Miércoles, 30 de septiembre.
*Victoriano Santana
Lo miré fijamente, respiré hondo y le dije a continuación lo siguiente: "Imagina un cubo. Seis caras. Si una mira hacia el norte, fácil será deducir cuáles hacen lo propio con el resto de los puntos cardinales. Tampoco será difícil captar las caras situadas arriba y abajo.
Con el cubo ya visualizado, situemos en el centro del poliedro a un docente. Ahora mismo, porque mi realidad profesional se impone, estoy pensando en uno de secundaria; pero no creo que sea un gran problema extender el planteamiento a uno de infantil y primaria. Quizás tampoco sea muy difícil proyectarlo en quienes imparten clases en la enseñanza superior. Sigo.
En el centro, lo dicho: un docente; un profesor que mira hacia el norte y contempla, frente a él, cuatro grupos escolares. Para no complicar las cuentas, digamos que cada uno tiene veinticinco discentes. Cien seres humanos en total; cien individualidades que, condicionadas por su particular idiosincrasia, personalidad, valores, expectativas, cultura, formación, prioridades…, prejuzgan y juzgan, explícita e implícitamente, al sujeto que tienen frente a sí, o sea, el docente que se les muestra desde la cara norte del cubo.
Detrás de cada discente, de cada conjunto individual de prejuicios y juicios, están sus representantes legales (ascendientes y personas habilitadas) y un sinnúmero de adultos que forman parte de su entorno privado, que también aportan los suyos. Si asignásemos a cada estudiante dos personas de este colectivo, veríamos que el docente recibe del norte la presión de trescientos cerebros, trescientas bocas, trescientos pares de ojos, trescientos oídos… Aproximadamente. Más o menos. Eso si asignamos dos adultos por cada joven. Sí, ya sé, hay más de dos a su alrededor, pero… Trescientos está bien para lo que quiero demostrarte. Trescientos pensamientos unidireccionales que ejercen una presión constante a lo largo del curso escolar que no se circunscribe al ámbito del espacio físico del centro educativo, sino que se extrapola a cuanto tiene que ver con la vida personal del afectado hasta el punto de que, en mayor o menor medida, quedan condicionadas por estas presiones sus rutinas domésticas, sus momentos de esparcimiento, sus relaciones familiares, etc.
A la derecha del docente, en la cara este del poliedro, la presión viene en forma de colegas, que bien pueden formalizar sus prejuicios y juicios desde el departamento pedagógico que comparten y/o el equipo educativo en el que participan y/o, pensando a lo grande, el claustro al que pertenecen. Como suele confundirse el corporativismo (cuando se da) con el afecto, se tiende a pensar que las presiones de los colegas son asumibles; pero la verdad es que no, que en ocasiones la fuerza que ejercen sobre el afectado es mayor que la recibida por el norte porque lleva aparejada la existencia de consideraciones como el descrédito, el cuestionamiento de la profesionalidad, el menoscabo de la valía académica, las dudas lesivas sobre su compromiso por la mejora de la profesión, etc. 'No hay peor cuña…', dicen.
En la cara oeste del cubo, a la izquierda del docente, hallamos las presiones administrativas, que pueden venir desde dos puntos: uno, cercano, está conformado por los equipos directivos y por los representantes de unidades de gestión internas del centro (departamentos, tutorías…). Estas presiones pueden llegar a ser muy duras cuando los cauces de la comunicación y la cortesía entre los participantes dejan de fluir como deberían hacerlo; cuando se acepta, quizás sin que se haga de manera explícita, que una de las dos partes es víctima de la otra.
El segundo punto de este tipo de presiones, más lejano, menos perceptible directamente en el día a día escolar, pero más inflexible y frío en su determinación, viene de la mano de la inspección y de las autoridades de la consejería responsable de los menesteres educativos dentro de la comunidad autónoma. Es una presión que llega al afectado envuelta con una percepción de impunidad. Se asume que no hay posibilidad alguna de establecer una comunicación bidireccional y que, cuando la hay, la balanza estará descompensada: la otra parte siempre logrará imponer su posición. Aunque se haya argumentado con solvencia y rigor la naturaleza de las fisuras y roturas que muestra la postura que sostienen, el resultado será siempre el mismo.
Detrás del docente, en la cara sur, empuja la sociedad; así, en general, en su conjunto. Dos puntos de presión inciden en las espaldas del docente: por un lado, hay una suerte de empuje grato, deseable, amable… que se teme (y mucho) perder y que, por eso, puede dar lugar a episodios de estrés. Proviene esta fuerza de una actitud positiva, constructiva, de apoyo constante hacia la labor del profesorado. Cuando se manifiesta, tintinea en el ánimo del enseñante un intenso deseo por conseguir que esta agradecida confianza nunca deje de darse.
El otro punto de presión es el que abanderan los que, en su particular propósito por cuestionar todo cuanto tiene que ver con la educación, ponderando fallos, minimizando aciertos, esparciendo a diestra y siniestra culpabilidades sobre el estado actual de los jóvenes, llegan a poner en duda la labor que realiza el docente lanzando sus bombas de racimo en forma de críticas y ataques hacia su preparación académica, su cualificación pedagógica, su actitud profesional, etc.
En la cara del cubo que situamos debajo, habitan los pilares de nuestro docente, que también ejercen su particular presión. Ahí se sitúan su código deontológico, su formación especializada y didáctica, las constantes preguntas sobre si es suficiente el bagaje que trae consigo para cumplir con su función, etc. Es una toma de conciencia sobre el pasado.
En la cara superior del poliedro está toda asunción del presente y del futuro. Ahí habitan las presiones propias del quehacer diario: si está cumpliendo o no con lo que se espera de él, cuán preocupante es la percepción de desfase con respecto a la organización de su labor, de qué manera se puede mejorar dentro del aula; cómo buscar tiempo y energías para cumplir con la obligación de actualizarse, de estar al día en todo lo que se refiere a su profesión, etc.
Ahí se sitúan las proyecciones 'paternales' que un docente comprometido asume, llenas de buenos deseos y henchidas de notables preocupaciones, en torno a qué será de los discentes a corto, medio y largo plazo; sobre todo porque existe la conciencia plena de que la relación que mantienen el docente y los discentes tiene fecha de caducidad; y que, cuando finalice el curso, cada uno irá por su camino.
Seis presiones, tantas como caras tiene nuestro imaginado cubo, actúan con diferente intensidad en todos y cada uno de los cursos escolares en los que participa un docente a lo largo de una trayectoria profesional que, en la mayoría de los casos, llega a superar el cuarto de siglo.
Dime: ¿responde cuanto te acabo de apuntar a tu pregunta sobre el porqué del alto índice de depresiones, cuadros de ansiedad, malestar anímico, decaimiento… que presenta el profesorado? Seis presiones sobre un mismo punto, durante muchos meses, durante muchos años. Con este panorama, ¿no es milagroso llegar al final del camino laboral docente sin quebrarse o romperse?, le dije a mi interlocutor.
Me respondió que barría para casa, le señalé que nadie que no estuviera dentro es capaz de percibir esta situación; y me preguntó por qué, si esto era así, había quienes escogían dedicar su vida laboral a una profesión como esta. Lo volví a mirar fijamente, respiré hondo de nuevo y le contesté: 'Por vocación, amigo. Muy pocas ocupaciones, poquísimas, llegan a ejercerse con esta virtud por luz y guía'".
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.