Miércoles, 30 de marzo.
Victoriano Santana*
Entiendo lo que significa el desencanto, lo que representa, lo que afecta. Y la decepción, y el «esto no era lo que yo me esperaba». Capto el alcance de las señaladas conclusiones. Todos tenemos derecho a sentirnos así y a tomar decisiones al respecto: en unos casos, hacer lo posible por mejorar la situación aportando alternativas; en otros, dar un paso atrás y decidir el abandono de aquello que nos produce tanto pesar después de asumir la irreversibilidad de nuestros sentimientos. Ambas determinaciones entran dentro de lo que puede calificarse como aceptable, razonable, inevitable… Las relaciones personales, las iniciativas laborales, las inquietudes intelectuales, las pertenencias asociativas, etc., se ven sometidas a menudo al dilema de seguir con los necesarios cambios para que se minimice el malestar o no continuar y emprender un nuevo camino.
Mas en esto, como todo en la vida, hay matices. Un ejemplo: en muchas ocasiones no se puede renunciar a un puesto de trabajo que no cubre las expectativas depositadas en él y que no podemos optimizar sin que ello traiga consigo un daño mayor (falta de ingresos económicos, problemas en la organización doméstica, pérdida de ciertos beneficios personales, etc.). La resignación y la espera de una oportunidad mejor parecen ser lo único que cabe hacer en este tipo de situaciones.
¿Para una ocupación relacionada con la representación pública de la ciudadanía (concejales, consejeras, parlamentarios, diputadas…) y por la que se recibe unos ingresos económicos constantes y una capacidad de proyección personal verificable gracias a los contactos obtenidos y las alternativas con las que llevar a cabo diferentes planes de supervivencia con cierta abundancia [ironía modo “on”] es admisible el matiz expuesto y, con él, la inevitable asunción de que se ha de permanecer en el cargo porque no queda más remedio? Cubro con esta extensa pregunta el primer tramo de mi exposición. Sin perderlo de vista, abordo a continuación el segundo.
No me gustan las listas cerradas. Siempre me han molestado. Las considero una anomalía del sistema. A mi juicio, con ellas los partidos políticos pagan favores, sujetan lealtades y promueven un tipo de vinculación entre sus integrantes más propio de mercenarios y cazafortunas que de asociados por un impulso altruista. ¿Hay excepciones? Sí, supongo que debe haberlas, como todo en este mundo. Llevo ejerciendo mi condición de votante desde que cumplí los dieciocho años y tengo puesto un pie en el medio siglo (en breve pondré el otro). No he faltado a ninguna elección convocada, sea de la naturaleza que sea, y mis impresiones sobre este particular asunto relacionado con el valioso quehacer democrático de elegir a nuestros representantes no han variado aún: ¿por qué si me gusta mucho la candidata que encabeza una papeleta debo aceptar sin más a la que va en segundo lugar, cuando tengo claro —gracias a mi experiencia vital y a la información obtenida a través de lecturas y escuchas— que es una persona que no reúne las condiciones que para mí han de poseer quienes se postulen por un puesto en, por ejemplo, el Congreso de los Diputados? Si no confío en ella, me parece lamentable verme obligado a facilitarle el paso a las instituciones por el simple hecho de estar en la misma relación de aspirantes a un cargo en la que aparece alguien que sí cuenta con mis parabienes.
Sigo. ¿Por qué si intuyo que será un lastre para el proyecto político que defiende su formación y que yo quiero apoyar con mi voto debo asumir su presencia? ¿Por qué he de pagar el peaje de aceptar a un número indeterminado de personas listadas que no gozan de mis preferencias cuando lo único que deseo es expresar mi visto bueno a que salgan elegidas otras que aparecen en la misma candidatura? Esta situación me recuerda a la de los carotas que circulan detrás de una ambulancia que cubre una emergencia y cuya trayectoria facilitan los conductores de la vía. Los sinvergüenzas se aprovechan de la ocasión para avanzar más rápido que el resto dada la ventaja que les ofrece el que vaya delante el vehículo sanitario. En los casos asociados a las elecciones, siento que quienes no cuentan con mis parabienes sacan provecho de la alta consideración que tengo hacia la o el número uno de turno y logran con mi voto a la candidatura electoral obtener un beneficio que no me gustaría que recibieran.
Estoy a favor de las listas abiertas. Para mí sería un inmenso salto cualitativo en nuestra democracia el poder poner la equis correspondiente junto al nombre de los que a mi juicio deberían representarme. Así creo que se conseguiría que aquellos que quieran presentarse a un puesto se esfuercen por demostrar su valía y compromiso con la causa que les mueve a solicitar el voto. Qué menos que pedirles que intenten convencernos de manera individual (y, si no es mucha molestia, sin argumentarios enlatados) por qué son merecedores de nuestra confianza. Y si no fuera factible la indicada apertura absoluta (por la cantidad de equis que habría que poner), quedémonos con la posibilidad de seleccionar a una parte y que el resto de plazas se cubran con sujetos elegidos exprofeso por quienes han obtenido una en los comicios. De este modo creo que se consolidaría una actitud muy favorable hacia los representantes públicos: confío en la candidata X, que recibe mi voto y que, para mi alegría, termina siendo electa; y ella, siguiendo las proporciones y porcentajes que se fijen por ley, puede escoger a cuantos la acompañarán en el mismo puesto de concejala, consejero, parlamentaria, diputado… que ha conseguido.
En fin, todo este discurso se justifica con mi deseo de dejar claro que no me gustan las listas cerradas. Pero el que no me agraden no conlleva que no acepte su realidad. La ley determina que las candidaturas se ofrezcan así. Poco más he de decir al respecto. Bajo la sigla de un partido y con gran esfuerzo económico y humano se consigue que algunos miembros de la formación accedan a las instituciones y formen grupos políticos que no se denominan como cada uno de los que se sientan en sus escaños, sino que se identifican con nombres genéricos: el X está compuesto por un número indeterminado de elegidos; el Y, lo mismo; el Z…
La realidad expuesta tiene luego una curiosa derivada que, reconozco, no consigo pillarla del todo. Supongo que tendrá su explicación legal, histórica, social, gastronómica…, no sé, pero no logro entender por qué si llega una molécula a una institución lo que se termina aceptando que hay son átomos. Esta pedantesca comparación —confieso que lo es— no busca más que dar color a una situación sombría por lo que tiene de inmoral y, por tanto, de dañina para un quehacer donde la ejemplaridad y la dignidad lo han de ser todo: que, atentos a lo que la ley dicta, se asuma que la plaza en el ayuntamiento, cabildo, parlamento, congreso… es exclusiva de la partícula indivisible y que, en consecuencia, cuando quiera, pueda decidir el abandono del grupo al que estaba supeditada —y sin el cual jamás hubiera accedido a la institución— para ir a una suerte de tierra de nadie donde se encuentran aquellos que, por el número de votos recibidos, no han podido agruparse.
No sostengo que sea ilegal aferrarse al escaño una vez que se ha renunciado a pertenecer a la formación con la que se ha conseguido. No lo es. La ley avala la sujeción. Pero sí creo sinceramente que es inmoral y que en estos casos no es admisible la comprensión atribuida con anterioridad a la decepción, el desengaño, el hartazgo… Un puesto político es algo excepcional. Un trabajador o una trabajadora no siempre pueden abandonar sin más su empleo, aunque le disguste; un elegido por el pueblo, si no está de acuerdo con las directrices de la organización con la que accedió a la institución, debe irse. No es una cuestión de “poder”, sino de “obligación”. Ha de renunciar al puesto porque la naturaleza de la ocupación que tiene encomendada como representante público no es asimilable a ningún otro desempeño laboral; por eso, lo que tocaría en estos casos no va más allá de expresar su contrariedad por tener que tomar una decisión tan drástica (la dimisión) y salir por donde mismo ha entrado.
Quien se aferra a un asiento institucional después de haber abandonado la formación política que le permitió conseguir el cargo carece de la capacidad necesaria para ejercer su labor de servicio porque esta solo se puede realizar de un modo adecuado si se dispone de un elevado grado de ética, moral, dignidad y respeto por los electores, y si se es coherente a la hora de exigir a los demás lo mismo que uno está dispuesto a ofrecer; o sea, que no se puede criticar con saña a los adversarios cuando son tránsfugas y mirar para otro lado cuando la cuestión te afecta.
A la apuntada incapacidad se le ha de sumar la inoperatividad que proviene de su soledad en el puesto; un aislamiento que, por otro lado, no es atribuible a los que ya se hallan en esa tierra de nadie desde que comenzó el mandato; aquellos que, por circunstancias electorales, no han podido crear un grupo político, lo que no les ha impedido trabajar tras la constitución del organismo con las limitaciones propias de su condición minoritaria, pero con la honradez por principio. Este cambio de bancada anula virtudes, pondera defectos y, sobre todo, vuelve sórdida la voz del recién llegado. ¿Quién prestará atención a los que, con su abandono, no han hecho más que pervertir y enfangar la honorabilidad de sus asientos? ¿Quién tendrá en cuenta lo que digan o aspiren a decir y a proponer cuantos, a juicio de colegas y votantes, merezcan la denominación de tránsfugas y, en consecuencia, la consideración colectiva de que son individuos volubles y con una noción de la lealtad francamente cuestionable?
¿A qué se podrán dedicar estas personas incapacitadas y anuladas en esa tierra de nadie? A medrar seguramente; a escudriñar cómo conseguir algún ameno destino cuando cesen en la plaza que ocupan con el fin del mandato mientras cobran su sueldo y disfrutan de las facilidades y oportunidades que el puesto les ofrece. Aprovecharán el tiempo que les reste para buscar adónde ir después. No harán otra cosa (porque no pueden y, en el fondo, porque no quieren) que ver pasar los días y tantear futuros movimientos con los que poder obtener algún rédito a corto o medio plazo.
Por eso creo que un político decepcionado con su formación, si tiene un mínimo de decoro, solo dispone de una opción: la dimisión de su puesto, el abandono del partido y el regreso a sus quehaceres habituales anteriores a su participación pública; y, luego, con el tiempo, tantear si desea hacer otro intento en la “res publica” o concluir que con lo hecho es suficiente. Todo lo que no se circunscriba a lo apuntado contribuirá a consolidar en su imagen personal las marcas del oprobio y el egoísmo: en el primer caso, porque la mancha del transfuguismo le perseguirá siempre, será indeleble mientras la memoria colectiva recuerde la sujeción al puesto y perciba el hecho como un agravio imperdonable porque ensució algo que debería ser inmaculado; en el segundo caso, porque su desmedido egocentrismo demuestra el poco interés que parece tener el atrincherado hacia los suyos, aquellas personas que lo han apoyado con sincero afecto y que sienten con vergüenza y desagrado las consecuencias derivadas de esta situación tan aberrante como repudiable que ha provocado con su amarre al escaño.
¿Que hay excepciones a lo que expongo? Aunque no conozco ningún caso, la prudencia impone la suposición de que sí es posible que las haya y, por tanto, que no sea descabellado plantear la existencia de matices y particularidades a lo apuntado. Si así fuera (de todo hay en esta vida), no cabe otra que pedir a los tránsfugas de nobles intenciones, si alguno hubiera o hubiese, que se desagravien.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.