Miércoles, 10 de agosto.
Victoriano Santana*
En las paredes de todas las casas está escrita, con la indetectable por los sentidos tinta de la memoria, la crónica de la cotidianidad. Cada instante, en el lugar donde sucedió, se registra y ahí permanece, legible solo para los que allí fueron receptores de caricias y desaires, pasiones y desengaños, esperanzas y desesperos… Cada hogar es un libro de páginas blancas que comienza a componerse el primer día de habitación y que, jornada a jornada, aumenta su volumen con cada anotación. Techos hay que, por su abultada magnitud, equivalen a enciclopedias y suelos no faltan cuyas dimensiones apenas alcanzan las de un opúsculo. Tanto en unos como en otros, y en los de tamaño intermedio, lo que viene a quedar cuando llega el cierre por mudanza es una suerte de antología de los momentos, una compilación que formará parte del equipaje que se portará hasta la siguiente morada. En este florilegio, se asientan las vivencias significativas que, de un modo arbitrario, terminarán siendo objeto de una clasificación para que sea más fácil su remembranza. Así, cuando la etiqueta “infancia” llegue a la conversación, la memoria seleccionará de entre las páginas conservadas los instantes afines al lema; y lo mismo ocurre si se habla de empleo, o del fregadero, o de murmuraciones vecinales… o del desamor, por ejemplo, como sucede en esta hermosa y embelesadora obra de Rafael-José Díaz que me apetece proponerte: Duérmete, cuerpo mordido (Mercurio Editorial, 2022).
Abordar cualquiera de los títulos que compone la bibliografía de un poeta tan destacado dentro del panorama literario nacional como lo es nuestro autor no resulta ser una tarea sencilla, pues el rigor demanda no solo una revisión minuciosa de su extensa y meritoria producción (compuesta desde 1997 por más de medio centenar de referencias entre poemarios, relatos, ensayos, traducciones…), sino la lectura atenta y admirativa de la elevada cantidad de reseñas y apuntes sobre su quehacer recogidos en diferentes publicaciones; escritos estos —necesarios, enriquecedores…— que, sin duda, sirven para testimoniar la valía poética de Rafael-José a tenor del reconocimiento unánime con el que sus autores reciben cada uno de sus frutos literarios.
Si a la dificultad derivada de la señalada complejidad se le suman las limitaciones del humilde reseñador que ahora se dirige a ti (cortedades que se incrementan cuando de piezas líricas se trata), fácil es deducir que el resultado de la breve exposición que haré en torno a este magnífico libro de poemas en prosa (a pesar de contar con la ayuda de la espléndida y elogiable “nota preliminar”) no será el que te merezcas ni el que deba recibir nuestro vate. Por eso, mis pobres apuntes se aferrarán a los asideros de la emoción lectora; a esos residuos de purificadora magia que flotan en el ánimo y que bendicen todos los minutos concedidos a un tesoro literario. Contemplo el generoso volumen, el impresionante cuadro de Carlos Rivero en la cubierta, la manufactura del tomo… y sonrío complacido. Agradezco cada voraz entrega, cada sublime fragmento de tiempo en el que mi existencia se ha situado en las páginas de este particular diario doméstico que ha tardado doce años en ver la luz como proyecto editorial.
Poco más de dos décadas han hecho falta para dejar atrás las estancias de lo que fue un largo periplo que empujó al poeta a recalar y atracar en los embarcaderos donde tuvo que mercadear consigo mismo sobre la contradicción de los sentimientos; la asimilación y, a la vez, el rechazo; la introspección y, más libre, la exteriorización o formalización del discurso, la compartición… y así hasta llegar a la creación y, para el caso que nos ocupa, la recreación, el estadio en el que todo se muestra por fortuna depurado y, en consecuencia, con el nivel de precisión expresiva y emotiva que da la distancia. Puertos viscerales, emocionales y mentales, por este orden, se recogen en esta odisea del desamor en tres movimientos cuyo destino, en el fondo, solo podía ser la salvación a través de la mudanza («mi gran miedo es que nada haya cambiado y que nada pueda cambiar, que esté condenado a girar una y otra vez en el círculo infernal de este amor destruido» [pz. 112]); la consecución de esa anhelada calma tras la cruenta tormenta, de esa paz que da el sentir que las ligaduras de los demonios se han aflojado y que lo inevitable, en el fondo, era y es lo deseable para poder acceder a esa verdadera vida que, parafraseando al autor, «está siempre en otra parte» y no necesariamente lejos.
Doce años después, miramos atrás y vemos la tortuosa trayectoria de soledades…, desengaños, lágrimas, lecturas, desconsuelo, afecciones, introspecciones, deambulaciones, enfados, ruidos, desánimos, vecindarios, onirismo, desinhibiciones, más soledades…, rememoraciones, callejeos, desvelos, esperanzas, silencios, dudas, incomodidades, escrituras, dolencias, muchas más soledades… impresa en las paredes de tres casas que, quizás, nunca se ganaron la consideración de hogares; tres espacios que, con el tiempo, transmutaron en una serie de mapas, crónicas y cavilaciones viajeras que, por sus desmedidas condiciones, jamás fue posible transcribir al detalle. De ahí esta selección de fragmentos, como los identifica el poeta; estos restos del naufragio pulidos con exquisitez —en buena medida gracias a la lejanía espacial y temporal— que, en la voluntad poética de Rafael-José y en las voces narrativas que asumen su portavocía, dan paso a un relato que conviene considerar ajeno a la verdad en sentido estricto, aunque el fundamento de su escritura pueda situarse en experiencias vitales contrastadas.
Este mosaico de instantes agrupados bajo un acertadísimo título que apela al insomnio, a sueños y pesadillas, a falta de descanso, a imágenes que asaltan y trituran la paz —Duérmete, cuerpo mordido— no es una autobiografía, sino una recreación de naturaleza autobiográfica que se permite todas las licencias de la ficción para que el discurso cohesione el propósito estético que da sentido a su razón de ser. De ahí que lo reconocible no sea más que espejismos, densas ilusiones que ocupan un párrafo y que se sitúan en el interior de los párpados —plausible metáfora— para que, desde la sujeción permanente al valor connotativo de lo interpretable y la distintiva cualidad que proyectan las formas líricas, sea posible la articulación de este encantador cuaderno de bitácora que recoge el proceso exorcista, al inicio, y más tarde purificador que padeció el desamado relator y que, a mi juicio, tiene un profundo vínculo con el misticismo: en primer lugar, con la mortificante purgación del recuerdo sensorial que ha quedado de su cotidianeidad doméstica con el ser amado; a continuación, con la búsqueda de la iluminación en su horizonte personal al tiempo que, de un modo paulatino, va ensombreciendo con desapegos al causante de sus pesares; y, por último, al cabo de este viaje, con la unión a un yo mucho más sólido, menos vulnerable, más curtido, menos perdido, más libre…, que lo rescatará del abismo.
La esencia de diario no viene determinada por la datación de las piezas, inexistente; sino por la expresión cronológica que acompaña a cada una de las tres partes (“movimientos” las he denominado hace ya varios renglones) en las que se distribuyen los 183 textos que componen la obra: la primera, titulada De un cuaderno casi desaparecido (cuarenta y cinco párrafos) y publicada en abril de 2011, en el blog del autor —Travesías (rafaeljosediaz. blogspot. com)—, señala mayo-junio de 2008; la segunda, El interior del párpado (noventa composiciones), que vio la luz en la editorial ATTK como libro digital en 2014, abarca el periodo de octubre de 2008 y febrero de 2009; y la inédita tercera parte, Las llaves del amanecer (cuarenta y ocho escritos), septiembre de 2009 y marzo de 2010.
Como puede comprobarse, todo cuanto se nos muestra es lejano en el tiempo. Esta notable distancia entre la experiencia y la creación, por un lado, y la composición y difusión, por el otro, más la remembranza reconstructiva que implica el libro que nos convoca, es determinante para el resultado final del producto, pues mitiga, con respecto al primer bloque, la intensidad de esta «escritura temblorosa» que, para su desahogo, se compuso «en el meollo mismo de la emoción, en el interior de un vendaval al que no supe responder de otro modo», como apunta en un remoto comentario de abril de 2011; relativiza los olvidos que se invocan y las estrecheces físicas y mentales del espacio donde se desarrolla el segundo apartado; y condiciona la imagen que nos queda de ese nuevo “yo” que, en la última parte del libro, erige de sus propias cenizas y que, en su búsqueda de las llaves del amanecer —o sea, del renacimiento de otro día—, se ha transformado en un individuo envuelto en una incesante actividad: «Se pasa en un segundo de la luz a la sombra, del sueño a la vigilia, de la sobriedad a la embriaguez. No hay ninguna constancia, y se huye de las rutinas como de la peste», leemos en la nota preliminar.
«Me resisto a leer lo que escribo, acaso en la confianza de que así podré sortear cierta engañosa uniformidad o continuidad y mantener en lo que escriba la frescura de cada instante. No sé. Al final tendré que leerlo todo de golpe y acabaré asestándole al texto la coherencia de una mirada panorámica tal vez más engañosa y nociva aún».
Quizás Duérmete, cuerpo mordido sea el resultado de esa lectura global que nos apunta el fragmento en la pieza 97, ubicada en la segunda parte de la obra. Si así fuera, las indicadas cualidades engañosas y nocivas de la contemplación tendrían su epicentro en la voluntad ficcional de la escritura, que aleja el mensaje de cualquier referencia histórica detectable por la memoria. La conciencia de la verdad desvirtuada puede llegar a ser dañina en la medida que traslada la idea de subterfugio y consolida la noción de una escapatoria en la que, como se apunta en el referido capítulo, se escribe como un equilibrista ciego: «sin poder mirar hacia atrás ni hacia delante, sintiendo sólo la débil cuerda que pisan los pies a cada paso. Y el vasto espacio alrededor en que en cualquier instante puede soplar el viento que nos hará caer» [pz. 97]. Mas yo sostengo que ese «leerlo todo de golpe» y esa «coherencia de una mirada panorámica» ha traído consigo la liberación del yo encadenado, y que esa salvación solo ha sido posible gracias a la entrega absoluta del creador al amparo que otorga el bello verbo a quienes con inspirada diligencia a él se dan.
La separación cronológica entre los hechos reales y los literarios, entre la causa y la consecuencia, concede a la anécdota un valor relativo; a mi juicio y por fortuna, escaso, pues poco han de importarnos los qué y los porqués de lo que se nos cuenta (el propio autor llega a cuestionárselos en las piezas 114, 123…, por ejemplo). Para mí no son más que pretextos que han de servir a un bien mayor dentro del texto literario: el acceso al cómo; o sea, a la fuente de donde emana la poesía. En la interiorización de la expresión lírica de las angustias, las dudas, las expectativas, las parcelas hedonistas, las oníricas, las neuróticas, las autodestructivas («me daño para que no me dañes más» [pz. 131])…; en la asunción estética de cómo evoluciona la perspectiva de los relatores que testimoniaron en los tabiques de las cuevas sus singularidades, se haya el sentido último de esta larga crónica de la soledad llena de voces empujadas por un único corazón, solitario y agrietado, que anhela contemplarse a sí mismo en el interior del párpado.
«Se parece a la ceguera y, sin embargo, hay todo un mundo que el ojo puede apresar si se detiene a mirar esa tiniebla primera de su propio cuerpo. A veces me despierto y no quiero abrir los ojos. Me resisto a que el mundo me engañe con sus formas, colores, apariencias, movimientos, signos. Aquí, en el interior de mis párpados, me digo, hay algo más importante para mí: vuelvo a ser el feto que flotaba dentro de mi madre, con los ojos cerrados, con las piernas reacias a todo movimiento; recogido en mí mismo, pero en el interior de otro cuerpo. Los párpados me filtran la luz de la mañana y recuerdo, así, la dulce oscuridad que había olvidado».
En cada instante de escritura rupestre, ¿quién habita en los muros de las fortalezas? ¿En qué lugar del interior del párpado —contemplado el fenómeno, luego expelido— se halla el eco? Nos dice el recitador que P., el ser que fuera amado, era al principio el que siempre hablaba y él callaba. Cuando llegó el silencio entre ambos, fue solo la voz del enmudecido la que empezó a brotar para que de los ramajes de sus necesidades comenzara el proceso más arduo del desamor, el de la asimilación del nuevo estado, que se vertebrará a partir de las mismas matraquillas que a todos nos asaltan en situaciones similares: por un lado, infinitos conteos sobre tiempos que hace que, veces que hace que, etc.; y, por el otro, un conjunto abigarrado de preguntas y conjeturas que nos conducen por las sendas de narraciones que tan pronto adquieren un matiz de justificación (la pasión recibida frente al amor dado [pz. 30], los hábitos acartonados que expone la 44…) como de inculpación: el sentimiento de suciedad que inunda al relator cuando decide no entrar en un edénico parque «para no manchar con oscuridad esa excepción de luz» [pz. 22].
En las páginas de la calle Madera, el diario rezuma desazones y recuerdos, e incertidumbres envueltas en vacuas esperanzas. Todo se muestra de un modo muy ligero, instantáneo, rápido… Son haces expresivos cuya función original fue la del alivio de penas; ráfagas que han llegado hasta este libro como revelaciones de un estado pasajero —duro, trágico incluso, pero transitorio— en el que se cimentó un yo diferente, con otra sonoridad y otro soporte sobre el que escribirse a partir de su condición de sufridor y, al mismo tiempo, de superviviente que necesitó de una mudanza para cerrar el cuaderno de su primera estancia madrileña.
«Piso interior, oscuro, minúsculo, opresivo, pero silencioso…». Así nos describe el nuevo lugar en la nota preliminar y es así, de algún modo, como se siente el poeta y como llega a situarse bajo un techo diferente, sabedor de que la suya es una existencia vacía y anodina, «una vida que sigue viviendo porque ya está viva y porque se la va alimentando de aire y de comida a intervalos regulares» [pz. 117]. Lentamente, se transformará; será consciente cada vez más, como afirma en la 80, que «no elegimos obsesionarnos, y mucho menos con qué habremos de hacerlo». Quien mapea las horas en el piso de la calle La Palma, atento a los matices que poseen las palabras («Lastimar: un verbo engañoso porque detrás de su elegante envoltura esconde una zarpa que hiere para siempre» [pz. 62]), descubre la blancura de las paredes —libres del registro en ellas de cualquier halo de P.— y, sobre todo, sus cualidades disipadoras de negruras. Ahora es él, el protagonista, el dueño absoluto de esa escritura inédita que saldrá de su estancia y cohabitación consigo mismo en el nuevo espacio del barrio de Malasaña.
Aunque al principio le cuesta porque no logra evitar los ofuscamientos que de un modo involuntario pujan por exteriorizarse ni las imágenes del pasado («todo se proyecta en la pared de la caverna interior en que estoy preso» [pz. 47]) y en no pocos momentos deja caer una imagen negativa de sí mismo («En cuanto a mí, a pesar de que no puedo verme desde fuera, sospecho que lo único que inspiro es tristeza y conmiseración, la vaga impresión de un ser desplazado por la vida y recluido en un espacio acorde con su estado de ánimo» [pz. 60]), consigue ir librándose poco a poco del lastre que ha venido arrastrando y que lo atenaza asumiendo y exponiendo, por un lado, una visión fría, aséptica, sin emoción y sin cortapisas del que fuera amado, como el «retrato sucinto, incompleto, pero lo más ajustado a la verdad» que le dedica en la 48; y, por el otro, un modo de vida en el que la sempiterna soledad se contrarresta con la turbulencia de los excesos, en una suerte de vitalidad desbocada que acaba acrecentando la sensación de aislamiento.
En la calle José Calvo, la tercera estancia, culmina el proceso de liberación de las ataduras. El corazón de siempre, solitario y agrietado, cede la voz a las múltiples personas verbales que acogen a los yoes de su intelecto. Narradores y narratarios —los mismos en esta particular dialógica relación de monólogos— se dan cita en las verticales páginas de la última morada madrileña, la del barrio de Berruguete y todos, hecha la purga e iluminado el destino, se unen con un único propósito: dar con un nuevo día diferente a los anteriores, hallar las llaves que permitan abrir las puertas de un amanecer distinto.
Para ello, el lenguaje debe asumir el control de las sensaciones y, en consecuencia, de los mismos procesos cognitivos con los que va asimilándose el reciente estado. Los residuos del pasado en esta mística depuración se han convertido en materia literaria y se unen a un discurso que se vuelve cada vez más elaborado, como si el verbo alentara las nuevas rutas por las que transitan los pensamientos del recitador: la sintaxis se acompleja, las ideas se concatenan, la simple exposición que se detecta en las dos primeras partes aquí se transforma en una honda reflexión donde las nociones y los conceptos se entrelazan en estructuras lingüísticas extensas y llenas de requiebros. La longitud de los escritos es mayor. La presencia de rayas ortográficas (—) multiplica el efecto de juicios que se agolpan, de aclaraciones y puntualizaciones que no pueden dejar de enunciarse y que han de buscar un lugar en esta fascinante exposición sobre el cambio y la asunción de un hoy que se espera sea más consistente que ese ayer que se va quedando atrás con cada renglón, párrafo, pieza…:
«La edad no es ya propicia para travesuras. Has perdido, lo sabes, la energía abundante de otras épocas. Lo que ahora procede es recogerse, aceptar que es mejor no dilapidar la fuerzas, reservarse para cuando realmente algo merezca la pena, si aparece; ahorrarse decepciones que solo contribuyen a la autoconmiseración. Sería deseable vender un poco más cara la derrota, ser un poco más valiente y despreciar las lides que no estén a la altura: concentrarse tan sólo en las batallas auténticas».
La unión mística con el yo es transitoria. En principio, dura hasta que los pesares del desamor se han diluido de un modo definitivo y del naufragio solo nos queda la selección de cultivos que el poeta cosecha, procesa y distribuye en las 183 piezas que compone este libro. El final de la infausta travesía debería transmitir nociones como las del júbilo o la felicidad, pero no es así. Las alegrías escasean; apenas son briznas que, debido a su dispersión, desaparecen incluso al poco de haber hecho acto de presencia. El último poema en prosa, el 183, declara en el fondo la inconclusión del proceso: «Haz un esfuerzo, encuentra las llaves del amanecer». Todavía queda un camino por recorrer. Lo que fue una vía por donde hallar un cauce para el olvido de un amor desbaratado, se acabó convirtiendo en una conversión mucho más amplia, compleja y trascendente que, quizás, no ha terminado.
No descarto que sea la percepción de esta continuidad la que consigue que, al final del libro, no logre desprenderme de la sensación de que, en el fondo, en todas las páginas de Duérmete, cuerpo mordido (en ese conjunto que surge a posteriori muchos años después de que haya visto la luz por otros canales), sea la tristeza la esencia principal de esa mirada panorámica del pasado antes señalada. Aflige advertir la hondura de una confesión como esta: «me dije que lo realmente importante era ese intervalo entre lo exterior y lo interior, lo que había ocurrido allí mismo mientras yo estaba fuera, es decir, nada» [pz. 181]. En esa nada, situada quizás en ese interior del párpado ya mentado, se abre un hueco para todo lo posible (encontrar las llaves del amanecer, por ejemplo), aunque se tenga claro que, entre recreaciones y reescrituras, hay un amplio margen para lo improbable. Nada es tan desolador como el vacío y, a la vez, en las formas poéticas de Rafael-José Díaz, nada es al mismo tiempo más bello.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.