Jueves, 20 de junio.
Victoriano Santana*
El gran tema de la novela es la supervivencia. En esto será reiterativo Adán Khoury: «Lo más importante es aprender a ser un superviviente. Eso es lo que me digo a mí mismo desde hace tiempo. Hay que saber alejar las acechanzas, y pensar que el día que acaba de nacer es un regalo. La vida es un riesgo maravilloso y por eso hemos de capturar todos los momentos. Hay que saber mantenerse con dignidad».
Todo gira, pues, en torno al valor de la existencia, de ahí que los cumpleaños deban celebrarse como una muestra de enardecimiento de la vida; un valor que, por otro lado, no demanda ningún tipo de explicación trascendental, por eso me siento identificado con una afirmación como esta: «la vida no tiene sentido, pero no tenemos otro remedio que vivirla a fondo. Dado que somos un producto del azar, como la creación es el fruto de procesos de la Física, somos tan perfectamente prescindibles como los dinosaurios».
En torno a esta inmensa estrella que constituye la voz “supervivencia”, orbitan tres grandes planetas, tres subtemas en los que entrarían la ingente cantidad de asuntos que la voz narrativa comparte con nosotros. A saber: las relaciones y condiciones humanas, los residuos emocionales que dejó, por un lado, la pandemia y, por el otro, el volcán de La Palma. En todos, los contenidos que se abordan son universales y extrapolables a cualquier semejante nuestro que habite en cualquier rincón del mundo. Esto es así, aunque sea inevitable el empuje del ánimo hacia una visión canaria de las percepciones, quizás porque hay cabida para hablar de la inmigración americana desde lo que representa una oportunidad para una vida mejor y de las consecuencias de la conquista de las islas en el siglo XV desde la óptica de la destrucción irreversible; lo que, por otro lado, depuradas las cuestiones hasta su esencia última, no hace más que reforzar la idea de que por encima de las singularidades que nos identifican como territorio y sociedad está nuestra condición humana y todas las circunstancias que, de un modo u otro, le afectan.
¿Qué es aquello que, como humanos, a todos nos atañe por igual y que es objeto de atención por parte del diarista hasta el punto de señalarlo en la obra como pautas para una discusión compartida? Los hijos, por ejemplo: ¿conviene traerlos a este mundo? ¿Qué cabe pensar de una sociedad que parece estar más predispuesta a tener mascotas que descendientes? Si carecemos aquí de niños, ¿somos conscientes de que necesitaremos que vengan de fuera? Al hilo de su formación, ¿puede el sistema educativo, envuelto en conflictos y batallas diversas (tecnología del ocio por encima de la instructiva, bagaje escaso de valores del alumnado, etc.), cumplir con su cometido si abundan los discentes que «tienen un pobre vocabulario, destrozan la sintaxis, detestan leer, su lenguaje es brusco y simple. Se impacientan si no les dejan entrar en sus pasatiempos, y siempre contestan rápido a los mensajes de los amigos, da igual que estén cenando o que sean los momentos para estudiar»? ¿Puede la sociedad atajar el derrame de adolescentes que optan por la vía del suicidio (segunda causa de muerte)? ¿Qué está fallando? ¿Las amistades artificiales de las redes sociales demuestran su invalidez? ¿Cuándo dejamos de aceptarnos cómo somos? ¿Estamos al albur de esos algoritmos que nos vigilan y que configuran una realidad que empuja o a salir de ella o a tentar a la suerte, como la del joven arquitecto, con un proyecto de vida espléndido, que se mata en un deportivo alquilado durante un fin de semana? ¿Qué hacemos con la autoayuda («este negocio lo pone en marcha una legión de charlatanes que te obliga a creer que el dinero es un río que pasa a tu lado, y solo tienes que poner la mano»)? ¿Qué posición adoptar ante la violencia de género («creo que tenemos que pedir disculpas a las mujeres por nuestra forma de ser», dirá el narrador)? ¿Cómo situarnos ante temas como la prostitución y la pornografía? ¿Cómo asimilar cuanto tiene que ver con el envejecimiento del cuerpo (menopausia, declive del deseo sexual, pérdida de fuerzas…) para no ver en ello ningún impedimento y sí una oportunidad para abrir una nueva fase vital?
De política y religión no se debe hablar, se deja caer en uno de los encuentros entre amigos sobre los que el narrador informa; pero esta recomendación se incumple: se habla de la debilidad de la democracia, de la importancia de las clases medias y de lo que es la corrupción («hija de la prisa por triunfar») y de cómo está implantada y normalizada; de los falsos protectores de la patria, de la desinformación y la manipulación; de la pérdida de la privacidad (drones, móviles, cámaras…), la autodeterminación de Cataluña y el modelo turístico; de la importancia de la Unión Europea; y de la condena de Canarias a ser lo que es por no ser autosuficiente ni asumir que es un espacio limitado y que no puede haber vía libre sin más para que compren el territorio en forma de viviendas; de cómo «los profesionales de la política obedecen el dictado de las grandes entidades financieras, grupos mucho más poderosos que los gobiernos de cada país»; y de la guerra (Ucrania, por ejemplo), entre otros muchos asuntos que se vuelven inevitables, por más que se tenga conciencia de lo conflictivos que pueden llegar a ser.
Uno de los pilares temáticos de la novela, o sea, de base para fundamentar juicios variados por parte del narrador en torno a la idea de la supervivencia es el COVID. Destaco el apunte que hace sobre la desesperanza y el pesimismo reinantes, y cómo la negatividad que arrastran consigo puede servir de acicate para todo lo contrario, para que emerja un amor más intenso por la vida. El personaje de Silvana sirve de ejemplo para plantear los límites de la esperanza. Podía haber sucumbido a esa vida doméstica que no le aportaba nada, pero la pandemia y su ocupación como médica le hizo plantearse una alternativa, una segunda oportunidad. La mujer dubitativa al final asume las riendas de su vida. De ahí su desaparición y consecuente distancia del grupo de amigos que configura el entorno del narrador.
De la enfermedad global se derivan, además, otras reflexiones igual de interesantes. Me ceñiré a dos: por un lado, las consecuencias que puede traer consigo el uso de estupefacientes como minimizadores del dolor (tanto físico como psicológico): «Las urgencias psiquiátricas se han disparado, igual que los trastornos alimentarios. Quizá cuando esto acabe, habrá un repunte en el consumo de las drogas y el alcohol». El dolor no es una opción y los narcóticos lo alejan, ¿la conclusión del silogismo es la conveniencia de las sustancias aplacadoras? Por el otro, la constatación de que hay males crónicos en el corazón de nuestra especie que, hagamos lo que hagamos o suceda lo que suceda, jamás podrán ser eliminados: «Hemos superado epidemias exterminadoras, pero no conseguimos erradicar el hambre ni la guerra».
Otro pilar temático de Reguetón es el volcán de Tajogaite. La apelación constante a la montaña palmera se proyecta sobre dos líneas de pensamiento: la que implica verla como una entidad dañadora (lo arrasa todo); la que permite que se visualice como entidad dañada (el mar, un entorno más fuerte, aplacará su voracidad). He aquí la relatividad del poder. Siempre habrá algo que esté por encima; y ese algo, de un modo u otro, se llama la vida, la naturaleza, cuanto nos rodea, que siempre pujará por renacer y que siempre lo hará de un modo bello y hermosamente perturbador a pesar de la violencia, la destrucción y la muerte que siembra.
En la fortaleza lírica que en ocasiones atesoran las metáforas, la existencia adquiere las formas de un malpaís, un terreno en el que «hay que moverse con cuidado para vencer ese mar encrespado e infecundo de basaltos; hay que ganarle la batalla, aunque sea a pico y pala; hay que roturarlo; hay que traer tierra vegetal de la cumbre para así poder plantar sobre el volcán. De este modo, la vida triunfa una vez más sobre la aniquilación, sobre las babas del diablo, que son las lavas».
La imagen del volcán también se convierte en la de una elección. Hay que establecer prioridades, como en la vida misma. No se puede tener todo, no se puede llevar consigo todo. ¿Qué cargar antes de que la lava arrase con aquello que, contra nuestra voluntad, dejará en breve de pertenecernos y, al mismo tiempo, de existir? ¿Qué merece ser abandonado para siempre? Considero estremecedora por su intensidad la analogía que establece la voz narrativa con el Vesubio:
«Y cuando dentro de doscientos años los arqueólogos encuentren los restos de las casas, los caminos de acceso, las tuberías que distribuían el agua y los estanques redondos, las huertas de frutales y las mejores plataneras del territorio, las fincas que pudieron sorribar sobre las lavas, descubrirán los televisores de plasma, los cargadores de los móviles, las fotos chamuscadas de la primera comunión, los robots de limpieza y los de cocina, los ventiladores y las neveras, tantas cosas que se convirtieron en fósiles».
El amor a la vida que se promueve en las páginas de Reguetón se configura sobre la asunción de la efimeridad del placer. Acabado el estímulo del disfrute, todo vuelve a la rutina, a ese andar parsimonioso de los días que se busca alterar como sea con el siguiente subidón de goce, y así sucesivamente. Nos acostumbramos a los deleites conscientes de que solo serán instantes y que, tras el puntual gusto, volveremos a sumergirnos en la insatisfacción y en la necesidad de hallar nuevos estímulos: «Esto hace que la gratificación de nuestros impulsos se asemeje a la imagen de una rata que corre en una rueda sin que pueda parar», nos dirá el narrador, quien trata de convencerse y convencernos de la importancia de disfrutar de lo que ya se tiene cuando afirma que «es mejor olvidar la posibilidad de que el próximo producto nos haga más felices, pues la respuesta no se encuentra ahí», en esa suerte de bipolaridad compuesta en sus extremos por los estados eufóricos y depresivos.
No les miento porque no tengo motivos para hacerlo: Reguetón no es un libro cómodo, quizás porque no se sujeta a patrón alguno de desarrollo más allá del contemplativo. En todo caso, es un libro que se acomoda, que se adhiere a nosotros si dejamos que fluya y nos liberamos de los prejuicios. Si buscamos una historia en sentido estricto, no la hallaremos; si dejamos que las palabras de la voz narrativa nos busquen, entonces la experiencia lectora será alucinante porque Reguetón se nos mostrará como una extensa sinfonía compuesta por trece movimientos —tantos como capítulos— que, a su vez, son en sí mismo otras tantas sinfonías integradas por escenas y secuencias repletas de axiomas, sentencias, observaciones e impresiones que remueven el ánimo, agitan el intelecto y producen una sensación deliciosa que solo puedo identificar de una manera: embobamiento.
En este vademécum liberador y hedonista, la voz de Adán Khoury sirve para testamentar en su dietario su inmenso amor a la vida, a pesar de todas sus contrariedades; y su deseo de seguir reunido, como sea, donde sea, con el pequeño y variopinto círculo con el que se ha conjurado para dejar a un lado, hasta donde sea posible, la lúgubre e irremediable verdad de la muerte:
«Lo siento, Cicerón: esta gente no quiere pensar todavía en la vejez, sino que pretenden alejar la pesadilla de la partida, apurar cada gota del licor. Quieren vivir a fondo, conocer a fondo, para que cuando llegue la guadaña nos encuentre vacíos. Y la Parca es esa dama que a todos iguala, nos corta la respiración en el último minuto y nos hace partir desnudos sin que te acompañen los títulos universitarios, ni los depósitos bancarios, ni las mejores fotos del álbum de los recuerdos».