Miércoles, 6 de enero.
Victoriano Santana*
Frente a mí, dos poemarios. Ambos se han publicado este año. Acabo de releer el primero. Osvaldo Guerra Sánchez es su autor. Su título: "Las siete extinciones". Es el tomo 18 de la Colección Faro de La Puntilla, que edita Mercurio Editorial y dirige Eugenio Padorno, un muy grande de las letras hispanas y, en consecuencia, una incuestionable garantía de la calidad que atesoran los títulos de esta selecta biblioteca.
Los siete poemas que ofrece el libro, depuradísimas piezas lingüísticas e inmejorables ejemplos de las infinitas posibilidades creativas que ofrecen las metáforas y las imágenes, representan un complejo e intenso viaje autobiográfico del recitador, transmutado en el símbolo de un árbol, a través de instantes puntuales de su existencia que revive como ese Bennu egipcio, ese Simorg persa o esa Ave Fénix citados al final del segundo poema. Todas las creaciones comparten como nexo común la noción de despedida: del barrio donde aún persisten elementos que sujetan al pasado (voces núbiles); de la ciudad a través del puerto y de ese barco que nos vuelve un Noé testigo de cómo desaparece con nuestra marcha aquello que nos fue cercano; de los acontecimientos y paisajes familiares anclados en un pasado que la conciencia ha vuelto etéreo; de las experiencias personales, profesionales e intelectuales que llegan al acto poético como "manojos de recuerdos que conforman un yo, toda la materia que ha ido sedimentando en mi Occidente".
Cada composición es un adiós evocado, una suerte de extinción. Nos vamos desapareciendo conforme acumulamos momentos en la retaguardia y, al mismo tiempo, nos esparcimos a medida que los proyectamos en un constante regreso desde la memoria. La unidad que somos, el Uno, que tiende a ir hacia ese platónico mundo de las ideas en su desembarazo del universo físico, nos vuelve islas en ese mar «que es el morir», siguiendo la metáfora manriqueña.
Las siete joyas vienen flanqueadas por dos citas del místico sufí Ibn Arabi (1165-1240) que nos lleva a establecer un vínculo entre este poemario y otro de nuestro autor titulado "Si existe el árbol (Cuaderno iraní)", que vio la luz el año pasado, en la editorial El sastre de Apollinaire. La cita que sirve de prólogo dice: "mientras subsista el más mínimo rastro de la condición criatural en el “ojo” del que contempla"; y la que hace de epílogo: "por su 'nombre' propio produce la extinción y, por su 'esencia', la permanencia".
Al final hay un apéndice compuesto por dos fragmentos en prosa que giran en torno a la mística francesa Marguerite d’Oingt (1240-1310). Aquí, en el símbolo del árbol-hombre con todas sus ramas-sentidos supeditadas a una entidad superior, percibo que se halla la clave para poder descifrar la procesión que representan los siete poemas sobre los que se edifica esta breve, profunda, espiritual y sumamente atractiva y recomendable propuesta literaria.
Me detengo un instante. Paladeo la experiencia lectora. No soy un experto, lo sé. En la lectura de versos, tengo mucho que aprender todavía; pero he logrado que en esta ocasión el poemario me impacte más que durante el primer acercamiento. Me ha invadido. Me ha usurpado la paz movilizando la curiosidad y el deseo de desentrañar, ahora sí, cuanto hay detrás de cada envolvente línea. He contemplado el libro y, dadas las capas de profundidad interpretativa que atesora, he visto en él un moderno “palimpsesto”, un delicado objeto editorial impreso de manera impecable en ese tamaño que en el Siglo de Oro se aceptaba como propio de las obras íntimas, los denominados libros de faltriquera: el octavo menor, aproximadamente; poco más del actual A6.
Miro el resto de la Colección Faro de La Puntilla. Está en mi despacho. Me quedan por leer cuatro o cinco títulos; por releer, porque así debe hacerse atendiendo a las exigencias del género, algunos más. Lo leído no ha seguido ninguna secuencia. Cuando me ha llamado el libro, he acudido. Miro el conjunto. Paso lista: el primer tomo es del maestro Eugenio Padorno, Hocus pocus; el segundo, de Lázaro Santana; el siguiente, de Antonio Puente; luego, Iván Cabrera Cartaya, y Aquiles García Brito, y Manuel Díaz Martínez, y Antonio Arroyo Silva, y Elvireta Escobio, y Ángel Sánchez, y Fernando Gómez Aguilera, y Noel Olivares, y Miguel Pérez Alvarado, y Melchor López, y José Miguel Perera, y Marcos Hormiga, y Aventino Sarmiento, y Vicente Mujica Moreno, y Santiago Acosta, y Pablo Sergio Alemán Falcón, y Juan Luis Calbarro y, de momento, como último tomo publicado, los Poemas impertinentes de Berbel. Ese es el segundo poemario que tengo delante y que deseo leer a continuación, aunque ello suponga que, una vez más, me salte el orden del repertorio editorial. No importa.
Veintidós propuestas literarias componen a día de hoy la referida colección. Veintidós nombres forjan con palabras una cosmovisión que atrapan en páginas singulares por su exclusividad para que, por las mismas razones, cumplan con la función de atrapar. Todas se han compuesto como impulsos egocéntricos, se exponen como impulsos egocéntricos del recitador y se leen y adhieren como impulsos egocéntricos de cuantos acceden a ellas.
Veintidós voces agrupadas en una isla-editorial y formando parte de un extenso y admirable archipiélago compuesto por muchas islas-editoriales que acogen a cientos de voces más que han asumido, por un lado, el legado de las precedentes y que, al mismo tiempo, por el otro, siembran el camino de sublimidad para que muchas más continúen con la tradición de tejer con palabras los instantes.
Llegados a este punto, se vuelve tan inevitable como obligatorio preguntarnos si, realmente, tiene alguna validez el mantra de que los nuestros son malos tiempos para la lírica; o, ya puestos, si en algún momento la situación pudo ser merecedora de otro calificativo que no fuera el negativo de siempre.
La poesía, la buena, solo puede ser para unos pocos: aquellos que, dotados de una sensibilidad especial, son capaces de hallar tras cada palabra, cada verso, cada estrofa y cada poema las conexiones que permiten interpretar y hacer propio aquello que, por su naturaleza, es ajeno. Los buenos poemas, como los medicamentos, solo son válidos cuando se proyectan atendiendo a quienes han de asimilarlos, pues cada uno es un remedio individual a una realidad inevitablemente única.
Así ha sido siempre y así, creo, debe seguir siendo. Nada más dañino para la poesía, la buena, la que ha de perdurar, la que tiene la misión de convertirse en un paso evolutivo en la traslación del pensamiento en palabras, que vulgarizarla haciéndola universal en su difusión y accesible en sus formas. Si se da a conocer, que sea para mostrar cuánto se puede conseguir si se persevera en las lecturas escogidas y en el estudio de las técnicas e interpretaciones. El que a nadie se le vete el acceso al conocimiento pleno del arte no implica la reducción de las exigencias que este ha de atesorar. El espectro donde habita la excelencia es limitado y, por fortuna, no sujeto a categorías sociales o económicas, sino intelectuales y culturales. Ocurre con esa poesía que obra en mis pensamientos lo mismo que con otras manifestaciones artísticas (música, pintura, danza…): todos podemos acceder a sus productos y disfrutar de ellos hasta donde nos es posible, pero muy pocos a su producción.
Se afirma que se lee poco y es posible que así sea: escasos libros se venden, dicen unos; pero muchos se producen, afirman otros. Sea como fuere, dejemos claro que la luz roja de la lectura permanentemente encendida no viene representada por la escasez de poemarios que no funcionan como productos mercantiles o por la gran ignorancia que se tiene hacia poetas que, de conocerlos como se debería, merecerían ser loados durante todos y cada uno de los días que tiene un año. La nómina canaria, por ejemplo, es impresionante en cantidad y calidad (la Colección Faro de La Puntilla es un inmejorable testimonio de lo que afirmo). El problema del consumo lector está en que no se consigue alcanzar una cifra de adeptos considerada idónea a pesar de que hay una extensa relación de títulos (extensísima, diría yo) que, por su variedad y nula dificultad lingüística para ser leídos, no suscitan interés alguno entre quienes optan por pasar sus ratos de ocio e introspección de otra manera.
En la búsqueda de los guarismos de lectura idóneos no se pueden incluir a los buenos poetas y sus poemarios. Ellos tienen su público fiel: escaso, como siempre ha sido; y selecto, como no puede dejar de ser. Y aunque las historias de la Literatura Universal estén plagadas de expresiones del tipo «gran acogida» para referirse a tal o cual libro de poemas de un autor, lo cierto es que el éxito señalado siempre conviene relativizarse: ¿qué se entiende por “gran acogida”? ¿Qué hemos de pensar cuando hablamos de éxito literario en los siglos anteriores al que nos ampara?
El escaso y selecto público fiel de poesía, que no ha dejado de existir y que nunca dejará de estar, es quien avala el hecho de que siempre habrá quienes se refugien en la lírica para encontrar aquello que otras palabras escritas, por muy elaboradas que estén, no son capaces de recoger. Y como nunca dejará de haber lírica, nunca habrá malos tiempos para que exista si hay editores comprometidos con la función de promover la publicación de títulos y colecciones que contribuyan a proteger el legado de las palabras sublimes recogidas en cientos, miles de páginas encuadernadas y abonadas a las imprentas sabiendo de antemano que ahí no hay negocio alguno. En clave canaria, pienso en quienes están detrás de sellos como Mercurio Editorial, Ediciones La Palma, Editorial Puentepalo, Ediciones Idea, Baile del Sol, Beginbook Ediciones…. por citar a vuelapluma algunos de los que recuerdo y sé que han publicado excelentes libros de poesía. Arriesgar un patrimonio, casi siempre personal, invirtiendo en aquello que solo reporta beneficios espirituales, emocionales e intelectuales a unos pocos tiene mucho, muchísimo de bienhechor, de filántropo y, según cómo se mire, por qué negarlo, de quijote.
Los lectores de poemarios, tanto los de segunda fila, como un servidor, como los especialistas, lo mejor que podemos hacer para que este maravilloso acto generoso y temerario no deje de darse es, desde donde nos sea posible y como nos sea posible, apoyar cuantas iniciativas editoriales tengan como propósito contribuir a que la palabra de las esencias se ubique en el lugar donde sea posible asirla. Para que sea posible el impulso egocéntrico de vernos recogidos en unas páginas que, como el mejor de los medicamentos, son capaces de sanarnos basta con ir a las más hermosas farmacias y a los más bellos centros de salud de nuestras ciudades: las librerías y bibliotecas, respectivamente. Ahí comprobaremos de primera mano que los tiempos han sido, son y serán siempre buenos para la lírica.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.