Miércoles, 28 de julio.
Victoriano Santana*
Las redes sociales, si no todas, al menos las más relevantes, las que concentran un elevado número de seres humanos que hablan, leer, escriben, escuchan, opinan y difaman a la vez, son las responsables del clima de violencia (física, ideológica, emocional, intelectual…) que percibo en la actualidad y que se vertebra sobre una cansina irritabilidad de un elevado número de usuarios que entra en el torrente con el único propósito de lanzar mensajes soeces y contenidos manipulados o falsos.
Las veo como el dueño de un garito al que le han autorizado a organizar combates de boxeo y que se ha desentendido de identificar a los luchadores y de fiscalizar las normas que él mismo ha impuesto y que tienen a bien todas las personas con un mínimo sentido de la concordia y el respeto. El tipo ha dejado que cualquiera se suba al cuadrilátero y empiece a dar a quien le dé la gana piñas a diestro y siniestro sin conocer las reglas de juego o, lo que es peor, saltándoselas a sabiendas de que nada le va a pasar.
Se dirá que nadie está obligado a estar donde se encuentra a disgusto y que ser espectador no es una imposición, es cierto; pero no lo es menos el hecho de que las redes sociales, tal y como se desarrollan en la actualidad, se han convertido en un conjunto de vías por donde se canaliza el mayor flujo de intercambio de información, datos, pensamientos y observaciones que se genera en nuestro país. Su indudable pertenencia al ámbito de los “mass media” debe traducirse en un modo de gestión que conduzca a generar un clima constructivo de conocimiento y opinión, donde todos tengamos cabida sin necesidad de sentirnos atacados o insultados directa o indirectamente.
La clave de este ruido atronador de iras, maledicencias y baja moral está en el anonimato. Ocultos detrás de seudónimos o perfiles falsos, miles de individuos reales o ficticios generan tal cantidad de hiel que, si no se frena o disminuye, a medio plazo ocasionará consecuencias más desastrosas y terribles de las que produce en la actualidad. Este irrespirable escenario de malestar que vivimos puede ser el prólogo de otro peor, mucho peor.
La libertad de expresión no se cuestiona. Nunca. Es un bien supremo que hemos de proteger. Se lo debemos a la memoria de muchos que dejaron su vida por que fuera posible que hoy disfrutemos de este tesoro y nos lo debemos a nosotros mismos si queremos vivir en el mejor mundo posible. Pero esta libertad, en el marco de las redes sociales, exige de algún tipo de regulación que impida que perfiles hostiles, amparados fundamentalmente en la ocultación de su identidad, tengan barra libre para sembrar sus insidias.
Del mismo modo que, a mi juicio, no es cuestionable la necesidad de leyes y actitudes colectivas y personales que protejan a las mujeres de ser víctimas de la violencia de género y de la violencia vicaria, no creo que deba dudarse de la necesidad de buscar alguna fórmula que ponga cierto coto a esta desbandada de improperios que inundan las redes sociales y que impiden el acceso a las informaciones, datos, pensamientos y observaciones de muchos usuarios que, con independencia de si se está de acuerdo o no con lo que aportan, dan la cara y se hacen responsables al ciento por cien de lo que publican. Para mí, estos participantes hermosean nuestra libertad de expresión, sean de la ideología que sean; los otros, las sabandijas escondidas, no.
Si las empresas no están por la labor, quizás algo tengan que decir al respecto las autoridades. Alguien debe apuntar al pasota dueño del garito que así no; y que no se trata de censura, sino de responsabilidad: que del mismo modo que se me identificará con claridad y se me sancionará si insulto en la calle a alguien, en un marco tan populoso como son sus espacios digitales también ha de ser posible esta identificación. Y que quien no deba entrar en un canal porque no cumple con las normas, que no entre; igual que no se deja libre a quien delinque o se ponen restricciones jurídicas al que se las salta.
Los ponzoñosos, los que buscan estar en el cuadrilátero, evitarán dar la cara, son cobardes. Desaparecerán. Los que se queden, serán los que de verdad aspiran a ser partícipes del espíritu que representan las redes sociales. Habrá quienes deseen dar, los que deberían estar identificados; y, por supuesto, aquellos que solo les apetezca recibir: los espectadores que asisten a las veladas y que se guardan para sí, por las razones que sean, sus informaciones, datos, pensamientos y observaciones. No opinan. De ellos no cabe esperar ni plata ni plomo. Son una suerte de lectores de variedades que pagan, con su alta en las plataformas, el peaje que les permite acceder a las lecturas que consumen. ¿Molestan? No. Ayudan a su manera a que los medios se mantengan. Lo mismo ocurre con los que dan y sabemos quiénes son, que nutren y enriquecen el lugar. Los otros, los que sobran, no solo molestan, sino que perjudican. Hay que sacarlos cuanto antes de donde están porque arrastran consigo y propagan el mal que hace casi nueve décadas movió a unos despreciables a saltarse la legalidad democrática de nuestro país y meternos, primero, en una guerra y, después, en una cruel dictadura.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.