Miércoles, 3 de julio.
Victoriano Santana*
Con qué perturbadora frecuencia, por vagancia o abulia, o por la combinación de ambas, el dulce velo de la cortesía se rasga y se renuncia —con o sin conciencia clara de ello— al ingrediente esencial para enriquecer las relaciones y consolidar las experiencias compartidas: la afabilidad.
Con qué lamentable constancia se omite lo que siempre ha de reconocerse como un testimonio espontáneo de felicidad, de alegría, de satisfacción, aunque sea puntual, efímero, instantáneo; y cómo esta preocupante ignorancia impide percibir las consecuencias de esta desatención: el que se geste en el ánimo de los afectados una suerte de decepción tan incomprensible como lacerante.
Con qué triste reiteración se olvidan los que llegan al puerto de sus intenciones o pretensiones del desvalimiento con el que se disponían a comenzar la travesía y de cómo fueron socorridos sus deseos por quienes estuvieron a su lado en todo momento para afrontar juntos las coyunturas del periplo.
Con qué penosa redundancia se detecta cómo al primaveral reconocimiento y estival agradecimiento —efusivos y singulares, henchidos de gozo por el encuentro y dicha por la comunión— le siguen, de un modo extraño y desconcertante, sobre todo cuando no ha habido roces ni fisuras, la otoñal tibieza y la invernal desafección.
¿Por qué estos «con qué» si, acabado el servicio, el que sea y como sea, es natural el impulso de un «gracias» que, por su franqueza, resulta imposible de sujetar en el ánimo? Pensemos en lo siguiente: se ha abonado un trabajo realizado (sea del tipo que sea) y se tiene presente, no se cuestiona, que no se hubiera hecho sin el correspondiente pago, por muy agradables que seamos, por muy atractivos que resultemos al cobrador. Aun así, a pesar del «haces, te pago», flota al terminar un no sé qué dichoso que se adhiere a la liquidación. Fin del cometido, retribución, factura y un soplo de gratitud lo llena todo, lubricando así el atisbo de frialdad mutua que pudiera haberse dado.
Es como si quisiéramos dejar claro —por supuesto que de manera involuntaria— algo que va más allá de la relación mercantil en la que se nos ha obligado a desembolsar monedas: que somos conscientes de que nos hemos cruzado en este inmenso planeta en un instante de nuestra existencia y, quizás, no volvamos a confluir más. Cada «gracias» adquiere así las formas de un «hasta siempre», una suerte de «celebro haberte encontrado en mi camino».
Comprensibles son las gratitudes del que recibe, pues significan: «qué bueno que haya pensado en mí para esto»; hermosas, las del que da, pues conllevan un matiz de dicha: no solo se cumple con el deber de satisfacer la cantidad pecuniaria que se le demanda en este intercambio de intereses (dinero por actuaciones), sino que acompaña su obligación con un gesto de cortesía, tan innecesario para los fines mercantiles como necesario para los sociales.
Y lo mismo ocurre, aunque sin moneda ni transacción comercial por delante, con los que nos conceden la condición de usuarios: cumplen con su deber y el «gracias» sale con rapidez, como la boya que estaba en el fondo del mar y a la que hemos cortado la sujeción que le impide flotar.
Pienso en quienes vienen a casa a reparar cualquier cosa que no esté como debería o a traer cualquier producto solicitado; y en los que nos atienden en cualquier establecimiento, espacio de tránsito o en cualquier ventanilla de cualquier oficina, pública o privada, a los que, de un modo u otro, pagamos, ya sea in situ, ya por medios administrativos. En todos pienso y, sobre todo, en el tiempo que nos han dedicado —lo más valioso que atesoran—, al margen de que esté tasado y eso parezca restarle importancia a la hora de admitir expresiones sujetas a nociones como el altruismo, la generosidad, el desprendimiento, la liberalidad, etc.
Estos conceptos, así las cosas, tal y como yo lo veo, si no se desea que estén anclados a los vínculos profesionales, deberían aplicarse a las actuaciones que se sustentan sobre una dedicación desinteresada. ¿Cómo no agradecer lo que otros hacen por ti sin pedirte nada a cambio —atendiéndote siempre, preocupándose por tus intereses, contribuyendo a que mejore de un modo mancomunado aquello que no has dudado en compartir y sobre lo que has depositado grandes esperanzas—, aunque se introduzca en tu conciencia el convencimiento de que algún beneficio obtienen a tu costa? ¿Y qué si así fuera? Si de su mano obtienes lo que deseas, ¿por qué no dar lo que, en otra situación, no dudarías en entregar? ¿Por qué rasgar el velo de la cortesía y la afabilidad? ¿Por qué permitir el invierno mientras feliz contemplas lo que te han ayudado a lograr? ¿Tanto cuesta ser amable?
CODA 1. El título de este enunciado se ha inspirado en la canción “Agradecido”, de Rosendo (1985). Escuché el tema envuelto en la imagen de un no sé quién que, con humildad, halagando y reiterando sempiternas gratitudes, entrega un no sé qué a un receptor —en ese momento, importante para él porque espera que le conceda algo especial—; y observando cómo, a medida que avanzaba la pieza musical, adquirían cada vez más nitidez las palabras, que emergían del invisible fondo oceánico del folio en blanco para conformar este texto, del que espero toda clase de calificativos menos el de irónico.
CODA 2. Por fortuna, en el mundo editorial no sucede esto: autores y editores confluyen en una armonía absoluta, y el trabajo creativo de los segundos es siempre reconocido por los primeros sea donde sea y como sea: no faltan presentaciones ni huecos pertinentes en las publicaciones donde no quede testimoniada la reconfortante gratitud. Lo he constatado en los últimos seis meses, y en los últimos seis años…