Martes, 24 de diciembre.
Victoriano Santana*
Buenas noches.
Como cada Nochebuena, tengo la oportunidad de felicitaros la Navidad y de transmitiros, junto a mi familia, nuestros mejores deseos. Es una tradición que me agrada mantener y que también me permite hacer llegar a vuestros hogares algunas reflexiones sobre nuestro presente y sobre los retos que se nos plantean como país.
Seré breve en esta ocasión. Muy breve. No me cabe otra. No me complace la decisión, lo confieso, porque carezco de momentos como este para dirigirme a vosotros. Ser jefe de Estado en una monarquía parlamentaria es lo que tiene, que están limitadas las concesiones de instantes para ofreceros mi visión de la España que contemplo y la que me gustaría que hubiera. Aunque la agenda de la Casa Real dé cuenta de una abundante cantidad de actos, intervenciones, audiencias y viajes oficiales realizados a lo largo de este 2024 que presto finalizará, sobre los que tanto podría comentaros, pues de cada uno son muchos los aprendizajes que he obtenido, considero conveniente ceñirme ahora a unos pocos asuntos, muy puntuales todos —de ahí la concisión de mi discurso—, los cuales, por su naturaleza tan personal, quizás os ayude a entender mi actual sensación de zozobra.
Porque es así como me sitúo en esta hora de confesiones delante de vosotros, queridos compatriotas, centro de mis atenciones, razón de mis desvelos. Así, inquieto, afligido, con el ánimo acongojado, me presento en este para mí siempre dichoso soplo en el que me hallo frente al pueblo con el que camino. No es la imagen que se espera de un rey, lo sé. No es la actitud ni el temple admisibles de alguien que, aunque sea de un modo simbólico, porta sobre sus espaldas la representación de una nación con muchos siglos de historia. Lo sé, repito; pero no quiero engañaros. Sé que puedo mentiros y que, según mis consejeros, en situaciones como esta en la que me encuentro, lo más aconsejable es que os mienta; pero no quiero, no, eso no, por el respeto que os debo y porque sé que, más pronto que tarde, lo falso, acompañado de lo irresponsable y lo mezquino, terminarán por manchar una trayectoria que, hasta donde puedo y me dejan mis más cercanos, o al menos los que así se consideran, procuro que sea limpia y provechosa.
No soy perfecto. Posiblemente, he cometido más fallos de los que soy capaz de imaginar, lo que reafirma mi interés por esforzarme en lograr que, hacia el final de mi recorrido como rey, gracias a mi labor, no sea el embuste en todas sus manifestaciones lo que emponzoñe mi hoja de servicios. No tengo intención alguna de situarme en la Historia, en esa que se escribe con mayúsculas y se acoge como patrimonio colectivo, compartiendo espacio junto a los cientos o miles de nombres propios de representantes públicos que han dañado el noble oficio de la política y del funcionariado. Cuánto me gustaría, si pudiera, eliminar del paisaje cotidiano a estos infames que se aprovechan de las fisuras de la administración del Estado (que las hay porque su enormidad dificulta un control exhaustivo del conjunto) para su beneficio particular; sobre todo, cuando materializan sus atentados (porque no cabe otra denominación para identificar lo que hacen) apelando a una patria que no los reconoce, por muchas pulseritas con la bandera nacional que se pongan. Digámoslo ya: ellos no son España. Han renegado de su país, aunque porten deneís y declaren que su raigambre es la misma que la de los españoles de bien. Por su peligrosidad, pues con ellos la paz (emocional, sicológica e incluso física) está siempre en riesgo, son nuestros peores enemigos y merecen ser tratados como tales.
Me hiere el daño grave y constante que están ocasionando a nuestra bandera (¡cuántas veces no lo he repetido en los últimos cinco años!), que se ha convertido en un elemento polarizador y no en lo que debería ser: el más ecuánime de cuantos simbolizan a la nación que nos abraza con su centenario arrullo. Por eso (me viene ahora a la memoria), he sentido vergüenza e impotencia al ver la manera con la que la selección masculina de fútbol festejó su triunfo en la Eurocopa celebrada entre los meses de junio y julio en Alemania. El éxito deportivo no puede empañarse con el modo de llevar a cabo los homenajes de reconocimiento popular y mucho menos cuando por medio está la insignia nacional. Qué gran ocasión perdida para, desde el debido respeto a lo que significa, demostrar la grandeza española, pues bajo su sombra se acogen los miles de científicos de aquí que causan admiración, los miles de literatos y artistas de aquí que a todos nos reconfortan, los millones de mujeres y hombres de aquí que honran a nuestro país. No es esa la bandera de los que han asumido que Madrid es el centro de lo que somos y aspiramos a ser. No. La España que me toca reinar es la plural, la que se siente muy feliz también por los Nico o los Yamal, y que se enorgullece de ver cómo ondea la bandera en la punta de Orchilla y en la de Finisterre, en el cabo de Creus y en el de Tres Forcas.
Lo expuesto hasta ahora, de un modo u otro, para desgracia de cuantos amamos este hogar que nos susurra su afecto día tras día, este año lo hemos podido ver en la dolorosísima tragedia ocurrida en Valencia, una muestra más, por un lado, de que el cambio climático o, si lo prefieren los negacionistas, las singularidades meteorológicas que se están padeciendo en el Mundo merecen una mayor concienciación colectiva, una particular atención y no ese hiriente desdén acompañado de chascarrillos e impertinencias como respuesta a lo que tanto consenso científico acumula como verdad demostrable; y, por el otro, de que la democracia, entendida como ese cuerpo social que nos cohesiona alrededor de voces tan potentes como libertad, igualdad y mérito, no puede, en aras de un equilibrio práctico y ecuménico, permitir que individuos sin la debida preparación, sin un mínimo de sentido común ni un ápice de bagaje moral alcancen puestos de responsabilidad al frente de las instituciones. No es admisible. Tiene que haber filtros, se ha de buscar la manera de que no valga cualquiera con el fin de preservar el espíritu de homogeneidad en los derechos que demanda un Estado que se precia de democrático.
Una negligencia por acción u omisión, venga de donde venga, cuando cuesta una sola vida —no digamos cuando estas son más, muchas más— ha de obligar al sistema en el que se fundamenta nuestro bienestar a que asuma medidas significativas para que el percance no se vuelva a dar. En esto, ha de ser férrea la unidad a la hora de actuar de todos los agentes implicados en estas decisiones (representantes de los tres poderes del Estado y actores políticos), que no pueden ni deben permanecer ajenos a la función que les compete. El fin inesperado de una vida —insisto: no digamos cuando estas son más, muchas más— nunca ha de quedar impune, tapado con los vergonzosos e indignos mantos de un compañerismo y una lealtad desnortados. Lo diré 222 veces. Y si hay que hacerlo 7 291 veces, también lo haré. No es admisible que la justicia, para que aspire a ser reconocida como tal, se mantenga no ya al margen, aunque en paralelo, como algunos pretenden que esté, sino completamente ausente de esto que señalo, como da la impresión que está.
No quiero que el lugar que me corresponda en la Historia por mi condición actual se vincule a desaciertos que trasladen una imagen de insolidaridad, insensibilidad, imperturbabilidad, por mi parte, porque yo no soy así. Carezco de la campechanía tan alabada de mi progenitor, de quien tampoco he heredado el don de gentes. Es cierto. Para qué voy a negarlo. Pero ello no tiene que conduciros a pensar que no me duelo de los males que padecen otros ni que soy indiferente a los errores que cometo y que tanto os ha podido y puede disgustar. Por eso, no ha de resultaros difícil entender la zozobra que me aqueja, asociada a fallos en determinadas decisiones y procederes que, sin duda (ahora lo veo con claridad), han afeado la opinión acerca de la monarquía que tenéis cuantos os declaráis partidarios de ella.
Empiezo por el final o por lo penúltimo, no sé: siento muchísimo el paso dado con los retratos fotográficos realizados por la reconocida artista Annie Leibovitz en el deslumbrante, por su opulencia decorativa, Salón de Gasparini del Palacio Real de Madrid. No cuestiono la calidad del trabajo. No soy un experto en arte y lo que puedo decir de lo creado es que me gusta, así, en líneas generales, sin particularizar en más detalles. Insisto en que no niego el valor de lo desarrollado por la retratista norteamericana, pero sí debo admitir el desconcierto, rozando posiblemente el enfado, que ha producido en buena parte de la ciudadanía la inversión económica de una institución pública como es el Banco de España en unos cuadros que, en el fondo, tal y como muchas fuentes me lo han hecho saber, es posible que trasladen una representación del trono inadecuada, frívola incluso según sea el enfoque. El arte permanece. Las imágenes se quedarán donde se hallan el tiempo que se considere oportuno. Lo que me preocupa es que, en el ánimo de calificar lo que se exhiba, se aparten el arte y el espacio que lo contiene, y se consolide en los contempladores la convicción de que tienen enfrente un ejemplo de derroche, de desatención a las necesidades básicas del pueblo, de impasibilidad de las figuras que se muestran ante la realidad que ofrece la España de este primer cuarto de siglo XXI, que se manifiesta muy crítica con los fastos palaciegos y las ostentaciones de poder. Por eso, en línea con lo expuesto, y tras expresarlo en mis círculos privados, debo disculparme por las celebraciones del décimo aniversario de mi entronización, que no debieron ser como se mostraron, dando una imagen de pomposidad, cutrez y banalidad impropias de una monarquía que pretende asentar en la conciencia de sus súbditos su voluntad y esfuerzo (nada fáciles) por pacificar un ambiente en el que sus actuantes más destacados se han ido volviendo cada vez más beligerantes.
Pido perdón, pues, por esa probabilidad de rechazo fundada en un enojo eludible si me hubiese percatado del componente vanidoso que la actividad artística podía connotar. Lo siento. Como siento también el error de la visita a Paiporta el tres de noviembre. La situación en ese momento no era favorable para un acercamiento a las zonas afectadas por la DANA. El doloroso y terrible paisaje geográfico, humano y emocional que dejó el fenómeno meteorológico aconsejaba evitar toda clase de parafernalias de naturaleza protocolaria, aunque la intención fuera cordial y solidaria. No supe ver el malestar que ocasionaba esta cita ni el grado de desesperación y rabia de los ciudadanos del municipio valenciano, como tampoco logré intuir que muchos carroñeros y buleros aprovecharían la circunstancia para seguir deteriorando la convivencia con actos y mensajes violentos, desvirtuados, impropios de una sociedad que se declara afín a cuanto tenga que ver con la paz y la concordia.
Desatendí, lo reconozco, el consejo del Gobierno porque pensé que me amparaba la razón, y me equivoqué. No tuve que haberme impuesto. Los horrorosos días posteriores a la catástrofe solo deben tener dos protagonistas: el pueblo que la ha padecido y quienes, desde los servicios públicos, hacen lo posible y mucho más por restablecer la normalidad. Sí, insisto, los servicios públicos; los benditos, necesarios y, por culpa de los antipatriotas antes mencionados, precarizados servicios públicos que, en situaciones como esta, tan indispensables son. Los que con sus decisiones los menoscaban, los asfixian, los suprimen, también son merecedores de nuestro rechazo, nuestra inculpación y nuestra reclamación para que asuman las responsabilidades que su desidia ha ocasionado. Esos, repito, son los dos grandes protagonistas. La reina y yo sobrábamos ahí, como sobraba el presidente del Gobierno y, por supuesto, el de la autonomía, que tenía que haber estado desde el principio mismo del problema (o sea, durante los días previos al fatídico 29 de octubre) al frente del operativo que debía sospechar las desgracias que se podían producir y que después, por negligencias, fueron inevitables.
Estos dos hechos tan recientes, el de las fotos y el de la visita a Paiporta, han terminado por afectarme porque me hacen titubear acerca de la fortaleza que tiene la institución que encabezo desde el instante en el que alineo su pervivencia con mi situación anímica. Siempre he tenido claro que la jefatura de un Estado que no ha sido sometida al veredicto popular, o sea, no condicionada para su continuidad por nada salvo la muerte o la abdicación de su titular, corre el peligro de sumergirse en una suerte de autocomplacencia que, de un modo u otro, la alejaría del lugar que le corresponde en tanto que ámbito de representación. Cuanta más distancia con los súbditos, más riesgo de que se quiebre el vínculo; y es esa sensación de fragmentación, de atisbo de ruptura, la que me ha conducido a esta particular pesadumbre con la que me hallo al final de este año.
Un incordiante interrogante inclemente está presente: ¿Hay algo que no va bien en mi casa o, ya puestos, en mí cuando doy validez a sugerencias que luego se plasman en la agenda oficial y, realizadas, acaban siendo perniciosas para la imagen del trono? Otro ejemplo reciente: lo de Notre Dame. Lo pienso en frío y no puedo dejar de cuestionarme por el momento en que se decidió esta inconexión comunicativa entre la Zarzuela y la Moncloa. ¿Cómo es posible que no se informara al Gobierno de la decisión de no asistir a la reinauguración del emblemático templo francés? Se está afirmando, defendiendo y proclamando entre los carroñeros una voluntad explícita de la Casa Real por boicotear al poder ejecutivo y debo impedir como sea su mera enunciación, pues nada perjudicaría más a una monarquía no elegida por el pueblo que enfrentarse a órganos compuestos por individuos que sí obedecen al mandato popular. Más pronto que tarde, la corona sucumbiría. La historia de Europa de los últimos siglos está llena de situaciones así.
Ante los desacuerdos y las apuntadas desconexiones, pregunto: ¿No convendría replantear la función de la institución que dirijo para que de su blindaje no se alcance la inoperatividad a la hora de contribuir de un modo más directo y productivo en el día a día de nuestra nación? El carácter representativo que encierra su razón de ser aísla cualquier tentativa de romper la unidad del país apelando a una misión arbitral que se sustenta en la Carta Magna que nos acoge, pero este apartamiento alimenta, se quiera o no, una imagen de insustancialidad de la monarquía que a medio plazo, cuando a la Princesa Leonor le toque sucederme, traerá consigo su fin y, con ello, la implantación de la Tercera República, de la que tengo claro que no durará ocho años, como la precedente, sino muchos, muchísimos más.
Un rey cuya firma solo vale si lleva el respaldo correspondiente del Gobierno, porque así lo ha determinado la vigente constitución, no puede erigirse en una figura indispensable para el establecimiento de consensos sobre temas que a todos nos preocupan, nos inquietan, nos desazonan. Pienso en la fortaleza que hemos de tener ante la extrema derecha, principalmente cuando criminaliza a los inmigrantes y (en su clasismo, más que racismo) atenta contra los principios de solidaridad que promueven los siempre necesarios Derechos Humanos. Y pienso del mismo modo en el genocidio que está provocando Israel en Gaza y en ese deleznable manto impune de destrucción, odio y desestabilización política y económica que esparce por la zona de Oriente Medio gracias a la complicidad de mandatarios (militares, empresariales…) estadounidenses y de la Unión Europea. ¿Acaso no necesita el Gobierno de España de un jefe de Estado que se sitúe a su lado y le diga: «Adelante, estoy contigo: no al apoyo armamentístico a los sionistas ni a la aquiescencia diplomática con ellos»? Y pienso sin duda alguna en los casos de lawfare de los que somos testigos día sí y día también, y que han de señalarse con insistencia y entereza porque afectan a uno de los pilares esenciales de la democracia que nos ha de proteger: la ecuanimidad de la justicia. Sin ella, el Estado falla y termina por convertirse en uno de esos lugares caóticos que hay por el mundo donde la seguridad jurídica brilla por su ausencia y sus habitantes son víctimas de toda clase de abusos. Yo no quiero que mi país, nuestro país, padezca esta lacra; por eso, debe haber algún mecanismo donde sea posible decirle al Gobierno y, con él, a los representantes públicos serios, honrados, virtuosos, tengan la ideología que tengan: «Tranquilos, estoy con vosotros. Vamos a expresar nuestro rechazo más enérgico a los que promueven y favorecen la judicialización de la política, incluidos los que nutren ese periodismo nauseabundo que ha renunciado a defender ideas nobles (ya sean neoliberales, ya comunistas, ya…) para ocuparse de especular a diestro y siniestro».
Todos tenemos que frenar como sea el afán mercantil, empresarial, financiero (da igual su denominación), que es, en última instancia, el que moviliza con sus manipulaciones a tipos sin principios o con visiones de la realidad reduccionistas y fanáticas. Es imposible componer un país decente desde la arbitrariedad de unos poderes fácticos que carecen de escrúpulos. Desde que me dirijo a vosotros de esta manera tan humanizada, observo cada año el incremento de antipatriotas, de individuos para los que el único interés se encuentra lejos de la nación que sentimos, queremos y amparamos. Son fáciles de identificar gracias a cómo se muestran en público y a sus discursos, poco sólidos y peor articulados, con esa suerte de obsesión en sus ataques que los incapacita para ajustar dos simples pensamientos que puedan ser provechosas. Entre mercaderes y clientes sin criterios se está moldeando la España ruidosa y desproporcionada de nuestros días.
Reconozcámoslo ya, una vez más y no dejemos de hacerlo: la extrema derecha ha dejado de ser un problema para convertirse en un muy grave problema. Si bien es cierto que Franco garantizó la continuidad de la monarquía proponiendo a mi padre, no olvidemos que mi bisabuelo no pudo recuperar el trono perdido con la proclamación de la Segunda República, acabada la Guerra Civil, porque el sanguinario dictador no quiso bajo mil escusas. Tampoco omitamos que mi abuelo fue humillado al obligársele a renunciar a la corona. Estamos al corriente de estos acontecimientos y también, a pesar del beneficio que ha podido suponer para la familia real, de que Franco y su régimen no es ni será nunca un espejo donde mirarse. Mi padre debió saberlo nada más recoger el poder absoluto que le dio su predecesor en la jefatura y entregarlo a quienes debía para que fuera posible la democracia; aunque luego atara y bien atara las cosas como ahora intuyo que no tenía que haberlo hecho. Tanto amarró que el resultado es un nudo gordiano que, por culpa del escaso interés hacia los consensos, solo podrá deshacerse con un tajo. La metáfora escalofría. Una carta magna falla desde el momento en que en el articulado aparece un nombre propio. Es una excepción intolerable. Lo sé y me gustaría que no se diera el caso, por lo que estaría dispuesto a estimular una reforma profunda de la constitución con el fin de robustecer ante la conciencia colectiva del pueblo y de su historia la institución de la monarquía. Si mi palabra vale de algo, ahí la dejo, por escrito, en este medio, como testimonio de mi voluntad por una España que sea mejor de la recibida por nuestros padres y abuelos, y mejor de la que dejaremos a nuestros descendientes.
Quiero una España que liquide para siempre la figura del dictador y su larga estela, que aún puede vislumbrarse, aunque nos situemos a las puertas del cincuentenario de su marcha. Su lugar ha de estar en los libros de Historia, en las mismas páginas donde se mencionan a los cientos o miles de representantes públicos que han dañado el noble oficio de la política y del funcionariado. Repito: Franco y el franquismo no son ni serán el espejo donde mirarse. Nunca. Nada hay en los treinta y seis años de autocracia que merezca reconocerse como válido. Nada. Lo he dicho en muchos foros y lo repetiré en cuantos sean necesarios: los asesinos no reparan las vidas que arrebatan y carecen de la capacidad de consolar a los que lloran por esos muertos que provocaron. Esto sirve para hablar de ETA, del GAL, de los GRAPO, de la Triple A, del FRAP, de Terra Lliure, del Batallón Vasco Español, del GAE, de las falsas democracias como Israel y, por supuesto, de dictaduras crueles e improductivas como el franquismo, que todavía hoy en día saborea los parabienes de una parte de la población que alaba un periodo trágico de España sin atender al grado de nula veracidad de lo que defienden y mostrando en su manera de expresarse una actitud más propia de un pueril berrinche que de un firme convencimiento del malestar que sienten por la situación del país.
Insisto, sobre todo para aquellos que gozan de echarme en cara la reinstauración de la monarquía en la figura de mi padre y para quienes consideran que la corona sufre de tortícolis y, por eso, inclina la cabeza siempre a la derecha: Franco y el franquismo no son ni serán jamás el espejo donde mirarse. No se puede ensalzar la mejora económica de una nación en los sesenta, en la época del desarrollismo, cuando se es responsable de su empobrecimiento en los años cuarenta y cincuenta: los asesinos no reparan las vidas que arrebatan y carecen de la capacidad de consolar a los que lloran por esos muertos que provocaron. Aunque lo declaren a los cuatro vientos los que ensucian el nombre de España, en el haber de méritos del tirano no está la Seguridad Social ni los reiterados pantanos, ni las vacaciones pagadas, ni las viviendas de protección oficial, ni los impuestos progresivos, ni los servicios sociales universales, ni la inexistencia del paro (dado que despreciaban en el cómputo a las mujeres y a los subempleados), ni la enseñanza pública gratuita, ni la formación profesional, ni… Nada. Absolutamente nada. Y seguiría con más bulos, pero temo que se disperse vuestra atención a la hora de consolidar la única verdad del régimen, que no fue otra que la miseria, el dolor, la sangre y la mortandad criminal que ocasionó, y el retraso educativo, científico, social de nuestro país. El franquismo, repito, no es ningún espejo donde mirarse; por eso, todo acto de exaltación ha de ser minimizado con la certeza de los datos demostrados y el compromiso de los comunicadores (sean o no periodistas) con la democracia. Franco fue un dictador y todo dictador es, per se, un antidemócrata. Y quienes utilizan los púlpitos de la democracia para destruirla deben ser denunciados y recibir nuestro más firme rechazo.
Cuanto os he apuntado es lo que está edificando, a esta altura de año 2024, diez años después de mi proclamación, esa lacerante zozobra de la que os he hablado al principio. Estoy cansado y, por momentos, irritado. El mío es un agotamiento mental y emocional. Me percibo, ante los hechos, como alguien insustancial. Muchos me diréis que si no puedo, debo dejar el trono. Lo he pensado. Siempre llego a vosotros con la sensación de que, quizás, sea el que nos convoca el último discurso que os dé. Mas os anuncio que seguiré. He de continuar. Carezco de vocación de mártir. No me estoy sacrificando para redimir a los españoles de nada. No necesitáis ese tipo de intervenciones. Proseguiré porque aún siento que hay esperanzas, a pesar de la aflicción que me envuelve. Vivimos en la mejor España de todos los tiempos, no podemos rendirnos y consentir que los anhelantes del intransigente y dañino pasado destrocen lo que nos ha costado levantar durante estos cuarenta y seis años de democracia. No me mantengo porque tenga claro que si me voy se desmoronará nuestro país, sino porque no quiero dar argumentos a los exaltados para que sostengan que la violencia resolverá el vacío en la jefatura del Estado. No confío en estos fanáticos, lleven o no corbatas, porten tapabocas o antorchas, estén con la mano en posición de saludo civil o militar, o llamando a un taxi… No creo que con mi marcha ellos favorezcan sin más, como reemplazo, a la Princesa Leonor, otra de las razones que me frenan. No puedo abandonar ahora por ella. Será una buena reina, si las circunstancias lo permiten, pero solo si dejamos que madure y se prepare para el puesto que se ha previsto que ocupe cuando toque.
Otro de los temas que me ha entristecido este año, como ha ocurrido en los precedentes, ha sido ese linchamiento hacia la figura de mi padre. Cuesta asimilar cómo, por parte de una mayoría ciudadana significativa, se ha pasado con él de la idolatría al odio más visceral. Este año han removido nuevas miserias suyas que dañan a la monarquía en la medida que salpican el trabajo que jornada tras jornada trata de realizar la Casa Real. Dos ejemplos de saetas dolorosas: la publicación de audios acerca de lo que mi progenitor dijo del general Armada al hilo del golpe de Estado del 23F. Sus palabras envilecen su imagen y los adversarios de la corona, que no son en la actualidad únicamente los republicanos —al César lo que es del César—, vuelven a dirigir sus miras a lo que soy y represento como descendiente y heredero del trono, lo que considero injusto porque, lo digo con sinceridad, desde el punto de vista personal, no tengo el recuerdo de que mi vivencia esa fatídica noche fuera trascendente: tenía trece años y mucho sueño; y mis intereses, cuando no dormitaba, estaban centrados en otros asuntos. Zanjemos ya las leyendas que buscan sostener que mi padre me quiso cerca para que yo aprendiera de aquella situación y que yo obedecí consciente de… No, por favor. Dejemos ya este remedo de El Rey León y hagamos uso del sentido común: yo no tenía ni idea de lo importante que era lo que estaba sucediendo, aunque hubiera una voluntad declarada por parte de los más próximos al jefe de Estado de que estuviera allí y de que prestara atención al desarrollo de unos hechos que, por momentos, según supe más tarde, más parecían un sainete que un pasaje destacado de nuestra historia nacional reciente.
Es más: ¿Creen que, con los años, he llegado a saber más? Mi padre jamás tocó el tema conmigo. Nunca. Se amparó en que cada monarca tiene sus propios secretos y que yo, cuando se diera la ocasión, también debería tener los míos. ¿Han pensado por casualidad que, tras abdicar, me echó un telefonazo para decirme: «Oye, hijo, mira, que el 23F fue así y asá»? Pues no. Desconozco los pormenores de aquel golpe de Estado; y no se me ha autorizado a conocerlos. Pero sí tengo claro, en este punto del debate, que lo que pasó sí fue un golpe de Estado y no lo que denuncian sin ton ni son determinados sectores alineados con tesis absurdas. Si viviéramos en una dictadura producto de un golpe de Estado, ni ellos podrían manifestarse con la libertad con la que lo hacen. Hablan de dictadura los que gozan de libertad de expresión. Sería risible si no fuera tan trágico.
La otra saeta dolorosa es la que convierte a mi padre en una suerte de Zeus promiscuo y corrupto. Es penoso constatar el ensañamiento, entiendo que acorde a un ánimo agraviado que antes había sido lisonjero. ¿Por qué ahora sí y antes no? No lo sé. ¿Creen que atacándolo me defienden? Quizás el razonamiento sea que su menoscabo (habiendo sido él quien allanó el camino de la democracia renunciando a todos los poderes que le concedió el tirano) contribuirá a realzar mis pobres aciertos. Dicho de otro modo: destrozar las flores ajenas para que las mías, feas y escuchimizadas, parezcan hermosas. Pongo el “quizás” por aminorar el daño que estas posibilidades me infligen y la inquietud que surge en esta situación en forma de preguntas: ¿Los que hoy me ensalzan aprovecharán mis actuales debilidades para, con el paso del tiempo, convertirlas en instrumentos de agresión hacia mí y los míos? ¿Se hallará la Princesa Leonor alguna vez en la tesitura del descrédito en la que se encuentra su abuelo y en la que, quién sabe, podría estar yo? Es mayor de edad. Hora es de que se gane el respeto por sí misma. La licencia de impunidad de la minoría de edad ya no le corresponde. Y aunque a ella y a su hermana Sofía las quiera (y las querré siempre —son mis hijas, representan lo más importante de mi vida—), en el ejercicio de sus responsabilidades tendrán que asumir lo que les toque si tienen interiorizado que la jefatura de Estado de nuestro país ha de seguir siendo una monarquía. Los errores que cometan, al margen del factor personal que conlleven, repercutirán también en la estabilidad de la nación. En su abuelo disponen de un ejemplo de hasta qué punto los fallos hacen daño al trono y, por extensión, al país como unidad orgánica que se debe ver reconocida en la corona.
Concluyo. He sido menos breve de lo que pretendía ser al comienzo porque mi apuntada zozobra se ha ido acrecentando conforme transfería los renglones de mi desasosiego en este discurso. 2025 ha de ser mejor. Espero. Ojalá así sea.
Gracias por vuestro tiempo en esta noche y junto a la Reina, la Princesa Leonor y la Infanta Sofía os deseamos una feliz Nochebuena, con un recuerdo muy especial para quienes, en este momento, con dedicación y entrega, velan por la seguridad de todos, y por el funcionamiento de los servicios públicos.
A todos, feliz Navidad, Eguberri on, Bon Nadal y Boas festas. Muy buenas noches; y feliz y próspero año 2025.
Como cada Nochebuena, tengo la oportunidad de felicitaros la Navidad y de transmitiros, junto a mi familia, nuestros mejores deseos. Es una tradición que me agrada mantener y que también me permite hacer llegar a vuestros hogares algunas reflexiones sobre nuestro presente y sobre los retos que se nos plantean como país.
Seré breve en esta ocasión. Muy breve. No me cabe otra. No me complace la decisión, lo confieso, porque carezco de momentos como este para dirigirme a vosotros. Ser jefe de Estado en una monarquía parlamentaria es lo que tiene, que están limitadas las concesiones de instantes para ofreceros mi visión de la España que contemplo y la que me gustaría que hubiera. Aunque la agenda de la Casa Real dé cuenta de una abundante cantidad de actos, intervenciones, audiencias y viajes oficiales realizados a lo largo de este 2024 que presto finalizará, sobre los que tanto podría comentaros, pues de cada uno son muchos los aprendizajes que he obtenido, considero conveniente ceñirme ahora a unos pocos asuntos, muy puntuales todos —de ahí la concisión de mi discurso—, los cuales, por su naturaleza tan personal, quizás os ayude a entender mi actual sensación de zozobra.
Porque es así como me sitúo en esta hora de confesiones delante de vosotros, queridos compatriotas, centro de mis atenciones, razón de mis desvelos. Así, inquieto, afligido, con el ánimo acongojado, me presento en este para mí siempre dichoso soplo en el que me hallo frente al pueblo con el que camino. No es la imagen que se espera de un rey, lo sé. No es la actitud ni el temple admisibles de alguien que, aunque sea de un modo simbólico, porta sobre sus espaldas la representación de una nación con muchos siglos de historia. Lo sé, repito; pero no quiero engañaros. Sé que puedo mentiros y que, según mis consejeros, en situaciones como esta en la que me encuentro, lo más aconsejable es que os mienta; pero no quiero, no, eso no, por el respeto que os debo y porque sé que, más pronto que tarde, lo falso, acompañado de lo irresponsable y lo mezquino, terminarán por manchar una trayectoria que, hasta donde puedo y me dejan mis más cercanos, o al menos los que así se consideran, procuro que sea limpia y provechosa.
No soy perfecto. Posiblemente, he cometido más fallos de los que soy capaz de imaginar, lo que reafirma mi interés por esforzarme en lograr que, hacia el final de mi recorrido como rey, gracias a mi labor, no sea el embuste en todas sus manifestaciones lo que emponzoñe mi hoja de servicios. No tengo intención alguna de situarme en la Historia, en esa que se escribe con mayúsculas y se acoge como patrimonio colectivo, compartiendo espacio junto a los cientos o miles de nombres propios de representantes públicos que han dañado el noble oficio de la política y del funcionariado. Cuánto me gustaría, si pudiera, eliminar del paisaje cotidiano a estos infames que se aprovechan de las fisuras de la administración del Estado (que las hay porque su enormidad dificulta un control exhaustivo del conjunto) para su beneficio particular; sobre todo, cuando materializan sus atentados (porque no cabe otra denominación para identificar lo que hacen) apelando a una patria que no los reconoce, por muchas pulseritas con la bandera nacional que se pongan. Digámoslo ya: ellos no son España. Han renegado de su país, aunque porten deneís y declaren que su raigambre es la misma que la de los españoles de bien. Por su peligrosidad, pues con ellos la paz (emocional, sicológica e incluso física) está siempre en riesgo, son nuestros peores enemigos y merecen ser tratados como tales.
Me hiere el daño grave y constante que están ocasionando a nuestra bandera (¡cuántas veces no lo he repetido en los últimos cinco años!), que se ha convertido en un elemento polarizador y no en lo que debería ser: el más ecuánime de cuantos simbolizan a la nación que nos abraza con su centenario arrullo. Por eso (me viene ahora a la memoria), he sentido vergüenza e impotencia al ver la manera con la que la selección masculina de fútbol festejó su triunfo en la Eurocopa celebrada entre los meses de junio y julio en Alemania. El éxito deportivo no puede empañarse con el modo de llevar a cabo los homenajes de reconocimiento popular y mucho menos cuando por medio está la insignia nacional. Qué gran ocasión perdida para, desde el debido respeto a lo que significa, demostrar la grandeza española, pues bajo su sombra se acogen los miles de científicos de aquí que causan admiración, los miles de literatos y artistas de aquí que a todos nos reconfortan, los millones de mujeres y hombres de aquí que honran a nuestro país. No es esa la bandera de los que han asumido que Madrid es el centro de lo que somos y aspiramos a ser. No. La España que me toca reinar es la plural, la que se siente muy feliz también por los Nico o los Yamal, y que se enorgullece de ver cómo ondea la bandera en la punta de Orchilla y en la de Finisterre, en el cabo de Creus y en el de Tres Forcas.
Lo expuesto hasta ahora, de un modo u otro, para desgracia de cuantos amamos este hogar que nos susurra su afecto día tras día, este año lo hemos podido ver en la dolorosísima tragedia ocurrida en Valencia, una muestra más, por un lado, de que el cambio climático o, si lo prefieren los negacionistas, las singularidades meteorológicas que se están padeciendo en el Mundo merecen una mayor concienciación colectiva, una particular atención y no ese hiriente desdén acompañado de chascarrillos e impertinencias como respuesta a lo que tanto consenso científico acumula como verdad demostrable; y, por el otro, de que la democracia, entendida como ese cuerpo social que nos cohesiona alrededor de voces tan potentes como libertad, igualdad y mérito, no puede, en aras de un equilibrio práctico y ecuménico, permitir que individuos sin la debida preparación, sin un mínimo de sentido común ni un ápice de bagaje moral alcancen puestos de responsabilidad al frente de las instituciones. No es admisible. Tiene que haber filtros, se ha de buscar la manera de que no valga cualquiera con el fin de preservar el espíritu de homogeneidad en los derechos que demanda un Estado que se precia de democrático.
Una negligencia por acción u omisión, venga de donde venga, cuando cuesta una sola vida —no digamos cuando estas son más, muchas más— ha de obligar al sistema en el que se fundamenta nuestro bienestar a que asuma medidas significativas para que el percance no se vuelva a dar. En esto, ha de ser férrea la unidad a la hora de actuar de todos los agentes implicados en estas decisiones (representantes de los tres poderes del Estado y actores políticos), que no pueden ni deben permanecer ajenos a la función que les compete. El fin inesperado de una vida —insisto: no digamos cuando estas son más, muchas más— nunca ha de quedar impune, tapado con los vergonzosos e indignos mantos de un compañerismo y una lealtad desnortados. Lo diré 222 veces. Y si hay que hacerlo 7 291 veces, también lo haré. No es admisible que la justicia, para que aspire a ser reconocida como tal, se mantenga no ya al margen, aunque en paralelo, como algunos pretenden que esté, sino completamente ausente de esto que señalo, como da la impresión que está.
No quiero que el lugar que me corresponda en la Historia por mi condición actual se vincule a desaciertos que trasladen una imagen de insolidaridad, insensibilidad, imperturbabilidad, por mi parte, porque yo no soy así. Carezco de la campechanía tan alabada de mi progenitor, de quien tampoco he heredado el don de gentes. Es cierto. Para qué voy a negarlo. Pero ello no tiene que conduciros a pensar que no me duelo de los males que padecen otros ni que soy indiferente a los errores que cometo y que tanto os ha podido y puede disgustar. Por eso, no ha de resultaros difícil entender la zozobra que me aqueja, asociada a fallos en determinadas decisiones y procederes que, sin duda (ahora lo veo con claridad), han afeado la opinión acerca de la monarquía que tenéis cuantos os declaráis partidarios de ella.
Empiezo por el final o por lo penúltimo, no sé: siento muchísimo el paso dado con los retratos fotográficos realizados por la reconocida artista Annie Leibovitz en el deslumbrante, por su opulencia decorativa, Salón de Gasparini del Palacio Real de Madrid. No cuestiono la calidad del trabajo. No soy un experto en arte y lo que puedo decir de lo creado es que me gusta, así, en líneas generales, sin particularizar en más detalles. Insisto en que no niego el valor de lo desarrollado por la retratista norteamericana, pero sí debo admitir el desconcierto, rozando posiblemente el enfado, que ha producido en buena parte de la ciudadanía la inversión económica de una institución pública como es el Banco de España en unos cuadros que, en el fondo, tal y como muchas fuentes me lo han hecho saber, es posible que trasladen una representación del trono inadecuada, frívola incluso según sea el enfoque. El arte permanece. Las imágenes se quedarán donde se hallan el tiempo que se considere oportuno. Lo que me preocupa es que, en el ánimo de calificar lo que se exhiba, se aparten el arte y el espacio que lo contiene, y se consolide en los contempladores la convicción de que tienen enfrente un ejemplo de derroche, de desatención a las necesidades básicas del pueblo, de impasibilidad de las figuras que se muestran ante la realidad que ofrece la España de este primer cuarto de siglo XXI, que se manifiesta muy crítica con los fastos palaciegos y las ostentaciones de poder. Por eso, en línea con lo expuesto, y tras expresarlo en mis círculos privados, debo disculparme por las celebraciones del décimo aniversario de mi entronización, que no debieron ser como se mostraron, dando una imagen de pomposidad, cutrez y banalidad impropias de una monarquía que pretende asentar en la conciencia de sus súbditos su voluntad y esfuerzo (nada fáciles) por pacificar un ambiente en el que sus actuantes más destacados se han ido volviendo cada vez más beligerantes.
Pido perdón, pues, por esa probabilidad de rechazo fundada en un enojo eludible si me hubiese percatado del componente vanidoso que la actividad artística podía connotar. Lo siento. Como siento también el error de la visita a Paiporta el tres de noviembre. La situación en ese momento no era favorable para un acercamiento a las zonas afectadas por la DANA. El doloroso y terrible paisaje geográfico, humano y emocional que dejó el fenómeno meteorológico aconsejaba evitar toda clase de parafernalias de naturaleza protocolaria, aunque la intención fuera cordial y solidaria. No supe ver el malestar que ocasionaba esta cita ni el grado de desesperación y rabia de los ciudadanos del municipio valenciano, como tampoco logré intuir que muchos carroñeros y buleros aprovecharían la circunstancia para seguir deteriorando la convivencia con actos y mensajes violentos, desvirtuados, impropios de una sociedad que se declara afín a cuanto tenga que ver con la paz y la concordia.
Desatendí, lo reconozco, el consejo del Gobierno porque pensé que me amparaba la razón, y me equivoqué. No tuve que haberme impuesto. Los horrorosos días posteriores a la catástrofe solo deben tener dos protagonistas: el pueblo que la ha padecido y quienes, desde los servicios públicos, hacen lo posible y mucho más por restablecer la normalidad. Sí, insisto, los servicios públicos; los benditos, necesarios y, por culpa de los antipatriotas antes mencionados, precarizados servicios públicos que, en situaciones como esta, tan indispensables son. Los que con sus decisiones los menoscaban, los asfixian, los suprimen, también son merecedores de nuestro rechazo, nuestra inculpación y nuestra reclamación para que asuman las responsabilidades que su desidia ha ocasionado. Esos, repito, son los dos grandes protagonistas. La reina y yo sobrábamos ahí, como sobraba el presidente del Gobierno y, por supuesto, el de la autonomía, que tenía que haber estado desde el principio mismo del problema (o sea, durante los días previos al fatídico 29 de octubre) al frente del operativo que debía sospechar las desgracias que se podían producir y que después, por negligencias, fueron inevitables.
Estos dos hechos tan recientes, el de las fotos y el de la visita a Paiporta, han terminado por afectarme porque me hacen titubear acerca de la fortaleza que tiene la institución que encabezo desde el instante en el que alineo su pervivencia con mi situación anímica. Siempre he tenido claro que la jefatura de un Estado que no ha sido sometida al veredicto popular, o sea, no condicionada para su continuidad por nada salvo la muerte o la abdicación de su titular, corre el peligro de sumergirse en una suerte de autocomplacencia que, de un modo u otro, la alejaría del lugar que le corresponde en tanto que ámbito de representación. Cuanta más distancia con los súbditos, más riesgo de que se quiebre el vínculo; y es esa sensación de fragmentación, de atisbo de ruptura, la que me ha conducido a esta particular pesadumbre con la que me hallo al final de este año.
Un incordiante interrogante inclemente está presente: ¿Hay algo que no va bien en mi casa o, ya puestos, en mí cuando doy validez a sugerencias que luego se plasman en la agenda oficial y, realizadas, acaban siendo perniciosas para la imagen del trono? Otro ejemplo reciente: lo de Notre Dame. Lo pienso en frío y no puedo dejar de cuestionarme por el momento en que se decidió esta inconexión comunicativa entre la Zarzuela y la Moncloa. ¿Cómo es posible que no se informara al Gobierno de la decisión de no asistir a la reinauguración del emblemático templo francés? Se está afirmando, defendiendo y proclamando entre los carroñeros una voluntad explícita de la Casa Real por boicotear al poder ejecutivo y debo impedir como sea su mera enunciación, pues nada perjudicaría más a una monarquía no elegida por el pueblo que enfrentarse a órganos compuestos por individuos que sí obedecen al mandato popular. Más pronto que tarde, la corona sucumbiría. La historia de Europa de los últimos siglos está llena de situaciones así.
Ante los desacuerdos y las apuntadas desconexiones, pregunto: ¿No convendría replantear la función de la institución que dirijo para que de su blindaje no se alcance la inoperatividad a la hora de contribuir de un modo más directo y productivo en el día a día de nuestra nación? El carácter representativo que encierra su razón de ser aísla cualquier tentativa de romper la unidad del país apelando a una misión arbitral que se sustenta en la Carta Magna que nos acoge, pero este apartamiento alimenta, se quiera o no, una imagen de insustancialidad de la monarquía que a medio plazo, cuando a la Princesa Leonor le toque sucederme, traerá consigo su fin y, con ello, la implantación de la Tercera República, de la que tengo claro que no durará ocho años, como la precedente, sino muchos, muchísimos más.
Un rey cuya firma solo vale si lleva el respaldo correspondiente del Gobierno, porque así lo ha determinado la vigente constitución, no puede erigirse en una figura indispensable para el establecimiento de consensos sobre temas que a todos nos preocupan, nos inquietan, nos desazonan. Pienso en la fortaleza que hemos de tener ante la extrema derecha, principalmente cuando criminaliza a los inmigrantes y (en su clasismo, más que racismo) atenta contra los principios de solidaridad que promueven los siempre necesarios Derechos Humanos. Y pienso del mismo modo en el genocidio que está provocando Israel en Gaza y en ese deleznable manto impune de destrucción, odio y desestabilización política y económica que esparce por la zona de Oriente Medio gracias a la complicidad de mandatarios (militares, empresariales…) estadounidenses y de la Unión Europea. ¿Acaso no necesita el Gobierno de España de un jefe de Estado que se sitúe a su lado y le diga: «Adelante, estoy contigo: no al apoyo armamentístico a los sionistas ni a la aquiescencia diplomática con ellos»? Y pienso sin duda alguna en los casos de lawfare de los que somos testigos día sí y día también, y que han de señalarse con insistencia y entereza porque afectan a uno de los pilares esenciales de la democracia que nos ha de proteger: la ecuanimidad de la justicia. Sin ella, el Estado falla y termina por convertirse en uno de esos lugares caóticos que hay por el mundo donde la seguridad jurídica brilla por su ausencia y sus habitantes son víctimas de toda clase de abusos. Yo no quiero que mi país, nuestro país, padezca esta lacra; por eso, debe haber algún mecanismo donde sea posible decirle al Gobierno y, con él, a los representantes públicos serios, honrados, virtuosos, tengan la ideología que tengan: «Tranquilos, estoy con vosotros. Vamos a expresar nuestro rechazo más enérgico a los que promueven y favorecen la judicialización de la política, incluidos los que nutren ese periodismo nauseabundo que ha renunciado a defender ideas nobles (ya sean neoliberales, ya comunistas, ya…) para ocuparse de especular a diestro y siniestro».
Todos tenemos que frenar como sea el afán mercantil, empresarial, financiero (da igual su denominación), que es, en última instancia, el que moviliza con sus manipulaciones a tipos sin principios o con visiones de la realidad reduccionistas y fanáticas. Es imposible componer un país decente desde la arbitrariedad de unos poderes fácticos que carecen de escrúpulos. Desde que me dirijo a vosotros de esta manera tan humanizada, observo cada año el incremento de antipatriotas, de individuos para los que el único interés se encuentra lejos de la nación que sentimos, queremos y amparamos. Son fáciles de identificar gracias a cómo se muestran en público y a sus discursos, poco sólidos y peor articulados, con esa suerte de obsesión en sus ataques que los incapacita para ajustar dos simples pensamientos que puedan ser provechosas. Entre mercaderes y clientes sin criterios se está moldeando la España ruidosa y desproporcionada de nuestros días.
Reconozcámoslo ya, una vez más y no dejemos de hacerlo: la extrema derecha ha dejado de ser un problema para convertirse en un muy grave problema. Si bien es cierto que Franco garantizó la continuidad de la monarquía proponiendo a mi padre, no olvidemos que mi bisabuelo no pudo recuperar el trono perdido con la proclamación de la Segunda República, acabada la Guerra Civil, porque el sanguinario dictador no quiso bajo mil escusas. Tampoco omitamos que mi abuelo fue humillado al obligársele a renunciar a la corona. Estamos al corriente de estos acontecimientos y también, a pesar del beneficio que ha podido suponer para la familia real, de que Franco y su régimen no es ni será nunca un espejo donde mirarse. Mi padre debió saberlo nada más recoger el poder absoluto que le dio su predecesor en la jefatura y entregarlo a quienes debía para que fuera posible la democracia; aunque luego atara y bien atara las cosas como ahora intuyo que no tenía que haberlo hecho. Tanto amarró que el resultado es un nudo gordiano que, por culpa del escaso interés hacia los consensos, solo podrá deshacerse con un tajo. La metáfora escalofría. Una carta magna falla desde el momento en que en el articulado aparece un nombre propio. Es una excepción intolerable. Lo sé y me gustaría que no se diera el caso, por lo que estaría dispuesto a estimular una reforma profunda de la constitución con el fin de robustecer ante la conciencia colectiva del pueblo y de su historia la institución de la monarquía. Si mi palabra vale de algo, ahí la dejo, por escrito, en este medio, como testimonio de mi voluntad por una España que sea mejor de la recibida por nuestros padres y abuelos, y mejor de la que dejaremos a nuestros descendientes.
Quiero una España que liquide para siempre la figura del dictador y su larga estela, que aún puede vislumbrarse, aunque nos situemos a las puertas del cincuentenario de su marcha. Su lugar ha de estar en los libros de Historia, en las mismas páginas donde se mencionan a los cientos o miles de representantes públicos que han dañado el noble oficio de la política y del funcionariado. Repito: Franco y el franquismo no son ni serán el espejo donde mirarse. Nunca. Nada hay en los treinta y seis años de autocracia que merezca reconocerse como válido. Nada. Lo he dicho en muchos foros y lo repetiré en cuantos sean necesarios: los asesinos no reparan las vidas que arrebatan y carecen de la capacidad de consolar a los que lloran por esos muertos que provocaron. Esto sirve para hablar de ETA, del GAL, de los GRAPO, de la Triple A, del FRAP, de Terra Lliure, del Batallón Vasco Español, del GAE, de las falsas democracias como Israel y, por supuesto, de dictaduras crueles e improductivas como el franquismo, que todavía hoy en día saborea los parabienes de una parte de la población que alaba un periodo trágico de España sin atender al grado de nula veracidad de lo que defienden y mostrando en su manera de expresarse una actitud más propia de un pueril berrinche que de un firme convencimiento del malestar que sienten por la situación del país.
Insisto, sobre todo para aquellos que gozan de echarme en cara la reinstauración de la monarquía en la figura de mi padre y para quienes consideran que la corona sufre de tortícolis y, por eso, inclina la cabeza siempre a la derecha: Franco y el franquismo no son ni serán jamás el espejo donde mirarse. No se puede ensalzar la mejora económica de una nación en los sesenta, en la época del desarrollismo, cuando se es responsable de su empobrecimiento en los años cuarenta y cincuenta: los asesinos no reparan las vidas que arrebatan y carecen de la capacidad de consolar a los que lloran por esos muertos que provocaron. Aunque lo declaren a los cuatro vientos los que ensucian el nombre de España, en el haber de méritos del tirano no está la Seguridad Social ni los reiterados pantanos, ni las vacaciones pagadas, ni las viviendas de protección oficial, ni los impuestos progresivos, ni los servicios sociales universales, ni la inexistencia del paro (dado que despreciaban en el cómputo a las mujeres y a los subempleados), ni la enseñanza pública gratuita, ni la formación profesional, ni… Nada. Absolutamente nada. Y seguiría con más bulos, pero temo que se disperse vuestra atención a la hora de consolidar la única verdad del régimen, que no fue otra que la miseria, el dolor, la sangre y la mortandad criminal que ocasionó, y el retraso educativo, científico, social de nuestro país. El franquismo, repito, no es ningún espejo donde mirarse; por eso, todo acto de exaltación ha de ser minimizado con la certeza de los datos demostrados y el compromiso de los comunicadores (sean o no periodistas) con la democracia. Franco fue un dictador y todo dictador es, per se, un antidemócrata. Y quienes utilizan los púlpitos de la democracia para destruirla deben ser denunciados y recibir nuestro más firme rechazo.
Cuanto os he apuntado es lo que está edificando, a esta altura de año 2024, diez años después de mi proclamación, esa lacerante zozobra de la que os he hablado al principio. Estoy cansado y, por momentos, irritado. El mío es un agotamiento mental y emocional. Me percibo, ante los hechos, como alguien insustancial. Muchos me diréis que si no puedo, debo dejar el trono. Lo he pensado. Siempre llego a vosotros con la sensación de que, quizás, sea el que nos convoca el último discurso que os dé. Mas os anuncio que seguiré. He de continuar. Carezco de vocación de mártir. No me estoy sacrificando para redimir a los españoles de nada. No necesitáis ese tipo de intervenciones. Proseguiré porque aún siento que hay esperanzas, a pesar de la aflicción que me envuelve. Vivimos en la mejor España de todos los tiempos, no podemos rendirnos y consentir que los anhelantes del intransigente y dañino pasado destrocen lo que nos ha costado levantar durante estos cuarenta y seis años de democracia. No me mantengo porque tenga claro que si me voy se desmoronará nuestro país, sino porque no quiero dar argumentos a los exaltados para que sostengan que la violencia resolverá el vacío en la jefatura del Estado. No confío en estos fanáticos, lleven o no corbatas, porten tapabocas o antorchas, estén con la mano en posición de saludo civil o militar, o llamando a un taxi… No creo que con mi marcha ellos favorezcan sin más, como reemplazo, a la Princesa Leonor, otra de las razones que me frenan. No puedo abandonar ahora por ella. Será una buena reina, si las circunstancias lo permiten, pero solo si dejamos que madure y se prepare para el puesto que se ha previsto que ocupe cuando toque.
Otro de los temas que me ha entristecido este año, como ha ocurrido en los precedentes, ha sido ese linchamiento hacia la figura de mi padre. Cuesta asimilar cómo, por parte de una mayoría ciudadana significativa, se ha pasado con él de la idolatría al odio más visceral. Este año han removido nuevas miserias suyas que dañan a la monarquía en la medida que salpican el trabajo que jornada tras jornada trata de realizar la Casa Real. Dos ejemplos de saetas dolorosas: la publicación de audios acerca de lo que mi progenitor dijo del general Armada al hilo del golpe de Estado del 23F. Sus palabras envilecen su imagen y los adversarios de la corona, que no son en la actualidad únicamente los republicanos —al César lo que es del César—, vuelven a dirigir sus miras a lo que soy y represento como descendiente y heredero del trono, lo que considero injusto porque, lo digo con sinceridad, desde el punto de vista personal, no tengo el recuerdo de que mi vivencia esa fatídica noche fuera trascendente: tenía trece años y mucho sueño; y mis intereses, cuando no dormitaba, estaban centrados en otros asuntos. Zanjemos ya las leyendas que buscan sostener que mi padre me quiso cerca para que yo aprendiera de aquella situación y que yo obedecí consciente de… No, por favor. Dejemos ya este remedo de El Rey León y hagamos uso del sentido común: yo no tenía ni idea de lo importante que era lo que estaba sucediendo, aunque hubiera una voluntad declarada por parte de los más próximos al jefe de Estado de que estuviera allí y de que prestara atención al desarrollo de unos hechos que, por momentos, según supe más tarde, más parecían un sainete que un pasaje destacado de nuestra historia nacional reciente.
Es más: ¿Creen que, con los años, he llegado a saber más? Mi padre jamás tocó el tema conmigo. Nunca. Se amparó en que cada monarca tiene sus propios secretos y que yo, cuando se diera la ocasión, también debería tener los míos. ¿Han pensado por casualidad que, tras abdicar, me echó un telefonazo para decirme: «Oye, hijo, mira, que el 23F fue así y asá»? Pues no. Desconozco los pormenores de aquel golpe de Estado; y no se me ha autorizado a conocerlos. Pero sí tengo claro, en este punto del debate, que lo que pasó sí fue un golpe de Estado y no lo que denuncian sin ton ni son determinados sectores alineados con tesis absurdas. Si viviéramos en una dictadura producto de un golpe de Estado, ni ellos podrían manifestarse con la libertad con la que lo hacen. Hablan de dictadura los que gozan de libertad de expresión. Sería risible si no fuera tan trágico.
La otra saeta dolorosa es la que convierte a mi padre en una suerte de Zeus promiscuo y corrupto. Es penoso constatar el ensañamiento, entiendo que acorde a un ánimo agraviado que antes había sido lisonjero. ¿Por qué ahora sí y antes no? No lo sé. ¿Creen que atacándolo me defienden? Quizás el razonamiento sea que su menoscabo (habiendo sido él quien allanó el camino de la democracia renunciando a todos los poderes que le concedió el tirano) contribuirá a realzar mis pobres aciertos. Dicho de otro modo: destrozar las flores ajenas para que las mías, feas y escuchimizadas, parezcan hermosas. Pongo el “quizás” por aminorar el daño que estas posibilidades me infligen y la inquietud que surge en esta situación en forma de preguntas: ¿Los que hoy me ensalzan aprovecharán mis actuales debilidades para, con el paso del tiempo, convertirlas en instrumentos de agresión hacia mí y los míos? ¿Se hallará la Princesa Leonor alguna vez en la tesitura del descrédito en la que se encuentra su abuelo y en la que, quién sabe, podría estar yo? Es mayor de edad. Hora es de que se gane el respeto por sí misma. La licencia de impunidad de la minoría de edad ya no le corresponde. Y aunque a ella y a su hermana Sofía las quiera (y las querré siempre —son mis hijas, representan lo más importante de mi vida—), en el ejercicio de sus responsabilidades tendrán que asumir lo que les toque si tienen interiorizado que la jefatura de Estado de nuestro país ha de seguir siendo una monarquía. Los errores que cometan, al margen del factor personal que conlleven, repercutirán también en la estabilidad de la nación. En su abuelo disponen de un ejemplo de hasta qué punto los fallos hacen daño al trono y, por extensión, al país como unidad orgánica que se debe ver reconocida en la corona.
Concluyo. He sido menos breve de lo que pretendía ser al comienzo porque mi apuntada zozobra se ha ido acrecentando conforme transfería los renglones de mi desasosiego en este discurso. 2025 ha de ser mejor. Espero. Ojalá así sea.
Gracias por vuestro tiempo en esta noche y junto a la Reina, la Princesa Leonor y la Infanta Sofía os deseamos una feliz Nochebuena, con un recuerdo muy especial para quienes, en este momento, con dedicación y entrega, velan por la seguridad de todos, y por el funcionamiento de los servicios públicos.
A todos, feliz Navidad, Eguberri on, Bon Nadal y Boas festas. Muy buenas noches; y feliz y próspero año 2025.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.