Lunes, 29 de mayo.
Victoriano Santana*
Inmisericorde surge la sentencia: «¡Ni yo ni mi familia te vamos a votar!». En esta perturbadora afirmación de enfado se contiene la expresión más genuina de lo que puede ser un concepto de todo lo que tiene que ver con las elecciones (partidos políticos, instituciones con representantes, etc.) más sujeto a las cotidianeidades propias de los clanes o, ya puestos, de las pandillas que a lo que debería ser un ejercicio de libertad individual que se manifiesta de un modo racional y acorde al noble espíritu de las leyes.
¿Qué cabe esperar de alguien que asume las voluntades de los suyos de esta manera? Nada bueno, sin duda. Si es capaz de adueñarse de aquello que, simbólicamente, representa la máxima autonomía dentro de una democracia —la voz singular que habla pensando en el bien colectivo—, ¿de qué no será capaz en el ámbito de la privacidad doméstica y consanguínea?
El postulante a una plaza institucional debería huir como de la peste de estos votantes. Y lo mismo ha de hacer, por una parte, con aquellos que le adornan con desmesuradas alabanzas y terminan —después de tanta loa— asemejándole más a una deidad que a un simple mortal con una propuesta para mejorar la vida de sus representados; y, por la otra, con los que le causan un profundo desagrado por su manera de ser y de opinar. El aspirante debe dejar claras sus posiciones y no sucumbir a tramposas ambigüedades: «No quiero que me voten estos, estos y estos otros», tendría que afirmar sin miedos ni zozobras mercantiles. «Si tú, tú y tú piensan esto, esto y esto otro, sepan que no deseo sus votos, que los desprecio», diría aquel que está dispuesto a honrar con sus acciones los frutos que brotan en los árboles de la coherencia y la decencia.
Elegir a los electores debe ser lo más parecido a escoger el tipo de lector al que quieres dirigirte o el público para el que te gustaría actuar. Es un acto de honestidad personal que está lejos de cualquier connotación negativa propia de voces como clasista, elitista, exclusivista… La democracia acoge a todos por igual (y muy bueno es que así sea), pero no obliga a que sean queridos y pretendidos del mismo modo; aunque exija, en el cumplimiento de las leyes, que los poseedores de un asiento institucional ejerzan su función representativa con idéntica diligencia y pulcritud. En esto, es inmejorable la cervantina observación de que tantas letras tiene un “sí” como un “no”. No todos los votos han de ser recibidos con la misma alegría, pues no todos contienen las semillas de la esperanza y las buenas intenciones, que muchos son portadores de venenosas voluntades. Por eso insisto en la idea principal de este humilde escrito: seleccionar a los electores ha de ser tan necesario y obligatorio como el proceso inverso, el que nos llamará a las urnas en unos días para elegir a los que nos han de representar.
Del mismo modo que yo, como votante, opto por afear, no-apreciar y erradicar de mis preferencias a los que, con altanería, se dirigen a las confluencias sosteniendo sin contrastar que «el pueblo no soporta más» (¿por qué me incluyen en su afirmación si no me han preguntado?) y muestro mi consideración hacia los prudentes (los del «creo, intuyo, a mi parecer… que el pueblo no soporta más»), los postulantes también deberían mostrar sus inclinaciones o repugnancias particulares a la hora de pretenderme como elector. Sería algo así como el derecho de admisión que contempla la legislación para los establecimientos o eventos. Quizás yo, con mis imperfecciones a cuestas, con mi conciencia clara acerca de lo falible que soy, con mis dudas y mis exclusivas aspiraciones por vivir y dejar vivir, no atesore el perfil de votante idóneo para no sé cuántos cabezas de lista que no me negarían en plena campaña electoral un cordialísimo afecto ni, acabados los fastos, el más descorazonador ninguneo. Si así fuera, si yo no mereciera formar parte de la caravana de afines, los aspirantes de que me repudien deberían proclamarlo con claridad: «Tú, sí, tú… Tú…, defensor del ecologismo, el socialismo, el feminismo, el pacifismo y el ateísmo, y de todos los servicios públicos, eres sumamente despreciable. No quiero tu voto. No se te ocurra depositar la papeleta de mi candidatura en la urna correspondiente. Si lo haces, que las diez plagas de Egipto caigan sobre ti. Amén».
Al margen de teatralidades en la expresión ejemplificadora, lo que tengo claro es que los aduladores y los facciosos, en tanto que grupos con intereses particulares, no merecen otra cosa que el rechazo más explícito por parte de los que aspiran a una representación institucional. A estos debe unírsele, además, un curioso colectivo que en estas elecciones locales he presentido con más nitidez que nunca: el constituido por los cabezas de lista que, sabedores de que carecen de posibilidades para estar al frente de un ayuntamiento, buscan con ahínco que su candidatura consiga al menos un asiento (el de ellos, claro está) con el único propósito de arrimarse a una coalición, sea de la naturaleza que sea. Estos caballos de Troya (portadores en el vientre de sus maquinaciones a los griegos que han de asalariar) también deben ser objeto de especial cuidado por parte de los que tengan alguna posibilidad de conformar un gobierno municipal, pues llevan en su interior ese convencimiento tan propio de los que no dudan en sentenciar de un modo inmisericorde: «¡Ni yo ni toda mi familia te vamos a votar!».
Coda: que la teoría no empañe la realidad; que la simulación dance, si quiere, con la ficción. Tras rememorar el cidiano «qué buen vasallo si tuviera buen señor», no he podido evitar que las palabras se desbocaran.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española. profesor de Secundaria, escritor y editor.