida como un régimen cuya
organización política se concibió para favorecer a una clase determinada.
Consecuente con este
planteamiento, el “consenso” mantuvo intocables instituciones provenientes del
franquismo como la propia monarquía y una parte importante del aparato
represivo y judicial, en el que bastantes de sus miembros, de perseguidores y
torturadores viscerales de “rojos” durante años, se convirtieron, de la noche a
la mañana, en “demócratas de toda la vida” sin tener que responder por sus abominables
delitos.
Además, en aras de ese consenso,
se respetaron los grandes privilegios de la Iglesia sin que nadie se atreviera
a cuestionar el Concordato que los consolidaba. Y todo ello, adobado con una
Ley de Amnistía que dejaba “olvidados” en fosas comunes y en las cunetas de las
carreteras a muchos ciudadanos que dejaron su vida por la libertad y la
democracia.
El balance final fue
abrumadoramente favorable al bloque reformista conservador. Las fuerzas políticas
progresistas y de izquierdas con el pretexto del “consenso” aceptaron, sin
paliativos, una nueva derrota (la tercera en 40 años) y la afrenta y humillación
de mantener a sus héroes enterrados “sine die” en cunetas y fosas comunes sin
poder reivindicar su memoria.
Y todo ese proceso de la transición
se desarrolló mediante la introducción de un bipartidismo imperfecto confirmado
con el establecimiento de un sistema electoral, el menos proporcional posible,
todavía vigente, que se encargó de garantizar la gobernabilidad del nuevo régimen
democrático.
Con todos esos mimbres se
confeccionó la Carta Magna refrendada el 6 de diciembre de 1978. Desde luego,
sin entrar en determinadas matizaciones por imposición del formato limitado de
la presente reflexión, el rigor histórico ya empieza a concluir que la transición
fue poco o nada ejemplar, pues al final concentró y ratificó el poder en los
mismos sectores económicos y sociales que ya lo habían disfrutado durante el
franquismo.
Sin embargo, podríamos apuntar
que en aquel contexto histórico, seguramente se hizo, y con éxito para el país,
lo único que entonces se podía hacer, por lo que podríamos calificarla de
posibilista. Por ello, coincidimos con el abogado Fernando de Silva cuando ha
expresado que “era una Constitución para salir del paso, con fecha de
caducidad, asumible hasta que se produjese una consolidación de la democracia,
que parece no llegar nunca”.
No obstante, el denominado por
algunos “ejemplar y modélico consenso constitucional” dio lugar muy pronto a la
estigmatización y marginación de cualquier forma de crítica o disentimiento con
el nuevo régimen democrático. Esta “represión” al disidente fomentó una cultura
política resignada en una democracia de baja intensidad y con poca participación
ciudadana, ya que los aparatos de los partidos políticos apartaron a los
ciudadanos y se convirtieron muy pronto en los auténticos protagonistas de la
sociedad al servicio del neoliberalismo. Recordemos, si no, aquella
significativa expresión atribuida a Alfonso Guerra: ”El que se mueve no sale en
la foto”.
Todo ello, progresivamente, ha
provocado una alta desafección ciudadana hacia la política y hacia los políticos,
a los que los ciudadanos consideran muy lejos de sus realidades y problemas
cotidianos.
Sin embargo, es un hecho histórico
que, desde la revolución francesa (1789), las constituciones garantizan los
derechos de los ciudadanos y establecen la separación de poderes. Pero, desde
hace algunos años, tanto lo primero como lo segundo no se respeta y ya no
existen “de facto” en la Constitución de 1978.
Los mismos que negociaron la
transición, sacralizaron la Carta Magna y la convirtieron en Biblia inmutable.
Todo ello, a la vez que en su desarrollo la fueron vaciando de contenido.
Finalmente, se ha dado la paradoja de que esta Constitución ha sido mancillada
y gravemente violada por sus más férreos defensores. El bipartidismo,
personalizado por Zapatero y Rajoy, le propinaron un hachazo de muerte al
modificar de espaldas a los ciudadanos el artículo 135 (agosto de 2011) para
eliminar aquello de “Estado social” (artículo 1º) y entregar todo el poder a
los mercados y a los bancos.
Por eso, resulta absurdo y cínico
el inmovilismo permanente de Rajoy y su negativa a reformar la Carta Magna,
cuando él, personalmente, ha sido uno de los protagonistas directos de la
reforma más radical de ese “intocable” texto para facilitar su degradación ante
los ciudadanos, al limitar enormemente todos los principios rectores de la política
social (como la sanidad y educación públicas, la dependencia, el derecho a la
vivienda, al trabajo, etc.).
Pero la cultura política de bajo
perfil desarrollada bajo el paraguas de la vigente “ley de leyes” se interrumpió
con la explosión del movimiento 15-M, cuyos jóvenes protagonistas están
recuperando una politización progresiva de la ciudadanía, justo cuando nos
encontramos en medio de una grave crisis económico-financiera.
En este momento, uno está
convencido de que un nuevo ciclo se ha iniciado, coincidiendo con la constatación
de una corrupción estructural instalada en el sistema y la conversión del sueño
europeo en una pesadilla para una sociedad cada vez más desigual, precarizada y
endeudada. Ante este estado de cosas, es evidente la crisis de legitimidad que
sufre el actual régimen democrático del 78.
A pesar de lo anterior, en el
reciente treinta y seis cumpleaños todavía se ha intentado sin sonrojo “vender”
por algunos que la Constitución se encuentra muy viva, fuerte y sana, sin que
tenga necesidad, siquiera, de ningún tipo de maquillaje. Eso no se lo cree
nadie, pues por su rigidez y negativas constantes a su actualización, la mayoría
de los ciudadanos ya están más por celebrar su entierro que por su rehabilitación.
Ante todo lo expuesto, uno piensa
que si no se actúa ya, rápidamente y en profundidad, pronto será imprescindible
iniciar la apertura de un proceso constituyente que entierre definitivamente el
actual sistema electoral, barra la corrupción; revise la concepción
territorial, la forma de Estado y el Concordato y reivindique la memoria histórica
de los que dieron su vida por la libertad y la democracia. Y, además, hay que
restablecer los derechos ciudadanos eliminados con la reforma del artículo 135
y tenemos que recuperar también una auténtica separación de poderes, no sólo de
derecho sino también de hecho, pues esta Constitución está vigente “de jure”,
pero escasamente “de facto”.
Por tanto, concluimos que, si
nadie lo remedia, tendremos que apostar por una nueva Constitución que, por lo
menos, condicione los dictados de “los mercados”, blinde los derechos de los
ciudadanos y sienta las bases de otra democracia. O dicho de otra manera, otra
forma de democracia es posible.
*Fernando T. Romero es miembro de la Mesa de Roque Aguayro.