Miércoles, 23 de febrero.
Victoriano Santana*
«Nadie puede escribir acerca de la historia del siglo XX como escribiría sobre la de cualquier otro período, aunque sólo sea porque nadie puede escribir sobre su propio período vital como puede (y debe) hacerlo sobre cualquier otro que conoce desde fuera, de segunda o tercera mano, ya sea a partir de fuentes del período o de los trabajos de historiadores posteriores» (Eric Hobsbawm)
Cuanto más lejos, más perspectiva. Cuanto más separados, mayor facilidad para detectar las diferentes capas que constituyen lo contemplado. Cuantos menos testigos directos haya, menos contaminada será la visión global, pues la retórica de lo práctico queda sustituida por la crónica de lo teórico. Quizás sean estos “cuantos” y alguno que otro más los que permitan en la actualidad, de camino hacia el fin de la tercera posta del siglo XXI, mirar atrás para percatarnos con mayor precisión de los niveles de profundidad que atesoran los márgenes por donde se ha encauzado el más intenso y agitado de los periodos que ha vivido la Humanidad desde el comienzo de los tiempos. Justifico los calificativos en la confluencia de factores caracterizados por la rapidez y el fuerte impacto en el ecosistema de las sociedades y de la naturaleza: natalicios desbocados y muertes en masa (dos guerras mundiales encabezan la extensa lista de causas); el avance de los transportes hasta el punto de convertirse en un sistema vascular del planeta; y, como gran colofón (inmejorable pensando en el vocablo preponderante del periodo que ahora nos ocupa, que no es otro que “globalización”), la irrupción de internet.
Tiempos idóneos son, pues, los presentes para girar 180º el satélite de nuestras convicciones y tomar varias instantáneas retrospectivas de ese multicromático siglo XX que vemos alejarse inexorablemente de la trayectoria que seguimos, sabiendo de antemano que cada imagen deberá sus formas y colores al sustento intelectual y creativo de su fotógrafo. ¿Un ejemplo de lo que afirmo? Las sobresalientes páginas que Antonio Puente ha dedicado a este cometido en su Para un imaginario del siglo XX (G. Trakl y D. Thomas; T.S. Eliot y A.R. Ammons), que ha visto la luz hace unas semanas en Mercurio Editorial; y que, curiosamente, sirven de preliminar para otro título suyo reciente: El sol en el suelo. Cuando el milenio era teenager (Amagord), donde el autor llega a señalar un tránsito en la visión de los tiempos que contribuye a perfilar el gran sentido del opúsculo que nos convoca. En El sol…, habla de una evolución entre las utopías de comienzo del veinte y las distopías del veintiuno (una de ellas sería la que vivimos con la pandemia de COVID-19). Para un imaginario… vendría a ser la pieza que ayuda a explicar el tránsito de una admitida ensoñación a una suerte de pesadilla; cómo, tomando como referencia el impactante resumen del siglo XX que hizo el célebre violinista Yehudi Menuhin, se pudo ir al principio de un despertar de las mayores esperanzas jamás concebidas por la humanidad a la destrucción absoluta de las ilusiones y los ideales.
El certero y atractivo retrato de Puente se asienta sobre los cuatro extraordinarios poetas que se apuntan en el título de su obra entre paréntesis. En sus versos y trayectorias literarias enfoca nuestro autor la centuria pasada; fija el relato de su devenir, sus coordenadas, esos puntos de referencia que permiten trazar las causas y deducir las consecuencias con el fin de interpretar un periodo que va más allá de lo estético. En sus retratos líricos, la crónica descarnada de la etapa sobrevuela el rigor del dato científico y termina refugiándose en lo que afecta a los hombres desde su anónima condición de seres “padecientes”. El historiador se aísla demasiado para analizar y exponer; el poeta, por el contrario, asume su cometido de periodista del ánimo y recoge aquello que la distancia no muestra, que la visión panorámica no ofrece, que la perspectiva no destaca.
De ahí el valor del enfoque; y el acierto de tomar como referencia a los cuatro citados. Homólogos que aborden el siglo no faltan; es más, me atrevería a sostener que la literatura del periodo, fundamentalmente la poesía, en realidad no ha hecho otra cosa que hablar, con diferentes proyecciones, sobre la centuria misma. El mérito de los escogidos está en el doble enfoque con el que nuestro autor los utiliza de cara al propósito del su discurso: por un lado, mostrar ese imaginario que anuncia el título; por el otro, presentar un modo de acercarnos a la obra de los mencionados escritores desde la coordenada en la que se insertan en la exposición, que queda impecablemente definida con el enunciado que, a mi parecer, hace las veces de prólogo o introducción al ensayo: “Rotaciones entre espejos rotos”.
El opúsculo que nos convoca distribuye su materia entre el referido preliminar y dos grandes bloques, cada uno compuesto a su vez por dos apartados: “Viaje a la noche sin fin” es un preámbulo para los escritos dedicados a Dylan Thomas (“…el otro Príncipe de Gales”) y Georg Trakl (“…la lucidez de las tinieblas), contenidos estos que ya vieron la luz en una primera versión que se publicó en el periódico La Provincia/DLP el 17 de octubre de 2014 bajo el título “Viaje al fin de la noche”. Una observación: debo reconocer que es un absoluto acierto haber hecho en la obra que nos reúne el cambio del original “fin de la noche” al actual “noche sin fin”, pues encaja perfectamente con ese espíritu que se proyecta en los dos poetas que decidieron cuándo poner el punto final a su existencia. Sigo: el segundo bloque, por su parte, titulado “Fervores paganos”, acoge los textos que Puente dedica a Eliot (“…el porvenir del convaleciente”) y a Ammons (“…la divina contingencia”).
Del prefacio, quedémonos con estas precisas tres palabras que lo enmarcan: “rotación”, “espejo” y “roto”; y con el sentido profundo que contienen y que permiten sostener la argumentación principal del autor, fundada sobre la idea de que hay una conexión de los escritores mencionados con el momento histórico que les ha tocado vivir, un engarce que parece vincularlos en un mismo eje dando la impresión de que, de algún modo, unos pasan el testigo a otros, lo que favorece el sustento del verbo “rotar”. Este conjunto de sensibilidades compartidas se afianza sobre una dicotomía de la voz “espejo”, que cabe interpretar, por un lado, como una referencia a la singularidad y ejemplaridad de los poetas en su quehacer literario y, por tanto, en su condición de modelos en los que tratar de vernos para fundar el “robo” que demanda la intertextualidad (eliotiana exigencia que nada tiene que ver con el ánimo plagiador de los malos vates); y, por el otro, como una marca que conduce a ese paradigma del siglo que cabría ver en la figura del doble: el reflejo de lo que uno es multiplica el ego y la ruptura con la realidad consolida la entidad de esa imagen que, enmarcada dentro del espejo, adquiere autonomía propia. La palabra “roto”, sus variantes (“rotura”, “romper”, etc.) y sus extensiones connotativas (“corromper”…) aportan un matiz tan particular a esta fotografía multicromática antes indicada que se vuelve inevitable pensar en ella como un señal de identidad del periodo.
Se quiebra, en la interpretación de la etapa, la cantidad. De los cien años se pasa a los poquito más de setenta y cinco, siguiendo las directrices de Eric Hobsbawm cuando habla con suma prudencia del siglo XX corto, que para él iría desde el comienzo de la I Guerra Mundial (1914) hasta el fin de la era soviética, que fija en 1991. Según el célebre historiador, es esta una etapa que ha dado forma al milenio en el que deambulamos; de ahí la importancia de aprehender las diferentes claves que subyacen tras cada encuadre del período, pues permiten entender o, al menos, aproximarnos al entendimiento del mundo que nos rodea. Las de Puente, situadas dentro del referido segmento temporal, se plantean —como señala— sobre una doble encrucijada fijada desde la perspectiva que ofrecen dos binomios: el intervalo que vincula a Trakl y Thomas; y el que hace lo propio con Eliot y Ammons.
El trecho inicial de la intersección abarca el acontecimiento más brutal del siglo, la “guerra mundial” (1914-1945), dividida en dos partes con una suerte de intermedio en la civil española (1936-1939), un horrendo “respiro” que dio más fuerzas si cabe a la barbarie y locura de quienes protagonizaron la segunda mitad. El comienzo de la primera, el 28 de julio de 1914, coincidió con el de la batalla de Gródek, una contienda que finalizó el 7 de septiembre y en la que intervino Georg Trakl ejerciendo labores médicas. La contemplación diaria de la atrocidad lo trastornó hasta el punto de tener que ingresar en un sanatorio mental en octubre; el 3 de noviembre, se suicidó. No conoció, pues, ni la evolución de la contienda ni esa brutal ampliación que se inició un cuarto de siglo después de su muerte; pero aun así fue capaz, haciendo mía la expresión de Puente, de fijar en su desbordante lírica introspectiva una suerte de «premoniciones sobre la decadencia y el horror venideros».
Atina nuestro autor cuando sitúa uno de los pilares interpretativos de la centuria en la figura del poeta austríaco, pues su juventud arrasada por la autodestrucción física y moral (téngase presente la turbia relación con su hermana Gretl —«aquella que trae la tiniebla», como se lee en Hiere, negra espina de Claude Louis-Combet—) lo convierten en un inmejorable ejemplo de ese tránsito que convirtió la inicial luz del idealismo en una suerte de oscuridad interiorizada; un camino sin retorno que, en los versos más intensos del periodo, se asumirá como la constante pérdida de una anhelada esperanza. Ese es el Trakl que Puente nos presenta y que, como nos señala, «lleva al paroxismo la dioscúrica senda del hombre que convive con su doble».
Este diálogo entre egos permanentemente desdoblados se prolongará en Dylan Thomas, de quien se reitera en el prontuario un verso sumamente elocuente de su poema “Si me hiciera cosquillas el roce del amor”: «La mitad de este mundo es del demonio, la otra mitad es mía». Aunque no esté contextualizada la cita, es interesante su aportación al discurso por las connotaciones propias de la dualidad, que se sostiene sobre las impresiones que provocan la noción del mal (el diablo) frente a la figura del poeta, quien no es precisamente su antagonista; y la mezcla de sexo y muerte que envuelve la composición y que, aunque no detectables en la expresión, introducen los dos referidos sustantivos dentro del conjunto de voces que configuran el período histórico: la explicitud y desinhibición sexual, y la cohabitación con la parca, tan presente en todos los órdenes vitales y recreativos.
Hay, además, en Thomas una suerte de coherencia destructiva que, en la proyección que hace de él Antonio Puente, le convierte en el heredero natural de Trakl: el austriaco, abrumado por su existencia y enfrentado de lleno a la tremebunda realidad de la guerra, se suicida; y Thomas hará lo mismo de un modo tan…, no sé, preciso, tan medido, tan en el fondo literario, según se mire, que cuesta aceptar la posibilidad de que hubiera actuado el azar en la fatal decisión. Los dieciocho poemas de su primer libro están en un extremo; en el otro, los dieciocho güisquis que se tomó un 4 de noviembre de 1953 y que le dejaron inconsciente. Unos días después, murió. Eso nos cuenta nuestro autor y, así dicho, se entiende el lugar que ocupa como segundo pilar para interpretar esos tres cuartos de siglo que fija Hobsbawm: del desgarro de Trakl se ha pasado a la causticidad.
La vida es una obra y la entrega a su redondez y perfección es el sino del poeta. El acabar como se empezó traslada la imagen de equilibrio, pero en los detalles está la verdad. El XX, el de la tecnología, el del progreso absoluto, el del inmenso avance…, en el fondo, no deja de ser un gran escenario en el que las luces y el decorado impiden ver lo que hay entre bambalinas: el mal con forma de suposición intangible por culpa de los conflictos y las veleidades morales, las contrariedades, el desencanto, el sexo como droga y la droga como paraíso (por ganar o perdido), los mundos alternos situados donde mismo están quienes carecen de alternancias; los estupefacientes químicos, naturales y mentales que modifican la realidad y la ficción; y, finalmente, las omnipresentes hecatombes. Ahí encuentro la aludida coherencia destructiva, en ese círculo perfecto alrededor de un guarismo, el dieciocho. Quizás, en ese desdoble, quepa una inversión: con su ópera prima, Dieciocho poemas (1934), murió; con sus últimos dieciocho güisquis, comenzó a vivir. Nos dice el expositor, refiriéndose a estos autores de la tanda inicial, que «murieron, y sobrevivieron a la par, por una sobredosis de lucidez», y yo no puedo estar más conforme con la afirmación.
La segunda encrucijada que nos plantea Puente se sustenta sobre una sólida metáfora que une a T. S. Eliot con A. R. Ammons y que representa una transformación evolutiva del espacio donde se desarrolló el siglo XX realmente impactante: del mundo concebido como un enorme hospital en el que todos somos pacientes, que el Nobel captó y llegó a exponer en su Prufrock y otras observaciones (1917), a la imagen del planeta como un vertedero que forjó el autor de Garbage (1993), título que le llevaría a ganar por segunda vez el Premio Nacional del Libro de Poesía. Quien nos habla simplifica la contribución de ambos a este imaginario que nos ocupa con una admirable precisión: «De la convalecencia al detritus».
La importancia de Eliot dentro de los inmensos latifundios de la literatura universal queda fuera de toda duda. No se cuestiona. Lo demuestran la multitud de estudios y de ediciones que su obra ha traído consigo. Resalto dos detalles de los apuntes que hace Antonio Puente sobre su homólogo que, a su manera, contribuyen a incrementar el bagaje de notas interpretativas acerca de la centuria: por un lado, el dilema del hombre contemporáneo cuando se halla entre lo que es y lo que puede ser, y lo que quiere y debe ser; y, por el otro, la transformación poética de nuestra especie en su conexión con la naturaleza, que pasa de ser agente influenciado por el medio a ser el modelo de ese entorno. No ha de ser, pues, el mortal quien se vincule al Sol adquiriendo sus atributos, sino que es el astro el que, en el ejemplo, «emula a un paciente humano sobre la mesa de un quirófano».
Por eso detecto la presencia de Ammons en esta visión de la etapa como una prolongación “deformante”, si se me permite la expresión, del autor de Cuatro cuartetos. Es ese tomar el testigo de Thomas con respecto a Trakl, ya señalado unos párrafos antes, que ahora se vertebra sobre la misma voluntad de conducir los referentes poéticos hacia los desbordantes extremos con los que se ha tapizado la realidad de finales de siglo. Este goliardo finisecular ha hecho de los dos mil doscientos versos de Garbage (‘basura’) un retrato del periodo que, en su particular decadencia, es sumamente vitalista porque se sustenta sobre una suerte de liberación en todos los órdenes: frente al drama y el desencanto queda asentar el sarcasmo y la transgresión, la subversión de los referentes, la aceptación socarrona de una cotidianeidad que se percibe irreparable, el valor absoluto de lo heterogéneo; en suma, como apunta nuestro autor, «suspender la búsqueda de la trascendencia y admitir en todo su esplendor, con devoción pagana, la contingencia de la vida».
En esta ruptura del orden establecido, el componente religioso como gestor de un sistema plano, resignado, abúlico hasta cierto punto … queda absolutamente aniquilado. El factor de la fe perdida o extraviada de Trakl y Thomas, y el conflicto teórico que edifica Eliot entre cultura y religión avanzan hacia la probable configuración, en los versos de Ammons, de un nuevo repertorio de creencias que, en el fondo, vendrá a ser el mayor logro ideológico y moral del siglo XX con respecto a los predecesores, pues implica la consolidación de un humanismo más radical en su independencia de cualquier ser supremo: «[…] es espantoso, como / un descender de los dioses, aunque, claro, no hay / más dioses que estos ahora, de modo que no es como / los dioses: es los dioses […]», se lee en Garbage.
Para un imaginario del siglo XX es un excelente aporte para entender, de otra manera, el devenir del periodo desde los testimonios poéticos de cuatro autores que, dejando a un lado los manuales divulgativos de literatura de la época, posiblemente jamás han compartido ni convivido en unas páginas siguiendo ese propósito tan preciso y gratificante en lo intelectual como el que se ha propuesto Antonio Puente con este prontuario, que ha traído consigo no solo sumar una imagen alternativa a la centuria, que se une a las muchas que tenemos de otras fuentes y de las que provienen de nuestra propia experiencia, con toda la carga subjetividad que ello conlleva, sino acercarnos a la obra de cuatro poetas atendiendo a su razón existencial dentro del marco histórico que les ha tocado vivir y que, en el fondo, a tenor de sus miradas y dejando a un lado ciertas particularidades, no es muy diferente al que nos ampara en la actualidad.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor. (www.soltadas.sadalone.org)