Gregorio González*
Año 313. Constantino el Grande firma el Edicto de Milán y, desde ese momento, Iglesia y Poder inician una andadura de connivencia y entendimiento que llega hasta nuestros días. Dicho de otra manera, la voluntad de Dios ha estado emparentada con la voluntad de las élites dirigentes y, durante mucho tiempo, los púlpitos han venido amparando y justificando los modos de ejercer el poder de unos pocos.
La simbiosis entre Iglesia, que controla a la masa mediante el reparto de premios celestiales a los obedientes y castigos infernales a los díscolos, y Estado, que recompensa esa cooperación con prebendas y privilegios, se ha mantenido viva durante siglos, y aún hoy se mantiene, porque a ambos conviene.
Las más de las veces, ese peso de la Iglesia en la sociedad, ese control férreo de la conciencia colectiva, ha sido un freno para el avance científico y social. Sus posiciones ultraconservadoras han estado respaldadas por órganos represores que ella misma ha creado. La Santa Inquisición condenó a muerte a Giordano Bruno, entre otras cosas, por ser un pensador liberal y apoyar la idea de la infinitud del espacio y defender que el Sol es el centro del sistema solar, el heliocentrismo. Galileo también tuvo serios problemas con la justicia eclesiástica. Al igual que Bruno, dijo que la tierra giraba alrededor del Sol y, solo por eso, por algo que hoy es admitido universalmente, estuvo a punto de convertirse en pasto de gusanos.
Traigo a colación estos sucesos como muestra de los errores que ha cometido la Iglesia, y alerto sobre los que aún comete. Veamos. Recientemente, los popes de la institución eclesiástica, entiéndase cardenales y obispos, se rasgaban las vestiduras porque el Tribunal Constitucional reconocía la legalidad de los matrimonios entre personas del mismo sexo.
"Es una agresión al matrimonio tradicional, una agresión a la sociedad española", dicen nuestros purpurados. Perplejo me quedo. ¿Cómo es posible que una decisión justa, que consolida y amplía derechos de personas y colectivos, que a nadie perjudica ni a nadie ofende, haya originado tanto resabio y tanta indignación en unos dignatarios eclesiales que presumen de llevar la caridad por bandera? No lo entiendo.
Por contra, cuando la avaricia de unos pocos eleva el número de parados a cifras insostenibles, cuando miles de familias humildes están aterradas porque no tienen nada que llevarse a la boca, cuando la epidemia de la pobreza avanza entre las clases más necesitadas, cuando más de la mitad de nuestro jóvenes viven una angustiosa desesperanza, cuando muchos ciudadanos, personas honradas y trabajadoras, sufren el acoso de unos bancos usureros que le chupan la sangre..., ¿dónde está la Iglesia?
Son los curas de pueblo, los responsables de pequeñas parroquias y un número considerable de voluntarios los que, con más tesón que medios, hacen esfuerzos por facilitar la vida de sus feligreses. Lamento que la jerarquía eclesiástica, que vive lejos, entre oropeles y tapices, cortinas, alfombras y lujos varios, no pueda oír el lamento de la calle.
Cuándo estará la curia del lado del pueblo que sufre. Cuándo será este estamento el altavoz que denuncie las injusticias que cometen las clases privilegiadas. Cuándo, por fin, se pondrá del lado del evangelio, cuándo arrimará el hombro para que la especie humana avance por los caminos de la equidad, la justicia y la razón. ¡Sólo Dios lo sabe!
*Gregorio González es profesor y vocal de la Mesa de Roque Aguayro.