Antonio Morales*
No pretendo plantear con este artículo un debate sobre Monarquía o República, algo, por otra parte absolutamente legítimo, sino profundizar en la
necesidad de buscar elementos que frenen el deterioro creciente e imparable de la Democracia española y
las instituciones que la sostienen. Estamos viviendo, sin ningún tipo de dudas,
los peores días para nuestra democracia desde el intento de golpe de estado del
23 de febrero de 1981, agobiados por una crisis económica, que ha devenido en
social y política, con un Gobierno sometido a las políticas neoliberales más
miserables y una oposición mayoritaria incapaz de plantear alternativas. Las
medidas de recortes laborales, sociales y de derechos y libertades y la
ineptitud para frenar la sangría del paro, la pobreza, la exclusión social, el
miedo y la desesperanza, no hacen sino ahondar en el desapego, el desafecto y
la difidencia de los ciudadanos hacia la política.
La grave negligencia cometida por el Rey Juan Carlos, que días antes nos
había dicho que le quitaba el sueño la situación de muchos españoles, con un
viaje a Botsuana para matar elefantes por puro placer (él, que es presidente de
honor de Adena–WWF); su participación en una cacería gratis total, que tuvo que
costar más que los trajes que llevaron a Francisco Camps ante la Justicia y que fue pagada
por un intermediario sirio-español especialista en grandes negocios como la
compra de petróleo a Arabia Saudí o el AVE La Meca-Medina; la
revelación de que estaba en compañía de una amiga muy intima, lo que ha
puesto de relieve una relación que cuestiona a su esposa y a la Reina, entre otras cosas; la
falta de sensibilidad para con la realidad de este país y sus hombres y
mujeres…, ha supuesto, de repente, un aumento considerable de la desconfianza
de los ciudadanos en las instituciones.
Una ley de silencio más o menos impuesta y una continua alabanza y
propaganda (no se podía decir otra cosa) en todos los medios de comunicación, y
durante décadas, hacia la
Casa Real, no han impedido que en los últimos años el
prestigio de la monarquía haya ido cayendo en picado, según nos muestran las
últimas encuestas del CIS. Pero parece que no somos conscientes de la situación
y volvemos a las andadas. Nada más conocerse el escándalo de Botsuana la
carajera que se montó fue de mucho cuidado (Juan Luis Cebrián dice que a causa
de las redes sociales y no por los medios de comunicación tradicionales), pero
todo se ha intentado de nuevo cubrir con un tupido velo y cerrar así los ojos a
la realidad.
Tras la elaborada estrategia de una forzada petición de disculpas, de
nuevo la mayoría de la prensa se lanzó a intentar hacer olvidar el
asunto, sin ahorrarse las maneras más cortesanas y manipuladoras: para el
editorial de El País estábamos ante un "gesto sin precedentes"; El Mundo casi
nos hacía llorar con una soflama en la que nos intentaba convencer que el pedir
perdón era un gesto que honraba al Rey por encima de todas las cosas; Carlos
Herrera nos recordaba la inviolabilidad y la inescrutabilidad real y la
innecesidad de pedir perdón; otros afirmaron que se trataba de solo una
anécdota que no podía borrar tantos años de servicio a España… En fin, la
catarata de adulaciones se precipitó en veinticuatro horas a la vieja usanza.
Todos los súbditos se aprestaron rápidos a apagar el fuego. Quien mejor
lo describió, y no suelo coincidir con él en nada, fue Federico Jiménez
Losantos: "Si España fuera un organismo vivo, ayer hubiera muerto de diabetes.
No hay cuerpo capaz de resistir tal descarga de azúcar, tal catarata de
almíbar, tal inundación de miel…".
Esta democracia está necesitada en estos momentos de algo más que
gestos. Ya no nos sirven solo los gestos. Y acabamos de perder una oportunidad
histórica. Después de ver todo lo sucedido, de apreciar la opinión de la
ciudadanía, de leer las encuestas esclarecedoras, los partidos políticos
españoles mayoritarios (de nuevo el PP y el PSOE demostrando ser una cosita muy
parecida en estas cuestiones) han sumado sus votos para impedir que la Casa del Rey se incluya en la
ley de transparencia que se tramita en el Parlamento, con la excusa de que no
se trata de una administración pública y en contra de la opinión de expertos
juristas que opinan todo lo contrario. De nuevo la opacidad y los privilegios
que siembran dudas, rechazos y confrontación.
Si a estas alturas resulta rotundamente anacrónico que la Constitución española
contemple, en el Título II de la
Corona, artículo 56.3, que "la persona del Rey es
inviolable y no está sujeta a responsabilidad" si cometiera delitos o faltara a
sus obligaciones, no lo es menos que a la ciudadanía de este país no se
le deba dar cuenta de sus hechos.
La afirmación del mismo Rey de que todos los españoles somos iguales ante la
ley no se puede quedar en pura demagogia. No es cierto lo que dijo, pero no
podemos conformarnos. La legitimidad de la democracia exige una auténtica
igualdad. Sin distinciones. Y más cuando no estamos seguros de que si se hacen
excepciones se nos garantice un escrupuloso cumplimiento de la legalidad. Si no
se tiene nada que ocultar, tampoco deben existir razones para que se impida que
la Casa Real
se someta igualmente a los controles públicos. La ciudadanía tiene todo el
derecho democrático a saber en que se gasta la Casa Real los más de
ocho millones de euros que se le asigna; cuánto cuesta verdaderamente la Monarquía, incluyendo
seguridad, personal del Estado, el mantenimiento de los edificios que usa
(Zarzuela, Marivent, el palacete que se le construyó a Felipe, los Reales
Alcázares de Sevilla, el Pazo de Mariñán, el palacio de Albéniz, en
Barcelona..); cuánto cuestan sus viajes, sus cenas de gala, el coste de los 135
funcionarios de la Casa,
los vehículos oficiales, los caballos,…, que también costea el Estado. La
ciudadanía debe saber cuál es el patrimonio personal del Rey y en cuánto ha
aumentado desde que es Jefe de Estado; con quién hace negocios y con
quién los ha hecho y si esta actividad no interfiere y es compatible con su
tarea pública; cuál es la relación de la Reina con el Club Bilderberg; cuándo supo y
cuando dejó de saber sobre los negocios de su yerno Iñaki Urdangarín; quién le
ha regalado y quién mantiene sus yates, su impresionante colección de
coches y motos de lujo; por qué su hija Cristina trabaja en La Caixa y su marido en Telefónica
con unas remuneraciones y privilegios extraordinarios; cómo han sido sus
cacerías en distintos lugares del mundo que han incluido un oso en condiciones
de dudosa ebriedad, elefantes, etc. Todos debemos saber si sus relaciones
íntimas con otras mujeres ponen o no en riesgo la sucesión de la Monarquía y si cuestiona
la dignidad de la Reina
y de la institución o no; por qué la mujer del socio de su yerno resulta
imputada y la Infanta
no; qué ocurrió realmente el 23
F, donde no existe unanimidad en el análisis, aunque nos
intenten vender lo contrario; qué sucederá con la estrategia del socio de su
yerno en Nóos, que nos va a ir sacando a cuentagotas documentos que relacionan
al Rey con el caso…
En un Estado democrático nadie puede dejar de estar sometido al imperio de
la ley. Todos debemos rendir cuentas y ser transparentes (sindicatos y partidos
políticos también). Las administraciones públicas deben tener los bolsillos de
cristal….
La crisis lo resquebraja todo y la Monarquía no se libra de ello, y menos si se le
somete a actitudes irresponsables. Para la Monarquía, para la Democracia, la crisis
provocada por la actitud del Jefe del Estado se ha cerrado en falso, aunque nos
quieran vender lo contrario, y eso nos compromete a todos. No se nos puede
reprochar entonces que hablemos de que se debe modificar la Constitución para
garantizar la igualdad de todos, que demandemos la mayor de las transparencias
e, incluso, que se hable sin tapujos de abdicación o República.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes.