3 de diciembre de 2022

Opinión: El derecho a no ser religioso (3 de 5)

 Sábado, 3 de diciembre.

José Armas Barber

El siglo XVIII significó algo muy importante para el ser humano. Fue el punto de partida de una concepción diferente, que pretende truncarse, llevándonos a planteamientos “preilustrados”.
En el punto de partida del cambio que trajo consigo el pensamiento de la Ilustración, nos encontramos con la liberación respecto de normas impuestas desde fuera, y de construcción de normas nuevas que nosotros mismos hemos elegido. En un artículo de la Enciclopedia, Diderot describe así el retrato de su héroe ideal: es “un filósofo que deja de lado el prejuicio, la tradición, lo antiguo, el consenso universal y la autoridad, en pocas palabras, todo lo que subyuga el entendimiento, y se atreve a pensar por sí mismo.” Este filósofo no asiente sin discusión. Siempre prefiere fundamentarse en el testimonio de los sentidos y la capacidad de razonar. A finales del XVIII, Kant confirmará que el principio primero de la Ilustración es esta defensa de la autonomía. “¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento! Este es el lema de la Ilustración.” “La máxima de pensar por uno mismo es la Ilustración.” (1784).
De todas maneras, todo está sujeto a la crítica. Ya lo plantea así Diderot. También Condorcet dice que en materia de ciencias morales y políticas “hay que atreverse a examinarlo todo, a discutirlo todo, incluso a enseñarlo todo.” Para Kant, “nuestro siglo es propiamente el siglo de la crítica, a la que todo debe someterse.”
¿Significa esto que hay que prescindir de toda herencia, de todo lo transmitido por los mayores? Evidentemente no. Lo natural es vivir en una cultura, pero la cultura, empezando por la lengua, la transmiten los que nos preceden. No hay peor prejuicio que imaginar que podríamos razonar sin prejuicios.  El aprendizaje cultural nos hace humanos. Pero no olvidemos que todo está sujeto a revisión. El ser humano es autónomo en tanto es capaz de revisarlo todo, de replanteárselo todo, de no vivir con arreglo a dogmas indiscutibles. La herencia cultural no es despreciable, pero sí debe ser revisable. La tradición es constitutiva del ser humano, aunque no basta para proporcionar un principio legítimo ni una proposición verdadera.
Los pueblos están formados por individuos. Si éstos empiezan a pensar por sí mismos, el pueblo entero querrá tomar las riendas de su destino. En el siglo XVIII se enfrentan dos grandes interpretaciones. Para unos el rey ha recibido la corona de manos de Dios, por más intermediarios que puedan imaginarse entre el origen y el destinatario final. Como es monarca por derecho divino, no tiene que rendir cuentas a nadie en la tierra. Para otros, los que reivindican la razón, el poder está en el pueblo, en el derecho común y en el interés general. Dios creó a los hombres libres y les dotó de razón. “Todo hombre cuya alma se suponga libre debe gobernarse a sí mismo”, escribe Montesquieu. Eso no quiere decir que se tenga que expulsar a los reyes. La opinión predominante en la época es que el pueblo, cuya multiplicidad le impide dirigirse, debe delegar ese poder en un príncipe. Éste gobierna de forma soberana, pero no por eso es irresponsable; su reinado debe servir los intereses de su país. 
Este contexto es en el que interviene Rousseau, cuyas ideas radicales están expuestas en Del contrato social. No sólo opta decididamente por el origen humano, no divino, de todo poder, sino que además afirma que ese poder no puede transmitirse, sino sólo confiarse, como a un sirviente. Rousseau dirá que es inalienable. Lo que el pueblo ha prestado momentáneamente a un gobernante siempre puede recuperarlo. El interés común, única fuente de legitimidad, se expresa en lo que Rousseau llama la voluntad general. Y esta se traduce en leyes. “No hay que preguntar ya a quién corresponde hacer leyes, puesto que son actos de la voluntad general”. Si llamamos “república” a un Estado que se rige por leyes, entonces “todo gobierno legítimo es republicano”. Rousseau considera que el pueblo ha olvidado que el poder, incluso el que ejerce el rey, le pertenece y puede recuperarlo en todo momento. Años después, en una colonia británica, un grupo de hombres sacará de esos razonamientos las pertinentes consecuencias y declarará su derecho a elegir libremente y por sí mismos su gobierno. Así nacerá la primera república moderna, en el sentido al que se refería Rousseau: Estados Unidos de América. Y aún unos años después los protagonistas de la Revolución francesa reivindicarán esas mismas ideas.
La liberación del pueblo avanza en paralelo a la adquisición de autonomía por parte del individuo, que se compromete con el conocimiento del mundo sin inclinarse ante autoridades anteriores, elige libremente su religión y tiene derecho a expresar lo que piensa en el espacio público y a organizar su vida privada como mejor le parece.
La autonomía es deseable, pero no significa autosuficiencia. Los hombres nacen, viven y mueren en sociedad. Sin ella no serían humanos. El niño empieza a tener conciencia al recibir atención, despierta al lenguaje porque los demás lo llaman. Todo ser humano adolece de insuficiencia congénita, de una incompletud que intenta colmar uniéndose a los seres que lo rodean y solicitando que se unan a él. Es también Rousseau el que mejor ha expresado esta necesidad.  Su testimonio es especialmente valioso, ya que, como individuo, no se siente cómodo entre los demás y prefiere huir de ellos. Pero la soledad sigue siendo una forma de esa vida en común que no es posible ni deseable abandonar. “Nuestra existencia más dulce es relativa y colectiva, y nuestro verdadero yo no está entero en nosotros. La constitución del hombre  es tal que jamás conseguimos gozar de nosotros mismos sin el concurso de otro”. Eso no significa que toda vida en sociedad sea buena. Rousseau no deja de advertirnos contra la alienación de nosotros mismos bajo la presión de la moda, la opinión común y el qué dirán. Si sólo  viven pendientes del otro, los hombres dejan de lado el ser, se preocupan sólo del parecer y hacen de la exposición pública su único objetivo. El “deseo universal de reputación”, el “afán por que hablen de uno”, “el furor para distinguirse” se han convertido en los principales móviles de sus actos, que han ganado conformidad, pero perdido sentido.
Este pensamiento empieza a desviarse en el momento mismo en que se formula. Lo encontramos en la obra de Sade, que proclama que la soledad dice la verdad del ser humano. “¿Acaso no nacemos separados? Digo más: ¿acaso no nacemos enemigos los unos de lo otros, en un estado de guerra perpetua y recíproca?”. De ese estado inicial Sade concluye la necesidad de elevar la autosuficiencia a regla de vida: lo único que importa es mi placer; no tengo que tener en cuenta a los demás salvo para protegerme de sus intrusiones. ¿Cómo no ver que esas fórmulas sadianas son contrarias no sólo al espíritu de la Ilustración, sino también al mero sentido común? ¿Dónde se ha visto que un niño nazca sin su madre y sobre todo que sobreviva solo en el mundo? Los seres humanos son la especie animal en la que los hijos tardan más en adquirir una mínima independencia. El niño abandonado muere por falta de cuidados, n a consecuencia de la “guerra perpetua y recíproca”. Por el contrario, esa gran vulnerabilidad podría estar en el origen del sentimiento de compasión, propio de todos los seres humanos. Según Sade, tal y como lo interpreta Bataille en El erotismo, la soberanía del individuo se expresa precisamente en la negación de todo sujeto que no sea el propio. “La solidaridad hacia los demás impide que el hombre tenga una actitud soberana”.