Jueves, 18 de agosto.
Victoriano Santana*
Si a un acto regido por el protocolo vas, al protocolo te has de ceñir; y si todos se ponen en pie en señal de respeto, tú te has de poner en pie. Es lo mínimo exigible. Otra cosa es secundar la ceremonia y sumarte a su significado: bien con aplausos ante la llegada de un símbolo, bien santiguándote cuando lo solicita quien lleva a cabo el desarrollo de la misa. Si el jefe del Estado entra en una cámara legislativa, todos nos ponemos en pie; y si estamos en desacuerdo con su discurso, lo expresamos con nuestro más absoluto silencio (no aplausos, no comentarios desaprobación, no burlas, etc.). Si nos hallamos dentro de un templo católico y una autoridad religiosa pide a los presentes que se pongan en pie, lo dicho: todos nos ponemos en pie; y si nos invita a rezar el padrenuestro, los ateos guardamos un respetuosísimo silencio, aunque nos sepamos la oración al dedillo. A eso se le llama respeto. Por eso entiendo perfectamente que la reina optara, en la misa de ofrenda al apóstol Santiago, por un «me levanto y me quedo quieta». Es lo que hacemos los que estamos presente en eventos similares.
Y por eso no entiendo el absurdo desaire del rey a los responsables del acto de proclamación del presidente de Colombia, que se celebró el 7 de agosto y, por extensión, al investido; y, por extensión aún más, al pueblo del que es representante el nombrado. Cuando en la ceremonia se hace uso de aquello que se reconoce como un objeto de veneración colectiva por los organizadores y participantes del evento y los asistentes, es tan grosero quedarse sentado (sobre todo en un lugar tan destacado como la primera fila de autoridades) como no mostrar el adecuado respeto a la bandera o al himno del país; o no levantarte ante un paso procesional de Semana Santa o el desfile solemne de una reliquia; o como no mantener la compostura ante las palabras de un representante del pueblo que se halla en una tribuna del congreso. Si todos, adeptos o no al significado connotativo del “conflictivo” objeto, mostraron la debida consideración, ¿por qué se desentendió nuestro jefe del Estado de cumplir con lo que la educación, las buenas formas, el saber estar… demandan? Bastaba con emular a la reina: «me levanto y que quedo quieto».
Cuidadoso debería ser Felipe VI ante estos exabruptos a la cortesía. No lo tiene fácil. Un acto tan vergonzoso como el del pasado domingo no deja de ser un acelerador para que se incremente aún más el desapego hacia una institución que, con desplantes así, decide adoptar una incomprensible posición frente a la historia. No pueden ser la lengua y la fe impuestas en su momento, como tantos otros bienes colectivos, el chantajista argumento para mantener una inapropiada actitud de superioridad ante los iguales. Aquello pasó. La lengua y la fe, obligadas, se acabaron asumiendo y, como ocurre siempre con los pueblos sojuzgados, terminaron por enraizarse formando parte de sus señas de identidad. Nada nuevo bajo el sol. La historia de la humanidad está cargada de ejemplos que avalan lo afirmado. Los territorios sometidos al dominio del imperio español fueron poco a poco progresando y en un determinado momento de su devenir, por mil y una razones, entendieron que estaban mejor libres. El Virreinato de Nueva Granada (Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá) se fue desmembrando en un proceso que, como ocurre siempre, trajo mucha sangre y mucho dolor. En 1819 se independizó la parte que ahora se conoce como República de Colombia, una denominación esta que, a mi juicio, no deja de ser curiosa porque implica de alguna manera una ruptura política y social, aunque no cultural ni histórica al honrar la figura de Colón (el responsable de iniciar la importación de esa lengua y esa fe como símbolos de unidad imperial).
Con los años, hubo un reconocimiento mutuo entre las partes contendientes: desde 1881, Colombia y España mantienen relaciones diplomáticas. A día de hoy, dos siglos después del proceso de liberación, nadie duda de que ambos países están alineados bajo una incuestionable coyuntura de afinidades de naturaleza política, económica, social, cultural, etc. En consecuencia, Bolívar no es el problema. Ni él ni su espada. No deberían serlo salvo que sea otro el motivo de conflicto, por ejemplo: que sea Gustavo Petro el primer presidente de izquierdas de la República colombiana. Si el desprecio apuntado se debiera a esto, el fallo del rey sería muy nocivo para las posibilidades de supervivencia de la institución que dirige porque hace trizas el principio de neutralidad exigible a la corona, vigente dondequiera que esté su regia figura.
No juzgo ahora al hombre, al fulanito y menganito de turno, al periodista del contubernio mediático que contribuye con el descrédito de la prensa por culpa del detritus con el que alimenta sus medios, al político que miente con descaro ni al que actúa de un modo tan sumamente infantil diciendo «no» a todo, o al vecino que ve invasiones donde solo hay miseria y afines entre los que desean aprovecharse de su ignorancia; no, estos civiles no entran en mi valoración de los hechos. Que hagan lo que les apetezca con sus vidas y sus particulares inmoralidades y estulticias. No juzgo, por tanto, al Felipe de casi dos metros que nació un 30 de enero de 1968 y que puede sostener las opiniones que quiera sobre Bolívar, Franco, el Papa y Putin. No me interesa el hombre, sino el jefe del Estado. Es él el señalado porque es quien me representa. Por eso creo que debería tener cuidado el rey con los que le han aconsejado que hiciera este incomprensible desplante o los que le han expresado su aprobación (sea o no cortesano), pues este equivalente al zafio «¿por qué no te callas?» de su padre a Hugo Chávez (10 de noviembre de 2007) tendrá un precio que el algún momento se le echará en cara.
Por fortuna o desgracia, todo se registra, todo se recoge, todo se graba, todo se almacena. Bien debería saberlo. Mejor ejemplo que el de su progenitor, imposible. «En la bajadita te espero» decimos los canarios, por influencia quizás venezolana, cuando queremos dejar claro a nuestro interlocutor que tarde o temprano nos desquitaremos de algún agravio que hemos recibido de él. Eso es lo que ha pasado con Juan Carlos I. De buenas a primeras, muchos eran los que le esperaban «en la bajadita». ¿El agravio que cometió? Incumplir con las reglas morales, éticas y sociales (fiscalidad, por ejemplo) en las que debe ser un inmaculado modelo el representante de una nación. Parafraseando a la nueva vicepresidenta de Colombia, Francia Márquez, no se preocupó por que la dignidad de su cargo se hiciera costumbre tanto en él como en su círculo más próximo.
A Felipe VI no le irá mejor con acciones tan inaceptables como la realizada. Su reinado es complicado (sostengo que más que el del padre) y quizás le hayan convencido de que, por la vía de los golpes de efecto (y lo del domingo fue eso), conseguirá aumentar el cupo de inquebrantables a su causa y razón de ser. Creo humildemente que se equivoca. En el acto de jura como presidente de Colombia de Gustavo Pietro, no vi dignidad alguna en nuestro jefe del Estado por no levantarse ante la espada de un personaje histórico que pudo ser tan vil como el propio Fernando VII, el rey que capituló. Si se hubiera levantado, aunque no aplaudido, hubiese visto a un rey del siglo XXI; mas el hecho de permanecer sentado cuando la mayoría estaba en pie, como señal de respeto, fue lo que lo situó en el siglo XIX. Me da igual si otros mandatarios tampoco fueron corteses (lo desconozco): ellos no me representan; él, sí.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.