Miércoles, 27 de enero.
Victoriano Santana*
Emilio González Déniz conoce el arte de novelar y mucho; tanto, que nos ha regalado a los que gustamos del género un inmejorable tratado sobre el complejo universo de posibilidades expresivas, temáticas y organizativas que giran alrededor de un autor cuando se decide a componer una novela que, además de cumplir con los fines del entretenimiento intelectual, se expande como un producto cultural trascendente y digno de formar parte del patrimonio poético de una lengua.
González Déniz, el veterano, el sabio, el escritor de escritores, acaba de dar un sonoro y grandioso puñetazo en la mesa donde los hispánicos reparten los méritos literarios con su impresionante "El reloj de Clío" (Ediciones La Palma, 2020). Tan impactante ha sido ese "Yo estoy aquí" que, sin duda alguna, lo han sentido, por un lado, los numerosos docentes e investigadores que tienen clara la misión de separar el trigo de la paja para alimentar de manera sana el conocimiento; por el otro, tanto sus colegas como quienes aspiran a tener ese mérito, haya o no de donde sacar para ello; y también, ya puestos, los muchos lectores leales que no le faltan (aquí entro yo) junto con los que podrían llegar a serlo si tuvieran a bien conocerle y no distraerse con juntaletras; y, cómo no, los editores, sean de la calaña que sean, flanqueados como siempre por mecenas y mercenarios; y, por último, para no hacer más prolija esta relación, cuantos tienen curiosidad por saber de qué va eso de las “buenas letras” y si es aplicable el enunciado a la joya que nos convoca, pues se abusa tanto de la expresión que es inevitable pensar que estamos ante un eslogan mercadotécnico. Todos los enumerados, no creo andar errado, son testigos de este fundamental título que afianza a nuestro autor en el lugar donde se ubican los imprescindibles, su habitación desde hace ya muchos años.
La lectura compartida de "El reloj de Clío" que te ofrezco a continuación se estructura tomando como referencia la genial novela: donde en esta se da cuenta de siete búsquedas, yo haré lo propio con otros tantos apuntes que no pasan de ser observaciones muy específicas en torno al considerable valor literario y cultural que, a mi juicio, tiene la obra que González Déniz nos ofrece.
Si cuanto diga contribuye a ponderar la calidad que atesora la pieza, habré cumplido de manera cabal con mi cometido y eso, no lo niego, me alegrará; y si no fuera así, si a pesar de todo lo escrito no consigo que la capten, habré demostrado que no soy capaz de atender como se merece aquello que me he propuesto, lo que no debería entristecerme si tenemos en cuenta que esta incapacidad didáctica contribuye a destacar la que posee el título que nos ocupa cuando se propone mostrarnos qué hay detrás de la composición de una novela.
Apunte 1. Sobre la estructura
La estructura es el cimiento de todo texto y la ensambladura de las partes que componen "El reloj de Clío" es un prodigio que conviene no desatender. La idea del laberinto creativo se ha formalizado en la gestación de una disposición de contenidos compleja que responde a estos principios: siete grandes bloques que llevan en sus enunciados el término “búsqueda” y que están relacionados con un narrador cada uno siguiendo este orden: Corentio, Lionell Halifax, Kress O’Neill, Walter Díaz, Davinia Lovell, Omar Ketala y uno sin nombre propio encargado del último bloque, intitulado “Hasta la destrucción total”. Es significativo el vocablo que comparten, íntimamente ligado con la connotación de laberinto y con el propósito principal de quienes se hallan en su interior: salir. En un laberinto, lo único que cabe hacer es buscar la salida o, ya puestos, intentar la manera de no dar con ella. En cualquier caso, todo lo que se ha de hacer conlleva una suerte de indagación.
En la novela, cada búsqueda lleva asociada una orientación específica que se expone en el título del enunciado: la primera se concreta en la “gloria”; la segunda, en el “nuevo orden”; la tercera, en el “sufrimiento”; la cuarta, en la “libertad”; la quinta, la “verdad”; la sexta, el “placer” y la séptima, la “destrucción”. En siete términos se encierra el camino de un novelista a la hora de plantear su ficción. Cada bloque es un avance dentro del laberinto que el protagonista recorre en su búsqueda de la novela paradigmática que anida en su voluntad de escritor. Teseo Yedra, en su afán de sostener sobre su historia particular el desarrollo del relato que compone, termina asumiendo que, en el fondo, todo lo hecho no deja de ser una autobiografía. Toda búsqueda de respuestas para escribir parte de las preguntas ancladas de un modo u otro a la propia existencia de los creadores: "Me pareció que tu vida, como en el mito, está enmarcada en las siete búsquedas que están reflejadas en tu novela" [299], le dirá Nanda Marrero.
Si miramos con cierta distancia la tabla de contenidos que aparece al final del libro, podemos observar algunos detalles que, ceñidos a la estructura de la obra creativa, ayudan a captar su mecanismo de composición. Veamos: cada búsqueda está compuesta por un enunciado principal y varios secundarios. Entre unos y otros, la novela que nos ocupa distribuye en 71 espacios su materia. Si tenemos en cuenta que empieza en la página 11 y termina en la 305, fácil es concluir que a cada apartado le corresponden unas dos hojas impresas por ambas caras, aproximadamente. Como nos situamos ante un espacio de desarrollo narrativo breve, González Déniz consigue asentar en el lector la idea de que estamos frente a un mosaico de instantes sueltos de la vida del protagonista.
Esta es una decisión que conviene no desatender porque forma parte de sus brillantes instrucciones sobre cómo novelar: frente a la opción de la unicidad (un narrador, una historia, un desenlace) está la convivencia de muchos quiénes y qués, con sus cuándo y sus dónde particulares, en un ámbito presidido por la diversidad de enfoques; frente a la simplista estructura capitular que convierte al novelista en un mero guía de caminos para que fluya el relato, la compleja articulación de niveles y subniveles en un desarrollo que exigen del novelista la asunción de que no puede renunciar a la tarea de gran arquitecto que le corresponde. Nada más racional que la toma en conciencia que dentro de una página escrita, desde lo más minúsculo a lo más extenso, todo existe porque él decide que así sea.
Apunte 2. Sobre metaliteratura e intertextualidad
"El reloj de Clío" es, ante todo, un extenso y admirable ejemplo que nuestro autor ha elaborado para demostrarnos empíricamente las múltiples sensaciones y decisiones que confluyen en un novelista cuando tiene en mente un proyecto editorial. El cimiento de su exposición cabe sintetizarlo en estos términos: el manuscrito de una novela de Teseo Yedra que recibió un premio literario ha aparecido tres décadas después de que el autor se lo enviara a su agente la víspera de su trigésimo tercer cumpleaños. A partir de aquí, González Déniz comenzará a desplegar los mil y un trucos que atesora y que todo buen autor debería poseer si aspira a tener esta condición.
El primero de todos, a mi juicio, tiene que ver con la metaliteratura como recurso de conciencia creativa que no debe desatenderse, aunque su grado de explicitud varíe. Téngase en cuenta que de los muchos temas que se pueden abordar en una creación literaria, hay uno que compete exclusivamente a los verdaderos maestros de la palabra: el de la poética como arte y ciencia de la experiencia. Solo los muy grandes son capaces de situar y mostrar en el singular recorrido de unas páginas los caminos de escrituras que ha transitado para que el producto final de sus inquietudes fuera en cada momento el que debía ser. De todos los gigantes, ¿cuántos, como González Déniz, han conseguido que su ejercicio metaliterario personal cumpla, por un lado, con la diafanidad exigible a toda exposición pedagógica y, por el otro, con las excelencias que se espera de una obra que lleve su firma?
Aunque es una perogrullada afirmar que un autor literario es ante todo lector, lo cierto es que nunca viene mal recordarlo, y más en estos tiempos en los que es sumamente accesible la publicación de libros y fácil caer en la tentación del demonio de "ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama", como apuntaba Cervantes en el prólogo de la segunda parte del Quijote. De ahí que sea inevitable complementar el ejercicio metaliterario con las referencias a otros autores y otros títulos que deben formar parte de la valija cultural de todo escritor: Borges, por ejemplo, que es omnipresente a lo largo de la novela ("Después de Borges, otras cosas. Las hay" [56] afirmará Corentio); García Márquez [101]; Unamuno y Machado [102]; Horacio, Virgilio, Sófocles [134], Nietzsche [165]; Quevedo, Góngora, Gracián, Cervantes [189]; Ana Karenina, Guerra y paz, Doctor Zhivago… [102].
De las lecturas interiorizadas surge el recurso de la intertextualidad, que se convierte en una necesidad técnica, estética e ideológica: la de ir dando forma a la escritura propia tomando como fundamento creativo los textos asimilados. Esta referencia puede ser sumamente explícita, como sucede cuando se hace mención al relato “El jardín de senderos que se bifurcan” de Borges (1941), donde podemos leer lo siguiente:
"Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto […] Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros".
Omar Ketala, uno de los narradores de las siete búsquedas, transmutado en Teseo Yedra, afirmará:
"El laberinto de Borges, aquel en que un glorioso personaje chino abandona su gloria mundana para construir un laberinto y escribir una novela que, eso es lo verdaderamente insólito, resultaban ser una misma cosa, me dio la idea de crear encrucijadas sin fin entre los capítulos de mi obra" [256].
La intertextualidad también puede vertebrarse como una reflexión sobre los estilos literarios. En la página 132, al hilo de la etapa de bolerista de nuestro protagonista, se lanza esta afirmación sobre el género musical: "El bolero es llorar por dentro, una satisfacción masoquista, un regodeo en el propio dolor, vamos, una juerga". Dos páginas después, uno de los narradores expondrá lo siguiente:
"Cuando leyó Teseo una tras otra las tragedias del autor griego [Sófocles], pensó que aquellas también tenían mucho de bolero […] 'Sófocles, verdadero inspirador del bolero; no está mal, y Kafka de los tangos. ¿Qué ritmo inventaría Flaubert? Ah, sí, Flaubert hizo la música de la película Emmanuelle'” [134].
Por último, cabe apuntar a la existencia de una intertextualidad sutil, más imperceptible para los lectores porque se confunde con temáticas y géneros sobre los que puede no tener un conocimiento cabal. En nuestra novela, detecto este tipo en la exposición que realiza Espinoza sobre la idoneidad o no de que te dejen cuando aún amas a la persona que te abandona [187-188], que a mi juicio se enmarca en la más pura tradición renacentista de las églogas y novelas pastoriles del siglo XVI.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.