24 de diciembre de 2025

Colaboración: Felípica VI de 2025

 Miércoles, 24 de diciembre.

Fiel a la tradición de los últimos años, Victoriano Santana nos envía la felípica de este año; o sea, el otro discurso de Nochebuena del rey, el que al autor le gustaría oír y leer. El alternativo. Este no es supervisado por el Gobierno y, probablemente, el jefe del Estado jamás lo dría.
Es un ejercicio literario que sirve para proyectar una visión del mundo diferente a la que ofrece la Casa Real con este tipo de alocuciones.
Ni que decir tiene que todo se formula desde el respeto hacia la institución. La condición de republicado convencido que ampara al autor no ha de traducirse en menoscabo alguno, ni grosería hacia quien representa en este momento a todos los españoles/as.
La de este año contiene un plus informativo: la "posición" de malestar del orador ante el libro que su padre, el rey Juan Carlos I, acaba de publicar, "Reconciliación". He aprovechado la ocasión para anlizar algunos pasajes de esta biografía que, a juicio del autor, tanto perjudica a la Casa Real. Es incomprensible que alguien que debería defender la monarquía, por ser quien es, haya sacado un libro que tan poco bien dice de ella. En fin...
Victoriano Santana*
Buenas noches y gracias por permitirme acompañaros unos instantes en una noche tan especial, de encuentro y celebración, que os deseo, junto a la reina, la princesa Leonor y la infanta Sofía, que sea feliz y tranquila.
Comencé mi discurso del pasado año hablando de la Dana, que había golpeado «con inusual fuerza varias zonas del este y sur de España, especialmente en Valencia», y lo mismo haré en el que ahora nos convoca. Es inevitable. Debo volver nuevamente a recordar esta catástrofe porque aún sigue viva en nuestros corazones. Como dije entonces, «las personas que perdieron la vida y los desaparecidos merecen todo nuestro respeto y no debemos olvidar nunca el dolor y la tristeza que han dejado en sus familias. Miles de personas vieron cómo lo que hasta hacía poco era su pueblo, su barrio, su trabajo, su casa, su negocio, su escuela, quedaba reducido a escombros o incluso desaparecía. Un hecho difícil de asumir, pero del que todos deberíamos poder sacar las enseñanzas necesarias que nos fortalezcan como sociedad y nos hagan crecer».
Vuelvo sobre el terrible asunto por la doble tragedia que lo ampara. Por un lado, el costo de vidas —ese bien supremo que siempre hemos de proteger—, por ese lacerante tormento que en su momento nos envolvió en una profunda angustia y un intenso pesar que monopolizó nuestros sentimientos y nos permitió percatarnos una vez más de lo frágiles que somos. La mala suerte puede hacer que, de forma inesperada, fortuita e instantánea, ese aludido bien supremo que es la vida nos sea arrebatado.
Esta conciencia filosófica de la existencia y de lo que es el azar adverso se vio azotada por el latigazo de otra desgracia, esta vez evitable o, al menos, que tenía que haber sido evitada; un siniestro que circunda lo peor de la condición humana: la mentira, el cinismo, la indolencia…; o sea, la crueldad, pues no sé de qué otro modo calificar el talante de un considerable número de los señalados en este —doblemente— aterrador suceso.
El 29 de octubre, en el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, se realizó un homenaje a las víctimas de la DANA, que coincidió con el primer aniversario de la tragedia. Presencié, en los rostros de familiares, el sufrimiento y la impotencia, la rabia y la desesperación. Nada que ver con lo que había contemplado un año antes en las zonas de la catástrofe. Ahora era distinto porque venía tamizado con la actitud de muchas autoridades, que parecían manifestar una suerte de atroz e incomprensible indiferencia. Nunca lograré entender lo que podía pasar por sus cabezas en ese instante. Los increpaban y recibían quejas —yo creo que justificadas— por su asistencia al acto, y ellos seguían allí, impasibles, como si estuvieran libres de aquel hondo malestar colectivo que se respiraba, como si se hallaran por encima del bien y del mal. Era comprensible aquella furiosa fogarada que se produjo. En los últimos meses, hemos visto a los reprendidos haciendo declaraciones en sedes institucionales, tergiversando la información, inventándose situaciones, diseminando bulos sin pudor, como si cualquier burda patraña sirviera para dar por bueno lo que, a todas luces, era, es y será repudiable.
Quienes son incapaces de solidarizarse con las víctimas o de mostrar un mínimo de afectación con el dolor ajeno se deberían plantear si son idóneos para ejercer responsabilidades políticas. Quienes carecen de empatía y simpatía carecen de cuanto es imprescindible para ser representantes del pueblo. En esto que ahora os cuento pensé; y también en cómo había sido posible llegar a este grado de desgaste —en ocasiones, envilecimiento— del marco institucional desde el que se gestiona el día a día de la ciudadanía. Los incendios de Galicia, Extremadura y Castilla y León de agosto confirmaron mis peores temores.
Me preocupa muchísimo constatar que, más veces de las admisibles, la frontera entre la maldad y la ignorancia es tan vaporosa que se vuelve imperceptible, favoreciendo que ambos conceptos se entremezclen de manera peligrosa y que individuos perniciosos estén al frente de colectivos, ejerciendo altas responsabilidades. Estos tipos a los que aludo solo pueden rodearse de personas tan dañinas como ellos, sujetos que valen más por lo que callan que por lo que hacen o dicen. Unos y otros instalan su autoridad sobre una alarmante ausencia de escrúpulos, que se testimonia en su interés por asumir el desempeño de funciones para las que no están capacitados. ¿Las consecuencias? Las inevitables: el inmenso sufrimiento de la población cuando deben tomar decisiones ante situaciones cruciales. Por su incompetencia, acrecientan los problemas que pretendían solucionar en vez de atajarlos.
Sé que la mentira, bajo todos los disfraces con los que se nos presenta, ha existido desde el origen mismo de la humanidad. No soy nuevo en el mundo. De ahí que, visto todo con un enfoque más comunal, lo grave no sea tanto la falsedad en sí —el desvío de la verdad con el propósito que sea— como la connivencia de quienes, conociéndola, estando al corriente del engaño, la promueven, la defienden, la sostienen, miran hacia otro lado, permiten su difusión. Su aceptación como medio para destruir al adversario político emponzoña las instituciones, las ensucia, porque da validez a una manera inmoral de actuar, a una forma de intervenir ante las responsabilidades colectivas que carece de ética. He percibido en este 2025 que en breve nos dejará una suerte de helor continuado ante la constatación de la insensibilidad y el descaro con el que se han ido arrojando sin límites, como ráfagas de proyectiles, embustes que han contribuido a horadar aún más los ya desgastados y, en según qué partes, frágiles cimientos del Estado.
Este demencial ataque al sistema me obliga a reconocer, aunque no me haga mucha gracia, que coincido con mi padre cuando afirma, en ese innecesario libro que acaba de publicar, que «nada está garantizado: las instituciones que hemos construido y que creemos sólidas pueden tambalearse bajo el yugo de políticos sin moral, más preocupados por su poder personal que por su país. En España, como en cualquier otro lugar, debemos permanecer alerta. El momento es crítico». Sí, el momento es crítico, como señala. Estoy de acuerdo. Preciso: es más crítico que en otras ocasiones de nuestra historia reciente porque ahora, en este instante, en esta parcela espacio-temporal que nos ampara, nuestros enemigos ya no dudan en mostrar su rostro, iluminado por el negro sol de la destrucción.
Hace unos días, el diez de diciembre, presidí el acto de promesa del cargo de la nueva fiscal general del Estado, doña Teresa Peramato Martín. Mientras se desarrollaba el breve evento, tomé en consideración lo que nos había conducido a ese momento: la dimisión de su antecesor por una sentencia que, grosso modo, apunta al calificativo de injusta y sitúa a quienes la han dictado por el carril de una prevaricación que a nadie debería causar indiferencia, pues hablamos de garantes, desde el lugar que ocupan, de la integridad del Tribunal Supremo. Si las altas instancias jurídicas del país no están a la altura de lo que se espera de ellas, ¿qué futuro nos aguarda? ¿El caos? ¿La ingobernabilidad? El poder judicial es el responsable de la paz que nos reconcilia con la vida que queremos y podemos vivir porque sobre él hemos asentado el Estado de Derecho que nos ampara. Es el pilar de la equidad, el guardián de las esencias constitucionales, el velador del equilibrio. Si quienes son sus agentes protectores fallan, el Estado falla; y si el Estado falla…
Creo que a nadie debe extrañar en este momento la preocupante erosión institucional que está viviendo nuestro país y que lleva incubándose desde hace una década; posiblemente, desde mi acceso al trono y, con ello, desde que comenzó una nueva etapa de la historia reciente de España que, nos guste o no, ha sido forzada, abrupta, inesperada: no vino de un proceso de deterioro biológico del anterior titular de la jefatura del Estado que deviniera en su fallecimiento y diera paso a su heredero, sino de una abdicación provocada por situaciones que, por sí mismas, habían ocasionado un serio daño a la reputación de la Corona. Al ser nuestro sistema una monarquía parlamentaria, los vasos comunicantes que vinculan La Zarzuela con los poderes del Estado, contaminados también a su vez de sus propios males, han creado una atmósfera de descrédito generalizado que ha llegado hasta el presente.
A los comportamientos dudosos o abiertamente delictivos de muchos políticos, sobre los que la justicia debería caer de lleno, se le suma el interés de no pocos homólogos por este desangramiento institucional, inspirado en el convencimiento de que solo así será posible reemplazar a quienes se hallan ubicados en las bancadas del poder ejecutivo. De ahí, ese incremento sin mesura ni lógica de las dimensiones de la herida institucional de la que sangramos, ensanchando el problema que generan, acrecentando el estado de malestar que nos envuelve; desconociendo, y eso es lo grave del caso en lo que les afecta, que no llegarán al poder estos aspirantes porque tengan propuestas válidas, sino porque no hay nadie que sustituya a los que ahora gobiernan, los cuales, en honor a la verdad, todo sea dicho, no son precisamente santos de mi devoción. No alcanzarán la deseada meta los mejores, sino los menos malos; o sea, los que —contemplados con la necesaria perspectiva— se han encargado de dañar el país que pretenden dirigir. Así las cosas, inevitable es la pregunta: ¿Qué puede salir bien con esta manera de pensar y de actuar?
No me preocupa que se disuelvan las Cortes ni la convocatoria de nuevas elecciones. En un sistema democrático, esto debería ser tan natural como respirar en los seres vivos. Lo que me inquieta, me desconcierta y me irrita es la presencia de grupos antisistema, de embanderados anticristianos —por muchas cruces que hagan y lleven—, que abominan de la democracia y que, para destruirla, se valen de los mecanismos que les ofrece la misma democracia que desean destrozar. No sé cómo hay formaciones políticas que, con tal de llegar al poder, están dispuestas a pactar con estos kamikazes del progreso, la libertad y la convivencia; estos auténticos ignorantes que no son capaces de darse cuenta de que arrasando con el modo de vida que nos hemos dado los españoles desde hace medio siglo también harán lo propio con el suyo. La democracia no reclama sabios para ser gestionada, solo individuos generosos y aptos en los negociados de la paz y la concordia, de la igualdad y la tolerancia. Por eso, no puede favorecer que mercenarios cuyo único fin es asaltar las instituciones a través del odio tengan un lugar destacado en los asientos reservados para los supuestamente encargados que la han de proteger para que perdure de la mejor manera posible, distribuidos constitucionalmente entre los poderes del Estado.
Por razones que escapan al sentido común, están abriéndose puertas a quienes ya no se esconden a la hora de declarar su intención de cerrarlas. Es incomprensible. Se expande un virus lesivo, dañino, destructivo, en la base de nuestro país. Hay que frenar a los que promueven un regreso a la España violenta del 36, la que sucumbió a una guerra que buscaron los que no sabían cómo vivir con la paz que les otorgaba la Segunda República, igual de pacífica en sus voluntades que la España de esta monarquía parlamentaria que ahora nos acoge. Hay que detenerlos, pararlos, impedirles el paso; decirles que «no, así no. Nunca así». No podemos aceptar que utilicen la libertad de expresión para eliminarla. En esto, debemos ser claros, firmes, taxativos: o se está con la democracia de un modo sincero, fiel, militante, incluso; o contra ella. Aquí no hay término medio. Por eso, pregunto: ¿Hasta cuándo vamos a permitir que se siga trazando esta senda que, de seguir así, nos habrá de conducir irremisiblemente hacia nuestro asolamiento como sociedad democrática? ¿Vamos a consentir que sea posible esta involución que postulan los señalados antisistema que habitan en las Cortes, estos okupas legalizados por las mismas urnas que desprecian, aupados por determinados sectores del orbe periodístico que alimentan intereses empresariales y económicos? En todo esto he pensado durante este año en el que nos tocaba celebrar la desaparición del dictador y, con ello, el inicio de un proceso como el de la Transición, tan necesario entonces como insuficiente, visto ahora con la debida perspectiva.
El tres de diciembre, en la Universidad Rey Carlos, en una jornada acerca del papel de la Corona en el proceso democratizador, pedí que «cuando estudiemos el tiempo de la transición, no lo hagamos llevados por la nostalgia, no es buena compañera, ni por el afán de idealizarlo, aunque algunos mitos sean necesarios y positivos, ni por un academicismo estéril que se agota en sí mismo. Estudiémoslo porque nos es útil aquí y ahora, porque contiene algunas claves muy importantes de lo que somos, de lo que somos como país, como sociedad y de lo que podemos hacer todos juntos». Unos días antes, el 21 de noviembre, en el Congreso de los Diputados, en un encuentro sobre la monarquía en el tránsito a la democracia, donde tuve la ocasión de, entre otras personalidades, conceder a mi madre el Toisón de Oro por «su dedicación y entrega al servicio de España y de la Corona», y su demostrada lealtad, digámoslo ya, pues su discreción y silencio frente a los desmanes de mi progenitor han reforzado a la institución o, al menos, han impedido que se debilitara más de lo estimado —sin ella, las posibilidades de reinado tanto mías como de mi hija Leonor se hubiesen diluido más pronto que tarde—; en ese acto en la Cámara Alta, repito, hablé de que la España democrática, «antes incluso que un país, un pueblo o un territorio, es una idea. Una idea hermosa que encarna lo mejor de lo que somos»; y lo que hay que hacer con las ideas hermosas, provechosas, necesarias, es protegerlas, proyectarlas, esforzarnos para que siempre estén presentes en nuestras vidas. Lo que siguió a la muerte de Franco fue lo más efectivo que se podía llevar a cabo entonces y que se logró realizar: cayó definitivamente la perfecta dictadura (cruel, como no puede ser de otro modo) y vino la imperfecta democracia (esperanzadora, como se asume que siempre es). Recuerden, porque estas son fechas para ello, que los deseos de libertad y de finiquitar un régimen tiránico como el franquismo permitieron aprobar la Ley para la Reforma Política en 1977. Con ella, recorrimos el camino que nos convenía: fuimos de la oscuridad a la luz, de la dictadura a la democracia. Ahora se está propugnando desde bastantes sectores influyentes el inverso: volver a las penumbras, al negro absoluto, al final de todo lo que nos ha costado mucho conseguir y conservar a lo largo de medio siglo. Por eso, reconozco que de todas las oportunidades que he tenido para dirigirme a vosotros en este formato tan particular —donde me expreso libremente, sin supervisión gubernamental, como hace mi padre por su cuenta y riesgo, publicando lo indebido y hablando donde no conviene y de un modo que no le corresponde—, de todas las ocasiones disponibles, insisto, he de admitir que esta es la más complicada, pues nunca imaginé que el año en el que se cumplían cincuenta años de la muerte del autócrata que tanto maltrató a nuestro país durante cerca de cuatro décadas, que el año en el que se celebraba el deseo común de un regreso de la democracia después de la Segunda República, fuera un año en el que la apología de la dictadura ocupara un lugar tan destacado no solo desde esas facciones ignorantes, fanáticas y despiadadas que siempre han existido, sino incluso en el interior de colectivos institucionales como los que conforman los representantes políticos y judiciales.
La Corona ha de contribuir a la estabilidad de la nación o, en su defecto, a no incrementar la incertidumbre; y ahora mismo, cuando destacados sectores con intereses económicos —a lo que se reduce todo al final— se han empeñado en que este país parezca ingobernable y, en consecuencia, que el estado natural de su ciudadanía sea la ira desmedida y el descontrol, debo asumir que la institución que represento no está en su mejor momento. No negaré que buena parte de esta intranquilidad que os he manifestado tiene su origen en lo que podríamos denominar “fuego amigo”. Mi antecesor no me lo pone fácil. Su último libro, Reconciliación, es imprudente, innecesario, dañino para el trono, porque airea con ligereza cuestiones que deberían quedar dentro del ámbito privado. Flaco servicio hace a la monarquía cuando me coloca en una situación incómoda al convertirme en culpable indirecto de su ostracismo. No sé por qué no siguió el prudente consejo de mi abuelo, que mi progenitor cita nada más comenzar la obra: «Mi padre siempre me aconsejó que no escribiera mis memorias. Los reyes no se confiesan. Y menos públicamente. Sus secretos permanecen sepultados en la penumbra de los palacios».
Juan Carlos I ha de saber que nadie le ha robado su historia, como declara; que suya es, que está documentada, estudiada, analizada, difundida, señalada; que sus reconocimientos son los que son, sin que ello suponga librarle de los errores que también ha tenido. Nadie niega que recibió el poder absoluto de un déspota —ni él renuncia por fin a llamar aquellos años por su nombre verdadero— ni que, aun así, tomó decisiones que favorecieron la llegada de la democracia. ¿Alguien dice lo contrario? ¿Quién le ha arrebatado este mérito? Él y muchos a su alrededor —en esto, el éxito es colectivo, nunca individual— contribuyeron a forjar el sistema político que nos ha llevado hasta nuestros días. Mejorable, por supuesto; pero infinitamente más válido que la dictadura.
Me ha disgustado la actitud de víctima con la que se expresa. No tiene sentido. Afirmar, con el patrimonio que posee, que es «el único español que no cobra pensión después de casi cuarenta años de servicio» roza, cuando no traspasa, la impertinencia; y alguno de sus leales, si alguno tuviera, debería hacérselo ver. ¿Quién lo ha asesorado? ¿Quién de los que le rodea ha visto afortunada esta analogía entre su situación y la del resto de jubilados de nuestro país? Pero aquí no acaban los malos consejos, no. ¿Quién le ha permitido, no impidiéndoselo, no llamándole la atención por ello, que apele a la voz “consenso” para sostener que el sí a la Constitución fue, a la vez, un sí a la monarquía? Ambos conceptos no se separaron. No aceptar la carta magna que se votaba suponía estimular la bunkerizada idea de que España quería que continuara el régimen dictatorial de Franco. Es un secreto a voces. ¿Por qué airear este cuestionable visto bueno hacia una institución que se consolidó durante el último cuarto del siglo XX gracias a los silencios tácitos? ¿A qué viene esta descompostura?
Los hechos son los que hablan por nosotros. Él mismo lo escribe: «No podemos decir: “Trabajo hasta las nueve de la noche y luego ya no soy rey, vuelvo a ser una persona privada, un ciudadano español”. Esta no es solo una función, es una forma de vida. Tenemos que ser reyes las veinticuatro horas del día». Si se es rey las veinticuatro horas, las veinticuatro horas habrá que actuar como tal. No entiendo esta reconvención: «Comprendía que Felipe, como rey, adoptara una postura pública firme, pero sufrí que como hijo se mostrara tan insensible. Siempre traté de ser un padre atento y afectuoso, pese a las obligaciones que me reclamaban. Sin duda le resultaba difícil conciliar sus deberes como rey y sus sentimientos como hijo, separar el aspecto oficial de las consideraciones familiares». Ahora yo soy rey y lo soy las veinticuatro horas. No me queda otra. Lo asumo. Soy rey y, por supuesto, principalmente, humano. Muestro mis errores, minimizo mis aciertos, reconozco mis incapacidades, ofrezco mis virtudes, si alguna tuviera. Un hombre soy. Nada más. Un simple hombre situado en una tesitura excepcional, pues a muy pocos, poquísimos, se les concede el privilegio de representar a una nación.
No me parece elegante la insolente y capciosa observación dirigida hacia mí acerca de que «la Corona de mi hijo se asienta sobre una base institucional de la que yo soy el padre. El artículo 57.1 de la Constitución es claro: “La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”. No descansa sobre varias generaciones de monarcas constitucionales; descansa enteramente sobre mí». ¿Es esto un chantaje formulado con el fin de trazar una prevalencia de su posición de rey emérito frente a la mía de rey titular? Es inaceptable. Como lo es de igual manera la apelación a las comodidades de mi nacimiento y crianza en La Zarzuela, opuestas a las adversidades que él tuvo que pasar en diferentes lugares de Europa durante su infancia. ¿Por qué este desafuero?
La discreción es una cualidad exigible para los que pretenden ser buenos gobernantes. Desde el momento en el que se alude al artículo 57.1 como arma de reproche, se está cargando la idea de que la generosidad en la cesión del poder para que llegara la democracia no fue tal; que no hubo altruismo, sino una negociación basada fundamentalmente en intereses personales: democracia a cambio de blindaje. Ese blindaje es el que le ha permitido gozar de la libertad que ha tenido y amasar la fortuna que hizo de un modo impune. ¿Entienden ahora por qué concedí a mi madre el Toisón de Oro? Porque mostró la prudencia y la dedicación necesarias para que la monarquía se pueda ver y entender como una institución equilibrada, sensata y razonable, aunque hay razones para considerarla como una familia desorganizada y llena de problemas. En su libro, mi padre nombra a su prima Lilibeth, conocida también como Isabel II, a través de una cita: «Hay que ser visto para ser creído». Lo hace para sostener que no se reina enclaustrado en un palacio. Yo tomaré esa misma reflexión para defender que, para reinar, hay que ser visto de manera honorable, recta y sin mácula; y en esto, mi progenitora siempre estuvo a la altura esperada. Salvando las distancias y las particularidades, creo que ha protegido más y mejor a la Corona, a pesar de su papel secundario, que su titular, pues lleva cumpliendo con esta labor desde que se casó, hace ya sesenta y tres años.
Los leales a la figura de Juan Carlos I, que no son tales, conscientes o no, ignorantes o malvados, están contribuyendo a que el trono sea cada vez más frágil. En este grupo incluyo a los partidos que han declarado su adhesión a la institución que represento y que, se supone, están con la democracia y conmigo. Ninguno está siendo de gran ayuda para la necesaria estabilidad de la nación por culpa del enrarecido ambiente que alimentan diariamente y que salpica, de un modo u otro, a la Corona. Trato por todos los medios de que el descrédito no inunde este bastión de la pulcritud, que debería ser la jefatura del Estado. De ahí que esté vigilante para que no se dé aquello que mi propio padre ha admitido que hubo: la existencia de «algunos empresarios poco escrupulosos» que actuaron en su nombre y que «traicionaron» su amistad, como señaló: «Se presentaron como mis intermediarios, para enriquecerse. Bajé la guardia por exceso de confianza. También por ingenuidad». Ahora, en el otro lado, sin diadema, quizás se esté rodeando igualmente de los que no debe y favoreciendo que el mismo perjuicio de antaño se siga produciendo.
Me preocupa el daño que este libro puede ocasionar a una Corona que tiene claro que está y estará siempre donde los españoles quieran situarla. Me desazona la posibilidad de que se emplee como instrumento para poner en duda su validez. Y sí, ¿por qué negarlo?: acepto que no me ha gustado esta deslealtad de quien tendría que ser el primer protector del trono, por saber lo que cuesta su conservación. Me duele reconocer que las páginas de esta Reconciliación han contribuido a que se agrande aún más la distancia que mantenemos, que no solo es física, sino emocional. Al infortunio de su contenido le corresponde también, sin duda alguna, el de su título.
Qué lástima que ocurra esto y que con ello se desvíe la atención sobre cuestiones de la Casa Real que importan. Por ejemplo: la princesa Leonor sigue formándose para dar lo mejor de sí cuando le toque reemplazarme, si las circunstancias para que eso suceda son las que han de ser. A mediados de julio terminó su formación naval y a principios de septiembre ingresó en la Academia General del Aire y del Espacio. Poco a poco, su preparación se completa. Pronto deberá atender otras exigencias propias del cometido que tiene asignado y, a medio plazo, cumplir con la obligación de coadyuvar con la continuidad de la dinastía. La vida prosigue con el trazado de su cauce. Su condición demanda de ella no desatender estos asuntos.
Su Alteza Real la Infanta Doña Sofía alcanzó la mayoría de edad el 29 de abril. Esto ha supuesto un doble sentimiento encontrado para la familia. Algo natural, normal, inevitable en los padres y madres. Por un lado, la extraña sensación que produce el constatar que los años pasan velozmente y que las experiencias de la niñez y la adolescencia con los hijos ya quedan atrás, en el baúl de los recuerdos, dispuestas únicamente para ser evocadas cuando se den las ocasiones para ello. Reconozco que esta reflexión no ha dejado de estar presente a lo largo de 2025. Es posible que empezara a finales de febrero, cuando la Reina y yo asistimos a la exposición “La tiranía de Cronos”, realizada en el Banco de España, institución que conserva una colección de relojes ciertamente impresionante y donde la artista Annie Leibovitz mostró al público los nuevos retratos que nos había hecho y que tanto debate generaron acerca de cómo aparecíamos y de cómo el tiempo nos podría llegar a juzgar a partir de lo que representaban las imágenes.
Por otro, el deseo de que la novedosa perspectiva vital que ha de afrontar con la adultez, ahora que es absolutamente responsable de cuanto haga y quiera hacer, le resulte favorable. Va a tener que decidir sobre muchos asuntos personales y profesionales ella sola y sin desatender las obligaciones contraídas con España por mor de su condición de alteza real. Cuenta y contará siempre con el apoyo incondicional de sus padres y de su hermana hasta el último instante, con lealtad, con cariño, con dedicación, sin escatimar nada.
En el transcurso de este año, en los numerosos momentos significativos en los que me ha tocado participar, he pensado en bastantes ocasiones en lo que os he venido contando. La última o penúltima vez fue cuando tomé juramento del cargo a la actual Fiscal General del Estado el pasado diez de diciembre. El mismo día —todo sea dicho de paso— en el que tuve la oportunidad de mantener un encuentro con el presidente del Estado de Palestina, el señor Mahmoud Abbas, que recuerdo vivamente porque hablamos del falso acuerdo de alto el fuego y, por supuesto, del incierto número de fallecidos que se da y que, de alguna manera, busca relativizar una tragedia que, a esta altura de los acontecimientos, supera con creces cualquier alcance significativo de la palabra “genocidio”.
Somos una nación con una historia trágica y violenta. Por eso mismo tenemos la fuerza moral para decir «basta ya» a este holocausto consentido por Occidente. Y por eso mismo también, porque somos un país que cree en los derechos humanos, me siento profundamente orgulloso de los españoles que, con sus limitados medios —tanto comunicativos como logísticos— y exponiéndose a graves consecuencias, han hecho frente a las atrocidades cometidas por Israel contra Gaza. Este crimen se está pretendiendo atenuar con cifras que, a mi juicio, son insuficientes. No creo que hayan muerto setenta mil semejantes. Ese guarismo hace tiempo que se tuvo que sobrepasar. Por la propia lógica de la barbarie, las cifras han de ser mayores porque la crueldad de los invasores no ha dejado de producirse. No, no han perdido su vida solo 70.000 personas; 700.000, en todo caso; un millón, probablemente; ¿más?, ¿por qué no? El silencio de las cantidades reales sirve de encubierta autorización para que se mantenga la aniquilación de un Estado indefenso gracias a la connivencia de los políticos y los medios de comunicación, que suavizan con eufemismos y circunloquios lo que la realidad de las imágenes y los testimonios se empeñan en mostrar de una manera tan clara como desgarradora.
En nuestro encuentro, le expresé al señor Abbas mi convencimiento de que había una confabulación entre quienes pueden detener el exterminio para que su pueblo desaparezca. Nos entristecimos juntos y juntos asumimos que esta masacre solo obedece a cuestiones que nada tienen que ver con la seguridad de los israelitas, como alegan los sionistas, sino con intereses estratégicos y, fundamentalmente, económicos. El tres de noviembre compartí estas ideas con la Federación de Comunidades Judías de España, con la que mantuve una audiencia muy enriquecedora. La población de esta religión en España la integran setenta mil personas. Setenta mil —otra vez la misma cifra, qué curioso, ¿verdad?—. Hablamos de las sinagogas, unas treinta hay en el país; de centros educativos específicos, de consideraciones sociales del colectivo y, por supuesto, de cómo la asociación de las voces “judío” y “sionista” les causa un perjuicio, pues los que desconocen el significado de cada vocablo tienden a concluir de un modo desacertado que ambos términos son sinónimos. De ahí la existencia de muchos que sostienen que todos los judíos defienden la mal llamada —por culpa de políticos y medios de comunicación mundiales con deleznables voluntades— “guerra de Gaza”. Esto es mentira: ni todos los judíos apoyan la matanza que se está llevando a cabo en el Estado de Palestina ni aquello que allí se está produciendo debe denominarse “guerra”. Al pan, pan; y al vino, vino.
Una guerra en el más amplio sentido de la palabra es la que mantienen Ucrania y Rusia. Con el visto bueno de Estados Unidos, que se divierte malmetiendo y malbaratando cuanto toca. Que hable Europa, convertida en una suerte de monigote, en una entidad supeditada a los caprichos y malandanzas de las autoridades yanquis. La Europa de la libertad y de la cultura, la del progreso y la concordia, cual pelele, ha decidido dejar a un lado su autonomía y liderazgo para bailar al son de una abúlica pareja, que no duda en menoscabar y fragmentar la tradicional alianza que han mantenido a lo largo del siglo XX. ¿Por qué? ¿Por qué esa soberbia, ese desprecio, esa falta de tacto diplomático? ¿Es consciente la Administración Trump de que, con su actitud, está estimulando la idea de que, quizás, sea mejor para nosotros ahora establecer nuevas asociaciones económicas, comerciales y tecnológicas con otras superpotencias (China, Rusia, India…) o reforzar e incrementar las que ya tenemos con las nombradas?
La necesidad de irrumpir, interrumpir y romper del mandatario estadounidense es tal que, en lo que lleva de usuario del despacho oval, ha contaminado cuanto ha caído en sus manos. ¿Una de sus últimas artimañas? Promover encubiertamente que un premio tan significativo como el Nobel de la Paz recaiga en alguien que aprueba que un país extranjero se apodere de la principal fuente de riqueza de sus compatriotas. Hablo de petróleo, hablo de Venezuela; y eso que el señor Maduro, precisamente, como antes expuse acerca del ejecutivo español, no es tampoco santo de mi devoción.
La realidad es la que es: desde el 20 de enero, el titular de la Casa Blanca ha dado pasos agigantados para desestabilizar el mundo más de lo que ya estaba. Los ejemplos sobre la falsa paz de Gaza —los ataques persisten, la crueldad continúa— y las veleidades con las que está gestionando la situación de Ucrania, que tuve ocasión de transmitir al propio presidente Volodymyr Zelenskyy —tanto en septiembre, durante mi asistencia al debate del 80º periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde pude saludarle, como el pasado 18 de noviembre, cuando vino a España y fue recibido en el Palacio de La Zarzuela—, son claras muestras de hasta qué punto están de más los sobreactuados héroes y los que van de tales, y cuanta falta nos hacen los aliados y los foros donde, entre todos, seamos capaces de construir una paz duradera a partir de sólidos acuerdos.
No digo nada ahora que no dijera en el citado encuentro en la ONU, cuyo tema fue: “Juntas y juntos somos mejores: 80 años y más por la paz, el desarrollo y los derechos humanos”: «Creer en las Naciones Unidas es creer con firmeza en la universalidad de los principios y valores recogidos en su Carta y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos; es eludir la tentación de modularlos con particularismos, con relativismos, con excepciones. Porque la dignidad del ser humano no es negociable…». ¿Qué son esos particularismos, esos relativismos, esas excepciones? ¿No son señales dirigidas hacia esos gestores del miedo y generadores de odio, situados en puestos donde tanto daño pueden ocasionar? Nunca creí que fuera posible asumir como una certeza y no como una probabilidad el que estemos en el prólogo de un mundo que va camino de la guerra. Una guerra que, de darse, no acabará con unos, permitiendo que otros sobrevivan. No será la hipotetizada una guerra de vencedores y vencidos, sino una que nos conducirá a la autodestrucción, a la aniquilación de nuestro modo de vida y, a la larga, de nuestra especie.
Nunca he deseado estar más equivocado. Ojalá mis impresiones estén desacertadas y no pasen de ser una respuesta anímica un tanto exagerada, extrema, desvirtuada, literaturizada, sobre una situación tan inquietante como la que estamos viviendo. A 2026 le voy a pedir cordura. Cordura para la paz. Cordura para el entendimiento. Cordura para la fraternidad. Cordura para esos Derechos Humanos que han de traspasar los límites de la sugerencia para convertirse en obligaciones. Cordura para que el espíritu de estos días de encuentro y convivencia permanezca en el año nuevo y que tengáis —os lo deseo, junto a la Reina y nuestras hijas, la Princesa Leonor y la Infanta Sofía— una muy feliz Navidad. Eguberri On, Bon Nadal, Boas Festas.
*Victoriano Santana es doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.